jueves, 23 de agosto de 2012

Venecia




Me preguntaste si había estado en Venecia,
esperando de mi boca
el único no que te hubiera hecho feliz.
Pude haberlo pronunciado.
Y entonces leí en tu frente arrugada
las fotos que nunca me harías,
la virginidad que no perdí contigo.

© Anabel

jueves, 16 de agosto de 2012

Al séptimo cielo




Sólo un ascensor para un edificio de tantas plantas y tantos vecinos. Ángel no lo entendía. Le daba la sensación de que siempre que lo llamaba estaba en el último piso. La construcción era de la década de los sesenta, tal vez por entonces tener ascensor ya era suficiente lujo como para doblarlo. Le entraban ganas de sentarse sobre el macetero lleno de vergeles artificiales, acto casi reflejo que también llevaba a cabo al facturar el equipaje en el aeropuerto: se sentaba sobre las maletas. Pero no era lo mismo, en el aeropuerto es la desgana la que domina la espera porque se sabe lo que va a acontecer: la mínima interrelación con la azafata, el trayecto hasta la zona de embarque, algún café, otra cola justo antes de despegar, el avión, el asiento estrecho, cuándo seré rico para viajar en primera, el saludo del capitán dando datos innecesarios y demostrando su dominio de la indolencia al hablar en otro idioma… Y el aterrizaje, en busca del equipaje que nunca aparece, el taxi, casa, Mari, los niños… Cansancio. No, claro que no era lo mismo. El nerviosismo con el que estaba aguardando el ascensor no tenía nada que ver con el de la cola de la facturación. Por fin, las puertas se abren acompañadas del familiar, y casi querido, chirrido que avisa de la falta de lubricación. Se echa la mano al bolsillo y comprueba que los lleva. Comienza el ascenso, el viaje preliminar hasta llegar al destino deseado. Se mira en el espejo, se arregla el cuello de la camisa, se moja el dedo índice y lo pasa sobre las cejas, ni siquiera el temblequeo del ascensor va a impedirle atusarse el cabello. Huele bien, no porque Ángel logre olerse, sino porque se ha echado colonia, de la buena, y se ha puesto desodorante después de la ducha. Los zapatos, brillantes. Impecable. Nada mal para un cincuentón que aún no luce la curva de la felicidad.

Antes de salir del estrecho habitáculo, Ángel sabe que una silueta esbelta le recibirá en el quicio de la puerta. Lo sabe porque siempre lo hace y porque su perfume es tan contundente como embriagador y le delata unos metros antes. Una sonrisa complaciente ya no abandonará el rostro afeitado de Ángel. Con esos taconazos, Gloria le pasa unos centímetros lo que le permite rodearle completamente el cuello con los brazos y susurrarle al oído el consabido saludo: “Cuanto has tardado en subir, Angelito mío, con las ganas que tenía de verte.” Así no le reciben las azafatas en el avión. Ni le acarician la espalda, ni los costados; ni le quitan con cuidado la chaqueta, ni la corbata; ni le impregnan los labios con el logotipo de la compañía en un beso apasionado. En el dormitorio, Ángel ya va medio desnudo y Gloria todavía llevaba toda la ropa: el corsé, las medias, el tanga y los zapatos. Es más, no se va a desprender del uniforme en lo que dure el viaje. Le gusta verla contonearse sobre él, observar cómo los pechos se quieren escapar del corsé con el rítmico vaivén. Le gusta apartarle la tirilla del tanga cuando la penetra por detrás propinándole cachetitos en esas nalgas tan blancas. Le gusta mirar los tacones tan finos desde arriba mientras Gloria le hace una felación. Cómo brillan esos zapatos. Tanto como los ojos en blanco de Gloria. Le gusta que ella le quite el preservativo, que lo lama y le limpie, que le encienda un cigarrillo y le sirva un vaso de güisqui. Luego ella se arregla el cabello rubio, rubio y se vuelve a pintar los labios de un rojo agresivo. Le cuenta lo mucho que se ha aburrido estos días sin él y lo caro que le resulta llamar a la familia. En ese momento, Ángel, la agarra por el brazo y le dice muy bajito: “Me estoy empezando a marear, señorita”. Ella, sonriendo, se suelta y le habla de la última película que ha visto y de si le gusta el tatuaje que se ha hecho sobre el pubis: una pequeña mariposa. Ángel le da un trago al vaso antes de dejarlo en la mesilla, empuja a Gloria sobre la cama dejándola bocarriba. Aparta un poco el corsé, encuentra el tatuaje y vierte el sorbo de güisqui sobre la mariposa para chuparlo después. “En esto es en lo que has de gastarte el dinero, Gloria, en darme un buen viaje, querida.” Y mientras Ángel sigue recogiendo el licor escocés con su lengua, ella saca una bolsita de un cajón de la mesilla. “Pues hagamos el viaje completo, cariño” y le pasa un canutillo al entusiasmado viajero.

El espejo del ascensor refleja una cara satisfecha y unos ojos enrojecidos. Le duele la cabeza, suele sucederle en los aterrizajes. A pesar de todo, Ángel está convencido de una cosa: es el único viaje que merece la pena y  el único en el que no hay que facturar maletas.

© Anabel

miércoles, 1 de agosto de 2012

La teoría de la relatividad


Maldecía la vida que se le acababa, la que había vivido y la que no tuvo. No podía maldecir la que soñó alguna vez porque fue la única que le permitió sentirse vivo. Y ahora, que tan solo le quedaba una noche por delante, tenía la seguridad de ser inmortal, infinito, de poseer todos los segundos del mundo en el cuenco que sus manos formaban mientras se lavaba la cara. Sin embargo, ese tiempo se le escapaba como la misma agua entre los dedos.

Odiaba a la gente en general. Los recuerdos lo incomodaban sobremanera porque siempre aparecían personas en ellos. Por eso los más recurrentes eran de cuando fumaba “chinos”: su cuerpo se aflojaba y se abría como una sandía madura desparramando el jugo rojo y las pepitas negras por la inmensidad de la Tierra, procreando hijos al lado de los arroyos, en los bosques, en las colinas y en el fondo de los océanos. En cada concepción, el orgasmo le provocaba espasmos que le hacían sudar de una manera casi dolorosa y despertaba completamente empapado. El agotamiento le dejaba relajado por unas horas en las que su mente se quedaba absolutamente en blanco. Eran las horas más placenteras, por las que, si pudiera conseguirlas, volvería a matar. Perdió el atenuante que le hubiera salvado de la pena de muerte porque no se declaró drogadicto. Para Jason “soñar” de esta forma era un descanso, una recuperación necesaria para seguir luchando un poco más. Él podía controlarlo, era fuerte, el más fuerte y el menos compasivo. El poder y el miedo le ayudaron a dirigir el tráfico de drogas en el barrio a las afueras de Oklahoma City donde le criaron sus abuelos. Se resistía a pensar en sus abuelos, una pareja de débiles viejitos negros sin alma por mucho que fueran a rezar a la iglesia evangelista, a ese Dios al que tanto creían y que jamás les demostró que la bondad existiera. No tenían alma porque se la vendieron al diablo de la sumisión, de la aceptación de la desgracia. Acogían a sus nietos como si así redimieran algo inconfesable: la culpa por no haber sabido educar a su única hija, Ashley. Cómo iba a olvidar Jason la imagen de su madre tirada en el callejón, al lado de los contenedores de basura, con la sangre aún abandonándola por la nariz después de la última pipa de crack. Dolor. Como cuando encontró el cuerpo de su hermanastro Jimmy Lu, pobre pelele, que no superó el complejo de su mestizaje asiático por el que fue apaleado hasta morir. Dolor. Ser el amo era la única solución para sobrevivir y Jason lo había conseguido. Su código de honor era estricto y muy particular, pero siempre se ceñía a él. Nunca mató sin motivo, pero tampoco le tembló el pulso a la hora de apretar el gatillo. Excepto una sola vez.

A la excepción de saltarse su código de honor había que sumar una más y las dos confluían en una mujer: Lorelane. Era la única persona que su recuerdo no le dañaba. Las mujeres habían sido para Jason un lugar donde olvidarse de las tensiones, un cobijo en el que desbordarse por entero, una avenida húmeda por la que pasear su exuberante virilidad. Hasta que aparecieron esos ojos que le hicieron descubrir un nuevo nivel de sensaciones.  Al principio creyó que lo que le hacía sentir Lorelane era debido a que follaba estupendamente, como una gata callejera que araña si le aprietas y ronronea si la acaricias bien, pero no tardó en darse cuenta de que echaba más de menos su presencia que el hueco de entre sus piernas. Esa emoción lo transformaba en un ser vulnerable y decidió tenerla siempre a su lado. Pero era más gata de lo que había imaginado: ella quería seguir siendo libre. Dolor. Jason normalmente acababa aquí este recuerdo, pero ahora que tenía todo el tiempo del mundo en sus manos deseaba alargarlo, que no tuviera fin, aunque eso supusiera que le doliera cada uno de los huesos del cuerpo. Tenerla en la mente era lo más cerca que había podido estar de ella durante estos años en el corredor de la muerte. Sus ojos no le habían abandonado, tal vez la única parte de su cuerpo que siempre le fue fiel. Lorelane chupándole la polla a ese negro de mierda. Dolor. Dos tiros y desaparece el padecimiento, dos tiros y sigues siendo el amo del mundo, el que posee esa mirada para siempre. Cuando la poli encontró en el registro de su piso el frasco que contenía los ojos de Lorelane atesorados en formol, lo primero que sintió fue un gran cabreo, aún tardó unos instantes en darse cuenta de que no tenía escapatoria. Dolió.

Ahora le duele el tiempo que le parece más infranqueable que la prisión que lo encierra. Es el tiempo quien realmente lo recluye en una espiral que no cesa de girar, de retornar al pasado continuamente. Se siente poderoso por primera vez en muchos años: en unos minutos, mientras esperaba la última cena, ha repasado su vida, ha revivido en segundos lo que le costó experimentar algunos lustros. Es flexible el tiempo, no le asombra: durante su condena ha podido experimentar la maleabilidad de los relojes, los inacabables segundos y la rapidez con la que las dos horas de una visita pueden transcurrir. Siempre. Ahora es siempre. El ahora acumula lo que va a acontecer. Ya casi no duele. Se acabará pronto. Pronto puede ser una espera infinita y todavía podría revivir. Él sabe cómo manejar el tiempo, lo ha cortado unas cuantas veces. Coge de la bandeja el cuchillo especialmente solicitado para comerse su postrero chuletón y, con los ojos fijos en los de Lorelane, se rebana el cuello en un momento eterno en el que el guardia no puede hacer nada por evitarlo.

© Anabel