sábado, 24 de noviembre de 2007

Prefiero la oscuridad

Prefiero la oscuridad,
sábana negra que me expende el billete
hacia el tren del deseo, el viaje
hacia el océano embravecido de tu boca,
hacia el abrumador ímpetu de tu sexo.
Destino del que no quiero regresar,
del que sólo la luz,
la terrible y odiosa luz,
logra sacudirme y lanzarme
sobre la tangible existencia
que me asola en soledad,
que me horada gota a gota
incansable, incesante, inmisericorde.

Prefiero la oscuridad
que me mantiene sobre tu pecho,
que me abandona al placer de tus dedos,
que me encuentra siempre en tu mirada,
siempre en tu cama,
siempre en ti.

Me armaré con balas de plata
para disparar a las bombillas
y convertir las lámparas
en testigos ciegos
de mis delirios fantasmales.
© Anabel

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Azul necesario



He pensado repetidamente en lo absurdo e inoportuno que es tu recuerdo.
Podría decirte que es azul, incluso que huele a azul. ¿Lo ves?, es absurdo. Azul como el mar cobalto de este verano. Tal vez por ello no quería meterme en el agua: mojada de mar y de ti, inundada de tu olor y su sal, demasiado azul. "¡Qué rara eres, cariño!", exclamaba mi marido. ¿Ves?, inoportuno.
Y sigues allí, sin cita previa, sin permiso para continuar persiguiéndome por el parque, o acechándome en las esquinas, u observándome desde los ojos azules de cualquier hombre atractivo. Sólo por eso soy capaz de enamorarme en un segundo de un auténtico desconocido. Absurdo. Completamente absurdo.
Te he visto en los ojos de Mateo. No son tan grandes como los tuyos pero son penetrantes y azules como el mar de este verano. Me miró fijamente y le aguanté la mirada. Estoy cansada de huir del azul. Me invitó a una cerveza a la salida del trabajo. Había sido una jornada dura, no habíamos tenido tiempo ni de tomar un café, ni de comentar las pequeñas anécdotas de nuestros hijos durante el fin de semana, rodeados de cuentas y papeles, archivos y programas de la empresa. Sí, vamos al pub de la esquina.
Doblé la esquina decidida a no ser asaltada por el azul, ¿dónde vas, despistada? ya hemos llegado, y fue el azul de los ojos de Mateo el que me abordó.
- Pareces lejos de aquí – su mano sostenía mi brazo indicándome el camino.
- No, estoy aquí, justo aquí –mientras entrábamos en el Blue Soul.
Fue tan fácil. No hicieron falta palabras: una concatenación de hechos lógicos, sucedidos en armonía y complicidad. Mateo necesitaba mi sal, yo su azul. Y fuimos olas de mar.
Somos el mar.
Ahora estoy convencida de que tu recuerdo fue un azul necesario.
© Anabel

sábado, 29 de septiembre de 2007

Náusea

Nunca había escrito. Pero, sin previo aviso, como quien tiene una revelación, cogió un bolígrafo y comenzó. Siempre era cuando la noche había penetrado más allá de su escritorio, más allá de sus ojos. Entonces, en trance, vomitaba, a través de sus dedos, versos, estrofas, rimas, metáforas, hipérboles… Al acabar, se pasaba la manga por los labios húmedos, cerraba los ojos y respiraba hondo. Llegaba exhausta a la cama, pero completamente relajada.
Al día siguiente, leía lo que había escrito. Dudaba que hubiera una sola línea decente en todo aquel galimatías. Había imágenes que le parecían válidas, juegos de palabras coherentes, sentimientos bien captados, pero la mayoría era paja, grumo que obstaculiza el regurgitar de la verdadera esencia. Y así, noche tras noche.
Después de varios meses de febril actividad poética, dejó de escribir, ya no sentía la náusea existencial, ya no tenía más que abocar a este mundo.
En el entierro, su marido leyó, con gran acopio de valor y serenidad, uno de sus poemas. Luego, arrugó la hoja y la lanzó sobre el féretro. Había más de ella en ese trozo de papel que en todos los años que habían compartido juntos.
© Anabel


domingo, 16 de septiembre de 2007

¿Quieres venir conmigo?


No prometo sonrisas de dentífrico
por las mañanas,
suelo levantarme con el pie izquierdo.
Me irrita la luz matutina
que interrumpe mis sueños,
que me abandona en el hostil tapete
de la partida de póquer.

¿Quieres venir conmigo?

Mi piel de naranja
-tan denostada la pobre-
con su olor ácido y dulzón
es sensible y delicada.
Mis curvas desvencijadas
y mi risa loca a deshoras
ocupan mi piso.
Mi lengua y mis lágrimas,
que son incontrolables,
nunca sé dónde paran.

¿Quieres venir conmigo?

Me gusta la Luna,
su influjo enfermizo
y su redondez,
parece el espejo
donde me miro.
Me gustan tus manos sobre mis senos,
sentir que se oprimen bajo tu tacto
y cómo se erizan mis pezones.

¿Quieres venir conmigo?

No conozco el camino de rosas,
me sé al dedillo el de espinas.
Nunca he tirado la toalla
mientras por mis venas
corriera una gota de sudor.
Leo como una descosida
y escribo por necesidad.

¿Quieres venir conmigo?


© Anabel


martes, 28 de agosto de 2007

Dura de roer


Lascivia. Lujuria. La había mirado tantas veces desde esa perspectiva.


Intentaba adivinar, coreado por Tomás y Rafa, si su culo sería tan estupendo como los pantalones vaqueros dejaban entrever; si sus pechos serían tan espectaculares como los bultos sin complejos que sobresalían de cualquier jersey por gordo que fuera. En eso consistía su primera faena todas las mañanas.


Esperaba junto con el resto de obreros en el aparcamiento de la fábrica a que llegara Marisol. Ella era la secretaría del jefe y la encargada de abrir y cerrar, casi siempre, la nave. Era puntual, siempre: a las ocho en punto su llave abría el portón dejando pasar la luz matinal hasta las adormecidas máquinas y a los obreros legañosos que seguían las indicaciones de sus pantalones sin rechistar. Codiciamos lo que vemos cada día, la máxima de Hannibal Lecter se cumplía a la perfección: todos y cada uno de ellos se había masturbado alguna vez pensando en ella. Luís no era la excepción. Sabía que Marisol era casada y madre de dos hijos, que estaba más cerca de los 45 que de 40 y que sus ojos eran una maravilla. Le excitaba su cuerpo, pero sus ojos le hacían olvidar que trabajaba en una sucia fábrica de productos de plástico. Desde regaderas a orinales, cualquier cosa pasaba por sus manos, cualquier cosa menos los ojos de Marisol. Verdes y profundos, con más fondo que cualquier embudo de los que acababa de empaquetar. Ella bajaba detrás de sus imponentes pechos a decir cuántas cajas de ensaladeras azules había que producir o cuántos juegos de cubiertos había que registrar o cuántos manteles del tipo 143 había que marcar. Ella era la que mandaba a un grupo de trabajadores con monos verdes y cremalleras hasta el cuello, ella era la que descendía las escaleras de una oficina prefabricada con vistas a un mar de hombres uniformados y cintas de transporte repletas de objetos de plástico. Hasta el jefe confiaba en ella más que en ningún otro empleado. Y hacía bien, Marisol era la mejor contable, directiva y secretaria que jamás hubiera encontrado por el sueldo que recibía. Ella era la que dirigía la fábrica. La única mujer de toda la planta, la única persona no uniformada que sólo repetía los mismos pechos y el mismo culo cada día, todos los días.
Algún que otro compañero había tenido la osadía de invitarla a un café y había sido rechazada la oferta como si se le hubiera ofrecido un viaje a los sótanos de la tortura. Ella no había sucumbido nunca, ni a los encantos de Óscar, el jefe de sección número 7. Era un hombre que compensaba sus cortedades intelectuales con un cuerpo de vértigo, un hombre de 30 años que le hubiera encantado hacer una muesca en la culata de su revólver tras un polvo con Marisol, la cuarentona. Cualquier otra fémina de su edad se hubiera sentido halagada, satisfecha por la proposición, pero ella no, ella era incorruptible, seria, responsable; el trabajo era el trabajo y nada más. Y todos lo habían entendido, todos la respetaban, aunque eso no impidiera que su imaginación volara muy cerca de ella.
- Luís, hoy de ensaladeras, 100. Después haremos escurridores hasta 500, para el pedido de Valencia –y le miraba a los ojos.
Hija de puta, lo sabes, sabes que me ponen tus ojos todavía más que tus tetas, se decía Luís. Pero su cuerpo no delataba sus pensamientos, hacía un ademán de conformidad, daba las órdenes, programaba el ordenador y continuaba su trabajo ya en los mismos tonos que el iris de Marisol. Llegaba a su casa, cenaba, escuchaba la rutina de su mujer y jugaba un rato con los gemelos, pero en la cama se acostaba con Marisol, abrazaba a Marisol, follaba a Marisol. Era como un mago, un mago capaz de disfrazar sus pensamientos y sus deseos. En eso consistía su rutina diaria.


Verano, calor, mucho calor. El aire acondicionado de la fábrica se había estropeado, los monos estaban abiertos hasta la línea de los calzoncillos. El aire acondicionado de la oficina de Marisol era independiente al de la planta y, al entrar en ella, la agradable temperatura daba la oportunidad de respirar.
- Marisol, guapa, ¿qué pasa con nuestro aire acondicionado? Porque tú estás como una reina, pero nosotros nos estamos asando.
Marisol giró su silla hacia Luís y con sus pechos dentro de una camiseta naranja de tirantes le miró a los ojos, hija puta, sabes cómo me ponen tus ojos, y con mucha seguridad le dijo:
- Ya he llamado dos veces al técnico, no da abasto; hasta la una no va a poder venir, ya os lo he dicho. ¿Qué quieres que haga?
En una de las pocas veces que Luís miraba hacía otro lado que hacía la anatomía de Marisol, observó que la pantalla de ordenador tenía abierta una página de Internet que poco tenía que ver con el trabajo.
- Y esa página ¿de qué es?
Marisol se sintió atrapada, y en un acto reflejo, minimizó la página.
- Nada, no es nada –dijo turbada.
Luís, en un arranque, se abalanzó sobre el ratón y maximizó dicha página.
- ¿Qué haces? ¿Eres tonto o qué? ¿A ti qué te importa?
Para cuando Marisol pudo arrebatarle el ratón, Luís ya se había enterado de qué trataba el foro.
- No me digas que escribes. No me lo puedo creer, eres de un foro de poesía. Ya verás cuando lo cuente allá abajo.
- No tienes derecho a decir nada, además, a ti qué te importa lo que yo hago. Si escribo poesía ¿qué? –dijo retadora y segura de sí misma.
- Nada, a mí no me importa nada –dijo Luís observando cómo sus pechos parecían más erguidos por la indignación de su dueña- pero a don Julio igual sí le interesa, saber que su mano derecha pierde el tiempo en Internet, en escribir poesía… Bueno, ya conoces a don Julio, no creo que le haga mucha gracia –y exhibió la mejor sonrisa que jamás haya podido lucir.
Marisol cerró los ojos, pareció que se había desvanecido la luz de los fluorescentes. Luís se arrepintió en el instante de haber dicho eso, él no la iba a delatar, nunca lo hubiera hecho.
- ¡Eh! Tranquila, que ha sido una broma, que no iba en serio. ¿Me crees capaz de chivarme de una cosa así a don Julio? Por favor, Marisol, que hace ocho años que nos conocemos…
-Por eso sé que a don Julio igual no se lo cuentas, pero a los demás… Os vais a hacer un hartón de reír a mi costa.
Luís respiró hondo, sabía que la tenía en sus manos; sabía que la rentabilidad que podía sacar a ese instante nunca jamás se le volvería a presentar; sabía que era su momento, que la providencia, por una vez, se había puesto de su lado; sabía que lo iba a aprovechar, lo sabía.
- ¿Qué tipo te crees que soy? Marisol, por favor. Yo no voy a ir por ahí con chismes. De verdad, me ofendes, parece mentira –y la miró a los ojos sin parpadear, sin dejar entrever sus verdaderas intenciones.
- ¿No se lo vas a contar a los demás?
- ¿Lo dudas?
- Sí, claro que lo dudo.
- Marisol, yo también escribo poesía, te entiendo perfectamente. ¿Cómo iba a ser tan sádico de delatarte?
Ante semejante declaración, ella abrió los ojos de par en par, asombrada, incrédula de lo que acababa de oír, pero Luís no parpadeaba, le aguantó la mirada hasta que ella pudo pronunciar:
- ¿Lo dices en serio? ¿Tú escribes poesía?
Luís, como un consagrado actor, puso los ojos en blanco, se sentó sobre la mesa del escritorio y, acercándose mucho, le dijo en voz baja:
- Sí, escribo poesía desde los 14 años. Nadie lo sabe, pero es mi afición secreta. No he estudiado ni nada, pero no lo puedo remediar, cada día encuentro motivos para escribir, lo que sea, cualquier ocasión es buena para expresar los sentimientos.
Marisol lo escuchaba con unos ojos tan abiertos, tan profundos, tan infinitos que Luís casi se mareó, que casi pudo componer los únicos versos de su vida perdiéndose en ellos.
- Nunca lo hubiera imaginado –exclamó Marisol completamente convencida.
- Tú sabes que los poetas no mostramos lo que somos, tú lo sabes mejor que nadie.
Marisol sonrió y escondió su rostro girando tímidamente la cabeza. Se sentía estúpida por no haber reconocido a un poeta con tan solo mirarlo.
- Sí, tienes razón: los poetas no llevamos un letrero, más bien nos escondemos por vergüenza, por miedo a que se burlen de nuestra sensibilidad. No nos entienden.
Luís echó todo sus triunfos y faroles sobre la mesa y cogió las manos de Marisol.
- Lo sé, cariño, lo sé. ¿Cuántos de los que hay allí abajo te crees que saben que me gustan los versos?
Se hizo un silencio en el que los movimientos ascendentes y descendentes de los pechos de Marisol delataban su excitada respiración.
- Nadie, Marisol, nadie, ni tan sólo mi mujer.


- Joder, joder con Luisito, que te la vas a tirar. Serás maricón, ni siquiera Óscar lo ha conseguido y vas a ser tú. Cágate lorito, ¿quién lo iba a decir? –dijo Tomás con cierto tono de envidia varonil.
Luís acabó de un trago su cerveza. Esperó unos segundos, alargados a conciencia, antes de contestar a sus expectantes amigos.
- Sólo hemos quedado para tomar unas cañas e intercambiar poesías y esas cosas. Nada más. Marisol es dura de roer, no creo que vaya a ser fácil. Pero qué duda cabe que lo intentaré. ¡Otra ronda, camarero! -y todos se echaron a reír-.
- Nos lo contarás, ¿verdad, cabrón? Porque si tu follas, todos follamos, ya sabes –exclamó Tomás.
- Con pelos y señales –continuó Rafa.
- No os preocupéis, si me la tiro os lo cuento todo ipso facto.
Ninguno entendió muy bien la última expresión, pero intuyeron que si había rollo, iban a ser informados exhaustivamente. De hecho, sólo les faltó cronometrar los relojes antes de dejar ir a ducharse a Luís.
- Y ya sabéis, si os llama mi mujer, me he ido de cena con vosotros. Si no me tapáis, no os contaré nada, cabrones –y de nuevo se volvió a escuchar la risa de los tres.



Lascivia. Lujuria. Allí estaba, radiante, vestida y arreglada como no lo había hecho para su marido en mucho tiempo. Y Luís lo sabía, tanto como ella sabía que le ponían sus ojos, hija puta, cómo lo sabes.
- ¡Vaya! ¡Qué guapa estás! Menos mal que no te pones así para ir a trabajar, no íbamos a dar pie con bola.
Marisol sonrió y Luís tuvo la certeza de que ya lo tenía todo hecho, era cuestión de tiempo, sólo tenía que esperar, que saber manejar las manecillas del reloj que jugaban a su favor. Y ya ella no pudo aguantarle la mirada.

Lascivia. Lujuria. Tendida sobre la cama de un hotel de medio pelo. Abierta de par en par como una rosa madura, a punto de que sus pétalos comiencen a caer; con el olor penetrante, casi ácido pero todavía dulce; con el máximo rojo antes de apagarse, granate encendido, antes de delatar el inicio del final. Maravillosa. Se había dado a él como ninguna otra mujer en su vida: entera y pasional; ajena a lo que le rodeaba, inmersa en esa cama que le pertenecía más que la suya propia. Dormía, su respiración era fuerte, pero rítmica, acompasada, como una música silbante. Ni siquiera el maltrecho maquillaje afeaba la imagen que Marisol regalaba a Luís: qué mujer, se le llenaba la boca al pensarlo y lo volvía a repetir, qué mujer; pechos grandes, levemente caídos pero espléndidos; vientre decorado con alguna estría, redondeado como una manzana con un gracioso agujero en medio; caderas majestuosas, increíblemente libres de celulitis; culo esplendoroso, magnífico asidero donde depositar un placer impetuoso. Abrió los ojos, cómo me gustan tus ojos, hija de puta, y le sonrió, abrió los ojos, Dios mío, qué ojos, y la luz se hizo en la habitación. La besó, la besó como no lo había hecho en toda la noche.



- ¿Qué? No nos llamaste, cabrón. ¿Qué pasa?, ¿te da vergüenza reconocer que no te la has tirado?- le increparon sus amigos.
Luís sonrió, una sonrisa de medio lado que dejaba escapar un brillo agridulce en su mirada. Abrió la boca, la volvió a cerrar y, tras encender el primer cigarrillo de la mañana, contestó:
-Nada, con Marisol no hay nada que hacer. Es dura de roer.


© Anabel

sábado, 28 de julio de 2007

Para los ojos que quieran verlo


“Recuerda, la próxima vez que la veas, en la escena en la que Ben-Hur se reencuentra con Messala, al principio de la película, observa cómo mira Messala a su amigo de la infancia y verás que allí hubo algo más que una amistad.”
Y, de una manera inconsciente, un día de Navidad, con el acompañamiento de fondo de la película Ben-Hur en la pantalla del televisor, muchos años después de esta conversación, Alejandro recordó lo que Irene le dijo, se percató del sentimiento de amor varonil que tanto ocultó William Wyler a Charlton Heston, -pues, de lo contrario, éste no hubiera actuado en la película de sospechar las intenciones del guión-, pero que gracias al buen hacer de Stephen Boyd queda patente para los ojos de quienes quieran verlo.
De repente, no sólo recordó el instante, sino el olor de Irene, sus blancas manos y su armoniosa voz. Hay momentos en la vida en los que se ha de elegir entre el deber y el placer, entre lo que tienes que hacer y lo que deseas. Alejandro eligió el camino del deber, que a menudo se confunde con lo políticamente correcto, y volvió junto a su mujer y su hijo. En alguna ocasión oyó decir al prestigioso psicólogo Jorge Bucay que uno no se puede arrepentir de las decisiones tomadas en el pasado, pues cada cual las escogió convencido de que era lo más acertado según las circunstancias. Así pues, él no podía lamentar haber tomado ese camino, en aquel tiempo, parecía lo mejor para los dos.
Apartó estas ideas de su mente, de nada servía ni siquiera recordar. Levantó su copa y acompañó el brindis que su patético cuñado había pronunciado. Miró a su alrededor; ojos que quisieran verlo se darían cuenta de su mortal aburrimiento, de su rendida resignación a repetir la farsa de la familia unida, sólo en momentos de celebración, durante todos los años que le quedaran de matrimonio. No sabía cuántos, pero le empezaban a pesar ya antes de haberlos sufrido. Su mujer le dirigió una mirada iracunda, pues la desidia de su marido también se vislumbró en una mueca burlona que imitaba, hay que decir que con cierta gracia, el gesto ampuloso del anfitrión.
De regreso a casa, ni siquiera una reconfortante ducha arrastró su malestar por el desagüe. Fue peor: volvió a encontrarse con el color de su cabello, el tacto de su piel, el calor de su pubis… ¿A qué venían ahora esos recuerdos? Hacía mucho tiempo que ni siquiera se acordaba de ella. Había olvidado hasta la fecha de su cumpleaños y eso que, durante los 10 primeros años tras su separación, lo celebraba en secreto cada mes de febrero. “Ha sido esa película, me ha devuelto su imagen”, pensó Alejandro. Esta conclusión le permitió dormir pero no le impidió soñar con ella, retroceder en el tiempo, en el espacio y despertar en París, en la cola a la entrada de la Sainte-Chapelle escuchando una dulce voz que decía en castellano: “Desde la primera vez que vi en los libros de texto las fotos de las vidrieras de la Sainte-Chapelle, he deseado venir a verla.” Alejandro no puede reprimir el impulso de girarse y mirarla. Un poco más alta que él y mucho más joven; cabello negro que le cubre los hombros y ojos negros como un abismo; zapatillas de deporte gastadas y roídos pantalones vaqueros marcando su fantástico culo. Se prenda de ella y no puede menos que meterse en la conversación sin haber sido convidado. “Deduzco que no habéis estado nunca, ¿no?” Sorprendidas por la familiaridad del idioma le contestan con naturalidad. “¿Tanto se nos nota?”, dice Irene. “Os puedo servir de guía, si queréis” y como si fueran vecinos que no se tratan pero que, en un encuentro fortuito en el extranjero, se saludan como amigos de toda la vida Irene y su amiga le contestan encantadas que sí.
A la mañana siguiente, la boca de Alejandro supo a Irene. Una desazón le incomodaba, empezaba a molestarle su incisivo recuerdo. Se levantó convencido de que no duraría, iba a ser un largo día de trabajo en la embajada y no iba a poder pensar ni un segundo en nada que no fuera traducir al francés. Eso le aliviaría, seguro. El día transcurrió entre interminables conferencias; el pésimo acento del francés de Irene; bocadillos y café fríos; el cálido vientre de Irene; cigarrillos en la azotea de la embajada y champán en el pequeño Bistrot des Champs Élysées.
Llegó a casa exhausto, no quiso cenar, sólo deseó volver al restaurant al lado de l’Opéra para tomar foie-gras con mermelada de frutos del bosque con los ojos de Irene como único horizonte. “Pero, es que no me quieres”, le dice mientras apoya su bella cara entre las manos. “Pues claro, lo sabes de sobra, no me lo preguntes más. He tomado una decisión y es lo mejor para los dos”, le contesta Alejandro mirando hacia la mesa de al lado para que ella no vea sus ojos llorosos. Ésta es la decisión más dura que Alejandro ha tenido que tomar en toda su vida, pero, desgraciadamente, sabe que es la única. Dentro de diez años él ya será un viejo para ella y ella seguiría siendo una joven estupenda. ¿Seguiría a su lado aguantando sus manías seniles? Y ¿su hijo?, ¿qué pensaría de él cuando fuera mayor, cuando supiera que dejó a su madre, una mujer fantástica, por una estudiante becada que encontró en París durante un destino de 6 meses? Y, sobre todo, ¿cómo podría volver a mirar a Eva, cómo podría mantener esa mirada sin sentir que se le caía el alma de vergüenza? Los sueños son maravillosos, pero hay que despertar, hay que volver a Madrid.
Siempre pensó que se le pasaría pronto, creyó reconfortándose en ello que sería la aventurilla que alegraría sus ratos de poca autoestima, un cuartito oscuro y recóndito donde esconderse un rato y recordar relamiéndose los labios otros sabores, otros besos y otros ojos. Pero se equivocó, Irene había calado en su corazón de una forma sutil y penetrante; hasta dos años después, la rememoraba todos los días; cuatro años después, oír su nombre le producía un pinchazo en el corazón; diez años después, aún guardaba en su memoria su cumpleaños; doce años después, París le parecía un decorado de película con una banda sonora dulce, casi empalagosa. Por eso no entendió el porqué de la persistencia de ese recuerdo, cuando ya por fin estaba todo apaciguado y recogido en un baúl con bolitas de alcanfor para que no se lo comieran las polillas.
El resto de la semana, la fuerza de la imagen de Irene se suavizó y pasó a convertirse en curiosidad, le asaltaban preguntas como ¿qué habría sido de ella?, ¿se habría casado?, ¿con quién?, ¿tendría hijos?, ¿viviría en Madrid? Se la imaginaba al lado de dos niñas preciosas con sendas trenzas largas jugando en un parque y, detrás muy de cerca, sentado en un banco, un hombre muy atractivo que las vigilaba.
Su mujer, Eva, lo miró extrañada durante los siete días que le duró el ensimismamiento. No acertó a entender qué podía ser lo que le perturbaba de semejante forma; ya casi no se acordaba de un pasado lejano en el que sintió, por primera vez, esa congoja, esa duda diminuta que carcome el estómago lentamente y que te provoca noches de insomnio mientras él está en París, la ciudad del amor. Observó sus ojos y éstos le huían, parecía que se habían tornado negros en vez de azules, esquivos en vez de amigables. Como hizo tiempo atrás, de una manera casi inconsciente, dejó pasar el tiempo, el que todo lo arregla.
Ya casi el tiempo había colocado su tirita sobre el rasguño, en un agradable día de marzo, con la primavera asomando entre las primeras flores, Alejandro, su mujer y su hijo se dirigieron dando un paseo a casa de su cuñado, otra vez, para celebrar el cumpleaños de alguien. Eva estaba reprendiendo a Alejandro por su despiste, derivado de su patente falta de interés, cuando apareció de frente una mamá muy guapa con dos niñas preciosas de la mano y, un poquito más atrás, un hombre elegante que las seguía. A Alejandro la estampa le resultó familiar. Dejó de escuchar a Eva para intentar averiguar de qué conocía a esa gente. Al pasar a su lado, un aroma le rozó la nariz y no pudo reprimir un exaltado “¡Irene!” Ella se volvió, tardó unos segundos en reconocerlo: “Vaya, Alejandro. ¿Cómo estás?” Su frialdad no fingida, su seguridad al dirigirse a él le dejaron claro lo que él había significado en su vida. Rápidamente, presentó a sus hijas y a su educado marido y él imitó los convencionalismos. Conversación trivial de dos personas que hace mucho que no se ven, nada más. Al despedirse, ni siquiera se besaron en la mejilla. Todo transcurrió de un modo correcto y educado, frío y distante. Alejandro se sintió como un iluso, como un niño al que engañan jugando a las canicas. En el fondo de su alma, le hubiera gustado ver en sus ojos un poco de brillo, del calor con el que le miraba mientras le explicaba la historia de la Tour Eiffel; hubiera deseado intuir un atisbo de humedad en sus ojos negros. Pero sólo se percató de la realidad, de que ya era ese viejo verde en el que temía poder convertirse; de lo duro que es estar en lo cierto, pues a ella ya no le hubiera atraído; de lo subjetivo que son los recuerdos, pues seguro que Irene no le recordó de la misma manera ni siquiera durante un año, quién sabe si durante un mes. De lo único de lo que se alegró fue que, ante tanto formalismo, Eva no pudo haber sospechado nada. En silencio, caminaron hasta la casa del cuñado.
Un respingo le sacudió la espalda al oír la exclamación de Alejandro. Ella sí que pudo ver en los ojos de su marido todo lo que él no vio en los de Irene. Entonces, entendió su comportamiento tan extraño de unos días atrás, supo que pensaba en ella, que aún le trastocaba, que aún tenía poder sobre él. Pero no había peligro, ella no sentía nada por él. En su propio dolor, pudo sentir lástima por Alejandro, por la desilusión que el reencuentro le había causado. Ver con claridad una situación, percibir la luz necesaria para resolver ciertas dudas o sospechas puede resultar muy doloroso. Entre tanto descubrimiento desconcertante, le sobresaltó, sin venir a cuento, una instantánea. No podía descifrar los extraños modos de reaccionar y relacionar que tiene el cerebro humano, pero, nítidamente, como si la estuviera viendo en ese momento, la escena de la película de Ben-Hur, al comienzo cuando se encuentran los dos protagonistas, se le presentó en su mente. No pudo entender el porqué.
© Anabel

domingo, 1 de julio de 2007

Hoy he querido ser vid


Hoy he querido ser vid, vid de tronco retorcido y escamoso, con ramas largas, extensibles, repletas de racimos madurados al sol, cuidados por cariñosas manos ajadas de tanto acariciar uvas. Madre del elixir de los hombres, productora del mejor acompañamiento a cualquier celebración, generosa en felicidad. He deseado ser vendimiada, que las mismas manos que me han podado y vigilado durante meses me arrancaran con delicadeza el fruto de mis entrañas, los hijos de la alegría de los humanos. He querido introducir mis pies en el suelo, enterrarme hasta la cintura, estirar mis brazos y que de mis dedos surgieran granos de uva a borbotones, burbujas preñadas de sabor a tierra, a luz, a rosas y a frutas. He deseado contagiarme del esmero con el que un proyecto puede convertirse en arte, en arte y en vino, en vino y en arte. Enate.
En esta bodega además de excelente vino se produce mucho arte, arte que no sólo consiste en criar viñedos, en elaborar caldos, sino en potenciar artistas y obras, en extender la cultura. Tan pronto te encuentras rodeado de casi cuatro millones de botellas y otras tantas barricas, como de cuadros y esculturas que redondean “…un olor a vino y ámbar (que) viene de los corredores…” (Federico García Lorca, ‘Romancero gitano’).
Hoy he querido ser arte.
© Anabel

jueves, 28 de junio de 2007

La casita de muñecas


Siempre había deseado tener una casita de muñecas. Todas las vísperas de Reyes se acostaba mucho antes que sus hermanos, aunque, como ellos le recordaban, no podría dormirse. Y es que era tal su excitación mientras imaginaba cómo podría ser su casita que, hasta bien entrada la madrugada, Andrea no conciliaba el sueño.
Cumplió los 10 años y los Reyes Magos todavía no le habían concedido su deseo. Estaba aburrida de muñecas Nancy y vestidos, juegos de mesa y libros. Quería una casita de muñecas donde poder construir su propio mundo, su particular universo pequeñito, donde sus muñequitas siempre estuvieran bajo techo, en la cama si era de noche y en la mesa si tocaba comer, no todas revueltas y amontonadas en una desvencijada caja de cartón. No lo entendía, le parecía injusto pues sus amigos pedían muchos regalos y ella sólo uno, nada más que uno. Además, era una niña obediente y aplicada, que atendía en clase y sacaba buenas notas, que hacía caso a sus papás y cuidaba de sus hermanos cuando era necesario. ¿De qué le servía portarse bien? Hasta su hermano Hugo, que era un mal estudiante, había recibido una pelota de fútbol reglamentaria con la que jugó toda la mañana de Reyes en la plaza. Andrea pasó esa misma mañana viendo desde el balcón del comedor cómo disfrutaba su hermano, sin abrir siquiera su fantástico estuche de dos pisos. Observó, con celos, su energía al chutar y su orgullo al elegir a quién se la dejaba, e imaginó lo feliz que podía haber sido si los Reyes Magos se hubieran leído la carta. Porque sólo podía existir esa explicación: los Reyes Magos de Oriente, saturados por el trabajo de repartir juguetes a todos los niños del mundo, no habían podido leer atentamente su misiva y supusieron que querría lo más habitual. El año anterior, siguiendo esta teoría, escribió una escueta e inequívoca carta: QUERIDOS REYES MAGOS, SOY ANDREA SOLER ARÓSTEGUI Y SÓLO QUIERO UNA CASITA DE MUÑECAS, esto último con letras más grandes todavía que el resto y en color rojo. Pero Andrea tampoco recibió ese año su ansiado presente, tuvo que conformarse con una pluma, un diario decorado con vistosos colores y dos vestidos de noche de la Nancy, eso sí, con sus correspondientes complementos. Si por aquel entonces se hubiera estilado la palabra depresión, ésta hubiera sido la descripción exacta a su estado de ánimo. Algo dentro de ella le apremiaba, le decía que se le acababa la niñez, que dentro de poco, tal vez uno o dos Reyes más, ya no le dejarían pedir juguetes, le argumentarían que ya era casi una mujer y que habría de pensar en otro tipo de regalos como ropa o zapatos. Se le acababa el tiempo, se le acababa la niñez.
El año en que cumplió 11, Andrea se hizo mujer. Fue una tarde calurosa de verano, mientras jugaba en el patio con sus amiguitas resguardadas de la solanera. Un tenue pero molesto dolor le había acompañado por la mañana; pensó que se habría resfriado el vientre. No se quejó para no tener que oír decir a su mamá “eso te pasa por no hacerme caso, Andrea, ya te dije que no te comieras los helados tan deprisa.” Pero cuando sintió un leve pinchazo y una humedad irreprimible en sus bragas, se inquietó. Abandonó la partida de cartas y se subió a su casa con el pretexto de que se estaba haciendo pis. A pesar de que su madre ya le había puesto al corriente, se asustó bastante al ver una mancha de sangre en su blanca ropa interior. Mientras su madre le daba las instrucciones precisas para colocarse las compresas, le comentó, no sin cierto reparo, otros temas vitales. Lo de la reproducción humana no le sorprendió demasiado pues en el colegio algo se comentaba sobre el asunto, aunque ella no le había dado credibilidad y pensaba que eran las guarradas típicas de Enrique, “El cometizas”. Pero lo que le sorprendió, no, mejor dicho, lo que le hirió fue confirmar sus sospechas sobre la identidad de los Reyes Magos. Alguna noche de Reyes había oído ruido de armarios y cajones, y alguna risita entrecortada de su madre que provenía del comedor, donde estaba el árbol, donde aparecían los regalos. Pero Andrea nunca quiso creerlo: sus padres le habrían regalado la casita de muñecas pues conocían que este era su máximo anhelo. Así que, tras cambiarse las braguitas, Andrea volvió al patio de donde había salido como una niña, recién llegada a una nueva etapa de su vida y con la primera gran decepción en su bolsillo. El juego ya no la entretuvo.
Pasaron los años y Andrea siguió su transformación hasta convertirse en una joven estudiante universitaria. Quería construir casas para la gente. Las nuevas tecnologías le fascinaban y pensaba utilizarlas en sus proyectos siempre bajo los dictados de la arquitectura sostenible. Edificios ecológicos, inteligentes y autosuficientes, esa sería la idiosincrasia de sus trabajos. Empezó en el despacho de un importante arquitecto precedida por sus excelentes calificaciones y pronto obtuvo un puesto importante gracias a la brillantez de sus ideas.
Sus padres se habían jubilado y tenían planes para el resto de su vida. Estaban cansados de la ciudad; pensaron vender el piso y trasladarse al pueblo donde tenían un pequeño terreno que había sido la era del abuelo Federico. Allí construirían una casa con los ahorros de toda su vida. Pensaron que quién mejor que su hija para que les hiciera los planos. Andrea empezó el proyecto ilusionada de poder dar a sus padres un último hogar. Sería confortable y de bajo mantenimiento, pensaba aprovechar la energía solar y una buena orientación del edificio; un jardín pequeño pero suficiente para proteger y refrescar la casa, que no necesitara muchas atenciones ni excesiva agua; sin escaleras y con puertas más anchas para poder pasar con sillas de ruedas, si llegara el momento… De repente, se enfureció, rompió los bocetos que había estado confeccionando durante toda la mañana y se puso a llorar como no lo había hecho desde la niñez.
Transcurrieron varias semanas y Andrea no terminaba los dibujos de la casa de sus padres. Argüía que no tenía tiempo, que tenía mucho trabajo, que el jefe le exigía rapidez y dedicación. Excusas para no tener que enfrentarse a la verdad: no podía hacer ese proyecto porque sentía rencor, era incapaz de trabajar así; le asaltaban los remordimientos por mantener el resentimiento hacía sus padres por algo sin importancia que sucedió cuando era niña, pero ese encargo le había descubierto que tenía una espinita clavada en lo más hondo. Sabía que aquel sentimiento era anacrónico como mínimo, pero su corazón seguía dolorido sin atender a razones adultas.
Así que se rindió. Acabó los planos en un mes; la casa contaba con los últimos adelantos de aprovechamiento de energías renovables, era cómoda, adecuada para una pareja de jubilados y bonita, muy bonita. Andrea les prometió que se haría cargo de los posibles gastos extras, pero a condición de que no fueran a ver el desarrollo de la obra hasta que estuviera acabada, ellos no tenían porqué preocuparse por nada.
En una fría mañana de un seis de enero, Andrea enseñó a sus padres su regalo de Reyes. Estaban tan ilusionados e impacientes que sólo acertaban a preguntar: “¿Es bonita, hija?” A lo que Andrea les contestaba invariablemente: “Muy bonita.” Al llegar, bajaron los tres del coche. Andrea se dirigió a la valla de madera blanca que rodeaba el terreno, tras ella un seto alto cubría la visión de la casa. Al adentrarse por el caminito de piedras se observaba un edificio de una sola altura, la fachada pintada de color rosa, con balcones blancos, con cortinas de colores chillones y macetas repletas de flores rojas; el jardín estaba muy bien cuidado lleno de enanitos de cerámica, varios bancos de hierro forjado y un carrito lleno de macetas de multicolores flores; un pequeño porche con un columpio blanco cubría la puerta de entrada a la casa que era blanca también y donde relucía una gran aldaba dorada; el tejado era de pizarra negra, tenía dos ventanas redondas que pertenecían al desván, con sus correspondientes cortinas, y una gran chimenea. Su madre, entre emocionada y atónita, exclamó:
- ¡Pero, hija mía, si parece una casita de muñecas!
- A que sí, mamá –dijo Andrea con un gran sonrisa de niña complacida.


© Anabel

miércoles, 23 de mayo de 2007

Debajo de la cama

Lo que me rodea huele a limpio.
Es aquello por lo que durante tanto tiempo luché, que tanto tardé en conseguir, en mantener. Cada cosa en su sitio, sin cabida para algarabías imprevistas, ni gestos altisonantes. Familia bien avenida, matrimonio pulcro, hijos independientes. Los armarios ordenados, los cajones recogidos, las papeleras vaciadas de lo inservible. Merodeo por cada habitación y cada rincón buscando qué lustrar, qué organizar.
Todo está bien.
Hay un lugar por el que no me asomo desde hace mucho. Me arrodillo y miró un poco temerosa de encontrar algo más que polvo y borra. Un bulto grande, en medio del hueco de debajo de mi cama, aparece donde ya no debía haber nada. “¿Aún estás ahí?”, exclamo sin poder contenerme. Estaba convencida de que ya te habías ido, de que ya me habías abandonado, de que ya no tenía sentido que permanecieras escondido. Alargo la mano y te toco, me estremezco. Te agarro por tu brazo y te estiró hacia el borde de la cama; con las dos manos te saco completamente fuera. Estás cubierto de una fina capa de polvo que sacudo rápidamente.
Tienes los ojos tan azules todavía.
Tus carnosos labios entreabiertos, dispuestos, como la última vez que nos vimos, a decirme “ven conmigo, déjalo todo; sólo yo te puedo amar así”. Tu pecho fornido y levemente velludo, atlético torso en el que tantas veces me perdí; brazos fuertes que defienden de posibles dragones cotidianos; pene erecto, decidido a proporcionar un placer infinito; piernas largas y bien formadas, capaces de correr grandes distancias por un amor, un amor imposible. Enredo mis dedos en tu pelo ondulado que te empeñas en engominar, con lo que me gustan tus suaves rizos libres y sueltos. Mi corazón me pide a gritos lo que mi cabeza me niega: sé que no puede ser, pero te deseo de una manera tan irreal que todo es posible.
Estás tan vivo.
No puedo reprimirlo más. Comienzo a besarte con desespero, empiezas a susurrarme “no te vayas, déjalo todo” y me aventuro en tu cuerpo en busca de las razones que casi impidieron que te abandonara. Y las encuentro todas y cada una de ellas, y las acaricio, y las bebo…
Me olvido de en dónde estoy, de quién soy.
Tras el orgasmo, me rindo sobre la cama unos segundos en los que sólo oigo mi respiración entrecortada. Mi lengua se pasea por unos labios que no han sido besados. Se escapan las lágrimas. Me pongo bocabajo y aporreo con los puños la inocente almohada.
© Anabel

sábado, 12 de mayo de 2007

Bajo la ducha



Gotas dulces y saladas se fusionan.
Moléculas que se adaptan a mi cuerpo,
me acarician y me abrigan,
me esconden del mundo.
Cascada que consuela
que renueva,
que arropa.
Agua
Clara
Pura

Límpiame
Ahora
Ya

Gota tras gota,
gota a gota.
Gota,
go
ta

G
o
t
é
a
m
e
.
.
.


© Anabel

miércoles, 9 de mayo de 2007

Me gustaría invitarte a un café



Me gustaría invitarte a un café.
Saber si lo tomas con leche o con dos azucarillos.
Adivinar cuántas vueltas vas a darle a la cucharilla.
Ver cómo intentas enfriarlo soplándole tu aliento.
Cómo te acercas la diminuta taza, con cuidado de no mancharte.
Oír el tintineo de la loza al dejarla sobre el plato.
Observar la lengua que limpia la espuma de tus labios.
Compartir un espacio tan pequeño sólo contigo, frente a frente.
Mirar mi reflejo en tus ojos.
- Bueno, ¿qué te pasa?
Y tener el valor de contestarte:
- Sólo me pasas tú.




© Anabel

jueves, 3 de mayo de 2007

En un sexto piso

Me he criado en un sexto piso con unas vistas magníficas.

Desde el balcón de comedor se podía ver toda la plaza Santa Clara, que había sufrido múltiples transformaciones desde los años 30 cuando era un mercado de ganado. La plaza debe su nombre al convento de clarisas que estaba justo en frente de mi portal. Se distinguían perfectamente las partes del mismo: iglesia, celdas, jardines, cultivos… A las monjas, que eran de clausura, únicamente se las podía ver a través de la reja situada en la parte trasera de la iglesia o desde mi balcón, donde las miraba trabajar el huerto, en el lavadero y tañer las campanas. Ninguna grabación, auténtico toque de campanas. Echo tanto de menos ese sonido. Detrás del convento, sólo campos, parcelas, árboles.

Siempre pinto las montañas de azul. Recuerdo que de niña me decían que por qué no las pintaba de marrón o verde. Desde la galería de la cocina la panorámica era fantástica: toda la sierra de Guara imponente y en tonos azules y blancos, en invierno. ¿Cómo iba a pintar las montañas de otro color? Un poquito más cerca, Montearagón, maltrecho castillo que todavía se resiste a ser asaltado por el tiempo y el abandono. Mi padre le pidió a mi madre que se casara con ella en semejante enclave durante una excursión. Hoy en día, en un lugar escogido de mi casa, tengo una reproducción de Beulas del castillo de Montearagón, y es en tonos azules y grises. Más hacia la derecha, la ermita de Salas a tan sólo un kilómetro. Salas, el lugar más concurrido en las noches de verano para ir con la pareja.

Y desde el ventanuco, totalmente ilegal, de la despensa se podía admirar la cúpula y el campanario de la Basílica de San Lorenzo, nuestro santo patrón. Campanas, campanas otra vez, acompañadas por los traqueteos de los madrugadores tractores que emprendían su jornada laboral conducidos con lentitud pasmosa por los agricultores de la calle San Lorenzo hacia la huerta.
© Anabel

domingo, 29 de abril de 2007

El Don


Según Jonás, todo el mundo tenía un don. Lo que ocurría era que la mayoría no estaba preparado para desarrollarlo, bien porque lo ignoraba o porque no creía en ello o bien porque le daba miedo. Si algo tenía claro Jonás era que existía Dios, pero no era un dios cualquiera, era su Dios, el todopoderoso y magnánimo, el de la Biblia. Tanto en su mesilla de noche como en el bolsillo del pantalón que llevase puesto, siempre había una Biblia; además de la que poseía en la caseta del cementerio.
Invariablemente se ponía como ejemplo cuando tenía que demostrar su teoría: su don consistía en saber cuándo iba a morir alguien. Teniendo en cuenta que era enterrador, el don le resultaba extremadamente ventajoso pues podía adelantarse a la noticia y tener la tumba o el nicho preparado con cierta antelación. De hecho, los del pueblo, que sabían de su habilidad, temblaban cada vez que lo veían con la pala al hombro dirigiéndose a comenzar una fosa.
Uno se puede asombrar ante tanta superstición, pero en los quince años que llevaba ejerciendo su profesión, no había fallado ni una vez, uno u otro caía en el hoyo. Debido a su exactitud, en el pueblo, era toda una figura, casi se diría que era el cuarto poder: el alcalde, el cura, el general retirado que pasaba sus veranos en el chalet a la entrada del pueblo y Jonás, el enterrador, que había desplazado en importancia al maestro, entre otras cosas, porque actualmente los que llegaban al pueblo eran interinos y cada año había uno diferente. Aunque era un hombre sin estudios, era escuchado en el pleno del Ayuntamiento, incluso el cura le pedía su opinión sobre algunos aspectos:
- ¿Crees que debo decir en el responso que era un hombre bueno, Jonás?
- Verá, señor cura, bueno, bueno… Pero a su mujer le sentaría mal que no lo dijera, a pesar de las palizas que ha recibido.
Sí, porque se me olvidaba decir que, además de saber que una persona iba a morir, mientras iba haciendo el foso iba intuyendo datos del difunto; muchas veces la propia familia se sorprendería de lo que Jonás llegaba a averiguar. Por lo demás Jonás era una persona de vida rutinaria, de carácter sosegado y, lo que se podría decir, normal a simple vista. Su don no le había envanecido, actitud que sus vecinos siempre habían tenido en cuenta.
Mi historia comenzó cuando la dirección del periódico de la comarca me encargó hacer un artículo sobre Jonás, su fama había transcendido a la provincia y, como no era un tema relevante, me enviaron a mí, que estaba en prácticas, para que fuera adquiriendo experiencia. Cuando me presenté y le dije lo que quería, me contestó:
- Hijo, no me importa que me sigas en una jornada de trabajo pero con la condición de que dejes bien claro que es Dios quien me ha dado el don y que es en su nombre que lo utilizo. También deberás reseñar que todos poseen uno y que han de intentar encontrarlo y hacerlo servir para demostrar al mundo la grandeza de Dios.
Como no me pareció un requisito importante y todas sus creencias, en el artículo, saldrían directamente de su boca, asentí.
- De acuerdo, ven mañana a las siete.
- ¿A las siete de la tarde?
- No, -contestó pausadamente-, de la mañana.
En un cementerio con una capacidad reducida y sin el aviso de ninguna muerte, al menos de momento, me pareció un madrugón, pero, como necesitaba la entrevista, a las siete en punto estaba entrando por la verja de la puerta del cementerio.
Jonás se encontraba en la caseta, tosca pero limpia, leyendo la Biblia.
- Buenos días, Jonás.
Tras unos instantes, cerró los ojos, masculló algo que no entendí, cerró el libro sagrado y me contestó:
- Buenos días, muchacho. Estaba rezando. ¿Sabes qué es eso?
No supe muy bien si se trataba de una pregunta retórica o, por el contrario, si no contestaba, temía que se lo tomara como un signo de mala educación.
- Pues claro que sé que es rezar: es hablar con Dios.
- Muy bien, caballerete, y ¿lo haces? ¿Hablas con Dios alguna vez?
Aquí empecé a sentirme incómodo, el que debía hacer las preguntas era yo.
- Bueno Jonás, creo que eso importa poco. Ya veo que usted es un hombre piadoso y lo respeto, no tenga ninguna duda. Pero yo estoy aquí para hacerle una entrevista para mi periódico y para, de alguna manera, a través de usted propagar el nombre de Dios, al menos, por la provincia.
Esto último pareció gustarle porque se olvidó del interrogatorio y empezó a mostrarme su trabajo.
Lo primero que hicimos fue limpiar los sepulcros de los que no tenían parientes y los caminos del cementerio, así como regar unos pequeños jardines que había a la entrada. Después, empezó a mira el cielo, primero muy espaciadamente, pero, a partir de las nueve, le echaba un vistazo cada cuarto de hora.
- ¿Va a llover Jonás? Parece que le preocupa.
- No, no va a llover. ¿Sabe por qué miro el cielo? –Sin esperar mi respuesta, prosiguió: -Porque en el cielo están escritos los mensajes, a través de ellos conozco la voluntad de Dios.
- Vaya, ¿y qué le dicen? –pregunté bastante escéptico.
Pero no me contestó, seguimos arreglando tumbas y macetas hasta bien entrada la mañana. Entre flor y lápida, me explicó su vida:
- Fui camarero en la capital durante muchos años. Tal vez, el haber estado tanto tiempo detrás de una barra, me haya servido como entrenamiento a la hora de escuchar el alma de los muertos. Me enamoré y me casé con una maravillosa mujer con la que tuve dos hijos. Al caer enferma de cáncer, decidimos regresar al pueblo. Aquí, me ofrecieron el puesto de enterrador y, tras mucho darle vueltas, no creas que me hacía mucha gracia pero no había otro trabajo, decidí aceptarlo. A los pocos meses, se me murió. Tuve que cavar su propia tumba. Aprovechaba mi profesión para estar siempre al lado de la sepultura de mi mujer, para hablar con ella, eso hacía que me sintiera menos solo. Y así, poco a poco, por lo que yo creía que era pura casualidad al principio, adivinaba que alguien iba a morir. Con el tiempo y la experiencia, empecé a observar que las cosas ocurrían según el estado del cielo: el cielo es el papel donde Dios me escribe sus mensajes. Según están las nubes, su forma, color, tamaño y cantidad, sé si se trata de uno o más, de un hombre o una mujer, joven o viejo, buena persona o no, etcétera. ¿Ves, -me señaló con el dedo una nube muy alargada y delgada, de un blanco inmaculado- ésa que está encima del ciprés de la parte de atrás? Eso significa que un hombre va a morir hoy.
A mí se me pusieron los pelos de punta y un escalofrío recorrió mi espalda. Y sin decir nada más, cogió su pala y comenzó a cavar.
- Pero, ¿no espera que se lo confirme alguien?
Jonás no escuchaba, estaba concentrado en su labor. Cogí otra pala e hice el ademán de ayudarle.
- No, he de hacerlo solo. Sabes, la tierra que remuevo también me aporta información. Estoy viendo que es un hombre trabajador y muy terco, me cuesta clavar la pala.
Sólo paraba para secarse el sudor de la frente mientras observaba la trayectoria de la nube que era empujada por el viento y que se disponía a pasar por encima de nuestras cabezas. Era como si hubiera entrado en trance.
- Así, así está bien. Éste es el lugar idóneo.
Me pareció que cualquier otro lugar hubiera sido igual de adecuado pero no interrumpí su labor en ningún momento; mentalmente, iba grabando todos los gestos y palabras que decía para poder transportarlos después a un papel.
De pronto, cuando parecía que había acabado el agujero, que se me antojaba pequeño, me agarró con fuerza del brazo y, con unos ojos vidriosos y un tono de voz que nunca olvidaré, me dijo:
- Aquí lo tienes, es todo tuyo. Aunque quieras no podrás escaparte de él, aunque quieras huir no podrás, la mano de Dios es infinita. Reza, caballerete, reza.
Cayó de bruces sobre la tumba que él mismo se había cavado.
En cuanto recobré el dominio de mi aterrorizado cuerpo, salí corriendo hacia el Ayuntamiento y le conté al alcalde lo ocurrido. Él lejos de sorprenderse, exclamó:
- Vaya, vaya. O sea que tú eres el nuevo enterrador.
- ¿Cómo? –balbuceé.
- Hace algún tiempo me dijo Jonás que quien me comunicara su muerte sería su sucesor, no sólo en el puesto, sino también en su don –cogió el teléfono y marcó un número-. No te preocupes, ahora daremos sepultura al bueno de Jonás, luego ya hablaremos. Anda, anda, ve a prepararlo todo.
Y aquí me tienes 20 años después cavando una tumba al lado de la de Jonás y su mujer.
- ¿Qué te parece mi historia, caballerete? Por cierto, ¿sabes rezar?
© Anabel

viernes, 6 de abril de 2007

No se es alma blanca por gusto



No se es alma blanca por gusto. Dios te zarandea en tu tumba y te estira de los omoplatos hasta que se convierten en alas. En mi caso, Dios debía tener mucha prisa porque no estiró lo suficiente y se me quedaron un poco cortas. Por eso, estoy haciendo régimen, ya no como tantas nubes. Luego me ordenó que bajara a la tierra a solucionar un par de entuertos y me dio un empujón, ser dios tiene sus privilegios. El aterrizaje fue un poco accidentado, todavía no he perdido todos los quilos que debiera en proporción con la envergadura de mis alas. Mientras descendía, pude observar que entuertos había en demasía, tantos que era muy complicado elegir, y teniendo en cuenta lo raros que somos, perdón, sois los humanos, ninguno de fácil resolución. Así que decidí tomarme un respiro y estudiar el terreno. Primero fui a visitar mi casa, tenía cierta curiosidad por ver cómo soportaban mi pérdida.
Por fuera, la casa seguía igual. Me sorprendió el buen estado del césped, siempre había sido uno de nuestros motivos de pelea favoritos. Atravesé la puerta de entrada, las almas blancas hacemos cosas así, y me acerqué a la cocina. Allí estaba mi mujer preparando la comida. “Esto de no verla en bastante tiempo hace que la encuentre más guapa… Vaya, no me había dado cuenta que tuviera ese culo, coñ…, perdón Señor, retruécanos, qué tetas. Si la hubiera visto con estos ojos no me hubiera muerto. ¡Atchís!” No había acabado de maravillarme cuando de pronto veo entrar a un adonis en pantalones y con una tijera de podar en la mano, “¡atchís!”, que la agarra de la cadera, le mete la lengua hasta las amígdalas y le arranca la blusa dejando al aire, ¡alabado sea Dios!, sus tetas. Si no hubiera sido por lo indignado que estaba y porque no tenía pene, me hubiera empalmado. Desesperado y excitado, mentalmente, subí a las habitaciones de mis hijas en busca de recuerdos más agradables y llevaderos. “¡Atchís!” No podía entender a qué venían esos estornudos. La habitación de la mayor se encontraba extraordinariamente recogida y limpia, lo que entendí al localizar una foto en la que mi hija estaba vestida de novia al lado del pamplinas de su novio. “Me voy de casa y esto se desmorona.” Fui a la de mi hija pequeña, ésta debía vivir aún en casa porque su habitación era un horror, parecía el campo de una batalla recién acabada. “Bueno, por lo menos esto sigue igual”. Oigo que alguien llega y bajo esperanzado que sea mi hija; al bajar las escaleras, “¡atchís!”, algo peludo, negro y de cuatro patas me atraviesa las piernas haciéndome perder el equilibrio. El animal aquel se lanza sobre mi hija y la enciende a lametazos. “¡Atchís! ¡Qué asco! Estaban esperando que me muriera para comprarse un perro.” Si todo hubiera quedado allí, me hubiera dedicado a mi misión y me hubiera ido en busca de graves conflictos internacionales, un tanto decepcionado, eso sí. Pero no, la cosa no acabó allí. Tras quitarse de encima al chucho, mi hija tuvo que aguantar que le babeara el adonis sin camiseta y pastilla de chocolate por tripa.
- ¿Qué haces? Que nos va a ver mamá.
- No, tonta, que se ha ido a comprar. Tenemos tiempo de echar un polvo, caramelito.
“¿¡Caramelito!? Pero este gilipollas de mierda, perdón Señor, ¿qué se ha creído? Esto es un conflicto como la copa de un pino y lo voy a solucionar. Sí, Señor. ¡Atchís!” Este último estornudo me dio una idea que ni venida del cielo.
Al cabo de pocos días me encontré al adonis, no convertido en un Dios, pero lo más parecido que podía aspirar en muerte. Como si lo acabara de conocer le pregunté por su fallecimiento, desafortunado sin duda por su joven edad. Y él, apesadumbrado, me contó su historia mortal.
- Pues es un poco raro de explicar porque ni yo mismo lo tengo muy claro, me parece un sueño. La señora me contrató para que le cuidara el jardín, le paseara el perro y algún que otro servicio más. La verdad es que tras la operación, casi milagrosa diría yo, hacerle servicios era bastante sencillo y se convirtió en una tarea diaria. Me enamoré de la hija pequeña, pero no dejé de servir a la madre. Luego, misteriosamente, empecé a sentirme atraído por la hija mayor, lo que todavía hoy no entiendo. Fui a trabajar un día que había reunión familiar e intenté hacérmelo con la mayor en la despensa, con tan mala suerte que a su marido se le antojaron unas nubes de azúcar, y eso que era diabético. Nos pilló en pleno jolgorio. El tío se puso hecho un diablo, me sacó a empujones fuera de la casa, a pesar de que es un enclenque. Yo no podía reaccionar, estaba paralizado. Para redondear el asunto, la mierda de chucho éste mordisqueándome los tobillos. En fin, entre empujones y puñetazos llegamos a la calle, y con el fragor de la pelea no vimos el camión de reparto del súper, ni él nos debió ver a nosotros porque ni siquiera frenó. Total: el chucho y yo morimos y el inútil del cornudo se queda tetrapléjico, con lo que le da tal soponcio a la hija mayor que ha pillado una depresión de caballo y se han tenido que mudar a casa de su madre para que les cuide. La pequeña viendo el panorama ha decidido hacerse monja y la madre, en su desesperación no para de repetir: “¿Por qué te fuiste Manolo?” Y yo me sigo preguntando: ¿qué cojones le vi a la mayor si es fea como un pecado?
- Cada cosa en su sitio; entuerto solucionado.
- ¿Qué dice?
- Que son cosas que pasan, hijo. Por cierto, te aconsejo que no digas tacos, a Dios le pone muy nervioso.
Creo que he sido mejor en vida que muerto, pero nunca es demasiado tarde para aprender. Lo malo es ¡atchís! que las alergias no se van con la muerte y tengo al chucho a mi vera por toda la eternidad, yo creo que ha sido idea de Dios.

© Anabel