sábado, 21 de junio de 2008

Deseo

Sopesó tomar una pastilla de las de su mujer, pero era reacio a dejarse llevar por la química, a dejarse ganar por la desidia. Le esperaba una jornada dura, tenía que presentar el plan trimestral ante los nuevos jefes, dos alemanes con pintas de no dejarse persuadir. El proyecto era bueno, sólo había un punto que no le terminaba de convencer y no paraba de darle vueltas. Eligió la opción de ver la televisión. Una chica mona insistía en que los telespectadores llamaran a un número que repetía constantemente. Nada espectacular, pero su desparpajo y gracia le dotaban de la presencia necesaria para llenar la pantalla. Un resorte saltó e, inmediatamente, cambió de canal. Blanco y negro; chica rubia platino y chico malo con sombrero de gánster forcejean, al final, la rubia cede y cae en los brazos del traje a rayas. Oprimió otra tecla del mando. Daba igual, estaba en todos los canales: o en el color del pelo, o en las sonrisas, o en los ojos, o en los besos… ¿A quién quería engañar? No era el informe lo que le quitaba el sueño, no era el informe lo que le impedía comer, no era el informe. Apagó el aparato. Puso la cabeza entre las manos, agitó su cabello negro intentando poner en orden los deseos que galopaban desbocados por su cuerpo que volvía a enervarse pensando en ella. No lo podía creer, si hace unas semanas se lo hubieran dicho, se hubiera reído a carcajadas, se hubiera burlado del ignorante mensajero que asegurase que él, Juan José Mir Ayuso, se iba a volver loco por una limpiadora. Allí estaba, en el sofá de su comedor, a las cuatro y media de la mañana, despierto, excitado y desolado. Nunca hubiera imaginado que un sentimiento de deseo tan profundo infundiera tanta soledad, una soledad masticable e inacabable, ni siquiera se paliaba en compañía de sus hijos o de su amada mujer. Era cierto, la amaba, la había elegido como compañera de vida, como la madre de sus hijos. La culpa, la culpa atenazaba sus puños, hubiera roto los cristales de la ventana, pero se tuvo que conformar con pegar a los cojines. Si fumase, hubiera sido un buen momento para encender un cigarrillo y echar con el humo su deseo contenido. Se asomó a la ventana a comprobar que la ciudad seguía allí, a pesar de su sufrimiento: los semáforos funcionaban para los fantasmas y alguna que otra alma salía al balcón a pasear su vigilia como él. Y el calor, ese maldito calor.
Regresó a la cama, sintió el cuerpo caliente de Candela. La abrazó con delicadeza para que no se despertara.
-¿Qué te pasa Juanjo?
-Nada, que te quiero mucho –y la besó de forma instintiva, como quien dice buenos días por la mañana.
Candela encontró placentera la mezcla de somnolencia y besos con la que su marido la estaba regalando y se dejó llevar. Bajo los tenues rayos de sombra que la persiana lanzaba sobre las sábanas, Juan José mitigó su sed en un cuerpo que no deseaba.

La reunión había colmado todas las expectativas, los jefes estaban muy satisfechos con el trabajo realizado y el plan para el próximo trimestre les agradó mucho. Así que hoy, Juan José sólo tenía que terminar de dar un par de ajustes al tema y habría acabado, podría estar en casa antes de las once. Pero no iba a estar. A las once y cinco apareció por la puerta.
-Buenas noches, don Juanjo. ¿También hoy tiene que trabajar? Sí que hace horas.
-Buenas noches, Leticia. Sí, sí hoy también, ya ves –la oficina se había esfumado de la vista de don Juanjo; todo había adquirido el tono verde de su bata, de las letras bordadas a máquina con el nombre de la empresa de limpieza sobre su pequeño pecho.
-Al menos se las pagaran mejor que a mí, eso seguro ¿no, don Juanjo? –se inclinó sobre su carrito para sacar la aspiradora.
-Bueno, según se mire… -ya sólo veía esa bata moverse por los escasos metros cuadrados del despacho, los contoneos, los suspiros que elevaban sus delicados pechos, la mínima largura que dejaba entrever lo justo para desear ver más allá de donde acababan las piernas desnudas.
-Siga, siga, por mí no deje de trabajar. Si quiere me voy y vuelvo más tarde –mascaba chicle con la boca abierta dejando ver cómo la lengua lo mareaba por la cavidad.
-No, no, así descanso un poco, sigue, sigue… –un globo estalló sobre los labios de Leticia y ella, con una risita apagada, se fue despegando el chicle que había quedado en la naricilla, en las comisuras.
Cogió el mango del aspirador con gran dedicación, volcándose sobre él como si la potencia del motor aumentara cuanto más arriba quedara su trasero respingón. Juan José empezó a tener mucho calor, mucho calor. Leticia pasó el ruidoso aparato únicamente por delante de la mesa, el resto no se pisa, ¿no cree, don Juanjo? Juan José asentía.
-¿Le repaso el polvo a la mesa, don Juanjo? –y una bayeta amarilla era el preludio a unas vistas insinuantes de un escote joven y turgente.
Juan José deseó tirar todos los papeles al suelo de un manotazo, cogerla por los brazos y tumbarla sobre la mesa, forzarla, si hiciera falta, y arrancarle la maldita bata verde para ver los pechos de su insomnio, para tocar las nalgas de su pecado, porque sabía que, al final, caería rendida como la rubia platino de la peli del gánster. El bolígrafo se le resbaló de entre los dedos y Leticia no pudo reprimir una risotada presuntuosa, holgada y redonda. La miró a sus ojos punzantes como cabeza de alfiler y ella se dio la vuelta para seguir quitando el polvo a la librería de en frente.
-Bueno, ya he acabado. Hasta mañana, don Juanjo –y la bata abandonó el despacho.
Juan José cogió el teléfono.
-¿Alberto? Sí, sí, la reunión ha ido estupendamente… No, no te llamaba por eso. Escucha, sabes quién es Leticia, ¿no?… Sí, la hija de Luisa, la limpiadora que se jubiló hace un par de meses, sí, esa… Verás, hay que despedirla, sí, sí, como lo oyes… No limpia nada, desde que ella se encarga de la oficina está todo mucho más sucio… Sí, sí, por eso, si aún está en prácticas, menos problema… Vale, mañana hablamos, adiós.
Colgó el teléfono con una sonrisa resentida. Se ajustó la corbata, ya no hacía tanto calor.
© Anabel

sábado, 14 de junio de 2008

Un beso en la mejilla




- No, no llevo bragas… -se sonrojó- es que con estos pantalones sólo se pueden llevar tangas y son tan molestos…-la lengua la acalló sin piedad, hasta el fondo-.
Hablaba sin parar, dando más explicaciones de las necesarias, dejando los nervios en los sonidos sin sentido que se le escapaban por la boca. Laura sintió alivio al besar su lengua, le tranquilizó como el Valium de las noches eternas que le echaba una cortina sobre la cama, esterilizándola de los malos pensamientos y peores recuerdos. Así, con ese alivio renovador continuó besándole por entero, sin dejar un resquicio de su cuerpo. Descubrió su vello axilar y un par de pecas en los omoplatos, encontró dulces cosquillas en sus pestañas y olor a madera tropical en su pubis; disfrutó con sus pezones y con su pene que la convirtió en la mujer única del momento. Le hubiera gustado preguntarle si él había disfrutado, haberle dicho que ella sí, que hacía mucho tiempo que no tenía sexo tan estupendo, que le gustaba su olor, su tacto… Sabía por experiencia que eso no debía decirlo, sabía que se arrepentiría al día siguiente en su enfrentamiento versus el espejo, cuando el maldito pulido le devolviera la imagen demacrada de la resaca y le preguntara cómo podía haber sido tan imbécil de dejar traslucir sus sentimientos por alguien que jamás la volvería a llamar. Así que cogió su bolso y tan sólo se atrevió a dejarle un tímido beso en la mejilla como resumen de lo ocurrido.

Un beso en la mejilla. Le resultaba tan extraño, y se volvía a tocar la mejilla besada. La mayoría de las veces, ellas se quedaban dormidas y era él el que se iba primero; odiaba el momento de la despedida en el que has de decir que ha sido maravilloso, aunque haya sido mentira, en el que te ves obligado a besarlas, a fingir que eres un caballero aunque sean las siete de la mañana y de lo único que tengas ganas es de ducharte y dormir un rato más en tu propia cama sin otro cuerpo al lado. Esta vez no había sucedido de este modo, ella se había ido antes, sin hacer ruido, dejándolo dormir, no lo había despertado para importunarlo con preguntas del tipo ¿te ha gustado?, ¿me volverás a llamar?, ¿te di mi número? Y le había dejado un beso en la mejilla. Porque lo sintió, lo sintió con una fuerza inusitada contraria a la delicadeza del roce de sus labios. No podía olvidarse de ese beso, de la paz que le dejó después para continuar con un sueño dulce. Se llamaba Laura, era raro que se acordara.

Al sábado siguiente la buscó en el pub donde la había encontrado la semana anterior. La vio al final de la barra con el mismo grupo de amigas, con la estupenda pelirroja que le dio calabazas y que le dejó, como última opción, lanzarse a por la morenita. Laura. La observaba mientras bebía el gin tonic, sin que ella se percatara. No llevaba los pantalones negros que le marcaban su culito, hoy se había puesto minifalda, con medias de rejilla y una camiseta con lentejuelas que parecía de marca. Le excitaron los botines altos que acababan sus piernas, cada día estaba más fetichista. Tenía un rostro bonito, muy agradable, aunque desde donde estaba no podía apreciar el color de sus ojos, pero sí su amplia sonrisa. Se tocó la mejilla. Cogió su bebida y se acercó a ella.
-Hola, Laura.
-Hola, Javier – automáticamente, las amigas se desperdigaron por el local-.
Se quedaron un momento en silencio mirándose, como si los dos quisieran confirmar que el rostro de cada uno era de esa forma y no de otra. Ella corroboró que él era endiabladamente guapo, morenazo de pelo ondulado y ojos azules. Él se sorprendió de unos ojos miel inmensos y unos labios mucho más apetitosos de lo que recordaba, mucho más.
- ¿Cómo estás?
Laura le contestó con su fantástica sonrisa.
- ¿Puedo hablar contigo un segundo?
- Claro, dime –la seguridad de que ya no quería nada con ella, le proporcionaba a Laura la tranquilidad que demostraba-.
- Me tienes intrigado, verás, me sorprendió que al irte del hotel me dieras un beso en la mejilla.
Laura empezó a enrojecer, no había contado con que él se diera cuenta.
-¿Qué tiene de malo? –acertó a decir.
-Nada, absolutamente nada, es que llevo toda la semana preguntándome por qué me besaste así, por qué te fuiste sin despertarme.
-Esa era mi intención, pero veo que no lo conseguí, no quería despertarte, de veras…-empezaba a soltase la traidora lengua.
-No, no; no me molestó, sólo que me gustaría saber por qué lo hiciste –y se quedó mirándola fijamente, esperando una respuesta, amenazando con esos ojos que no se iría si no le contestaba.
¿Cómo se le ocurría hacerle esa pregunta? No lo podía creer; no acertaba a pensar con claridad y se conocía: sabía que se iba a lanzar a hablar sin sentido, sin parar, sin freno. Había que decidir rápidamente qué le iba a contar, antes de que la verborrea se hiciera dueña de la situación. La verdad se presentó como la solución más a mano.
-Porque me gustó, porque me gustaste, porque fue una noche maravillosa, porque no quería despertarte ni agobiarte con preguntas absurdas, porque no quería que me vieras como una pesada desesperada, porque sí. ¿Satisfecho?
Javier había escuchado su voz y leído sus labios, había sentido los nervios en sus ojos, la verdad en su tez y la había visto hermosa. Dejó el vaso en la barra. Abarcó su cara redonda entre las manos y la acercó hasta él para besarla.




© Anabel