domingo, 29 de noviembre de 2009

Algunas cosas buenas de la vida





Fotos: Fernando Glez. Seral



Las cosas que tiene la vida. En cuanto vi los colores de las fotos de Fernando Glez. Seral lo primero que se me vino a la mente fue una lámina que dibujé en primero de BUP, hace siglos de aquello. La lámina en cuestión tenía un cielo violáceo, morado con un enorme pájaro que lo volaba transversalmente desde una esquina, con las alas extendidas, alas llenas de colores; en el otro lado de la lámina, creo recordar un sol se ponía jugando con colores cálidos, amarillos, rojizos y mostazas. Violeta y mostaza. Los mismos colores, dos cielos muy diferentes y una unión mental, casi onírica. Y cuando he leído que Fernando me dedicaba las fotografías –a mí y a Olga Bernad- me ha emocionado.



La vida y las cosas que tiene. A través de Fernando y sus fotos he conocido a Olga Bernad, ella hace fotografías del alma, que no son muy diferentes de las fotografías de Fernando. Según me contó Fernando, el viernes pasado en la presentación del libro de poemas de Olga, “Caricias Perplejas”, ella también llegó a su página buscando una foto para uno de sus textos. “Igual que tú –me dijo-, además casi elegisteis la misma foto”.


Me he tomado la libertad de juntar las fotos dedicadas de Fernando, los textos de Olga y mío con sus respectivas fotos, en una entrada en mi blog -¿quién podría resistirse a hacerlo?-. Faltaría mi lámina de primero de BUP, pero esa ya sólo existe en mí y de forma borrosa. (Me llevé un disgusto cuando, en la exposición de las mejores láminas del curso, colgaron la mía del revés; aquello fue decisivo para que me convenciera de que debía abandonar la pintura.)














Estos son algunos de los vericuetos de la vida: aquellos que te conducen a parajes especiales, plagados de brisas y caricias perplejas.


Gracias Fernando. Gracias Olga.

©Anabel


domingo, 22 de noviembre de 2009

La última gota




La última gota de la última nube que pasó sobre la ciudad.


Eduardo iba, como todos los días desde hacía una semana, a visitar a su mujer, Elvira, que estaba en coma. Los médicos no le habían dado esperanzas, pero él se aferraba a la idea de que aún respiraba pues no podía soportar que ella abandonara este mundo antes que él. Se lo prometió a la salida de la iglesia el día de su boda: “Prométeme que no te morirás antes que yo” y Elvira, siempre tan considerada con los deseos de su marido, le regaló un beso en la nariz preñado de sinceridad.


La última gota de la última nube que fue soñada por Elvira.

Soñaba desde hacía una semana con una gota límpida y cristalina que pesaba más que las demás y que caía lentamente sobre un redondel negro. Y lo soñaba hora tras hora, sin sentir más que un deseo infinito de que esa gota llegara y cayera, que provocara un sonido diferente, casi musical, que llamara la atención por su densidad y armonía. Lo soñaba con la única parte de su ser que ya podía dominar, con el único deseo, con las únicas fuerzas que empezaban a ser pocas.


La última gota de la última nube que cayó sobre un paraguas negro.


Eduardo estaba dispuesto a cerrar el paraguas porque el ritmo de las gotas sobre la lona negra había menguado mucho y creyó que iba a dejar de llover. El sonido de esta última gota lo despistó, cruzó la calle mirando al cielo y un demasiado rápido con cuatro ruedas lo arrolló. Sintió un gran golpe que lo lanzó lejos, pensó que le habían roto las piernas y se alegró porque de esa manera podría estar junto a la cama de Elvira sin tener que abandonarla ni un instante. Le pareció extraño no sentir dolor, pero más le sorprendió verse a sí mismo tumbado en la calzada como un muñeco de trapo, inerte. Se estaba elevando hacia el cielo, agarrado del paraguas como una Mary Poppins cualquiera. “No puedo irme, no puedo irme todavía” gritaba para sí mismo, pero una fuerza indómita lo absorbía hacia un universo inexplorable.

La última gota de la última nube que despertó a Elvira.


Una humedad aguda en la punta de la nariz obligó a Elvira a abrir los ojos. La máquina comenzó a pitar alocadamente, médicos y enfermeras acudieron justo a tiempo de ver la cara de Elvira que como despedida les mostró la mejor de sus sonrisas.

La última gota de la última nube fue sacudida de un paraguas celestial.


Desde un prado limpio de nubes sobre las almas y lleno de hierba en forma de nubes, Eduardo sacudió con fuerza el paraguas, pues la última gota debía mojar la nariz respingona de Elvira. Poco tuvo que esperar para verla surgir como una flor secándose la nariz con el borde de su resplandeciente túnica.


-Sabes que yo nunca rompería una promesa, Eduardo.

© Anabel

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Tus mil nombres


Ni siquiera tu verdadero nombre. No quiero saberlo. Prefiero improvisarlo cada vez que mi piel te invoque. Conocer de ti lo que me hace vibrar es lo único que necesito saber.

Revivir la imagen de tu cuerpo desnudo exigiéndome los gemidos de pasión que pago gustosa sabiendo que tus manos van a encontrarme en cada poro, en cada curva y pliegue. Estallar una y mil veces en ti, por ti, para ti, contigo.
Recordar el color de tus ojos que son mi cielo cuando me cubres; tu voz que electriza el vello de mi cuello; tu lengua exquisita que se lleva lo mejor de mí; tus pies que no se extravían en el camino del deseo.

Imaginar tus nombres en las noches solitarias, cuando los libros ya no acompañan y la almohada cambia de textura con tu aliento mágico, cuando desde la distancia de las nubes me posees.

Te contaré los dientes, las pestañas y los cabellos, esos serán los únicos números que guardaré de ti, los únicos datos que apuntaré en mi agenda al lado de la dirección de tu nuca. Tanto da que seas poeta o barrendero, militar o mecánico, eres un hombre.
Nada más quiero saber de ti.

Y al irte, no hagas ruido ni cierres la ventana, deja que, en la duermevela, la brisa me obligue a encontrar tu calor impregnado aún en las sábanas de mi lecho.
© Anabel