Sólo un
ascensor para un edificio de tantas plantas y tantos vecinos. Ángel no lo
entendía. Le daba la sensación de que siempre que lo llamaba estaba en el
último piso. La construcción era de la década de los sesenta, tal vez por
entonces tener ascensor ya era suficiente lujo como para doblarlo. Le entraban
ganas de sentarse sobre el macetero lleno de vergeles artificiales, acto casi
reflejo que también llevaba a cabo al facturar el equipaje en el aeropuerto: se
sentaba sobre las maletas. Pero no era lo mismo, en el aeropuerto es la desgana
la que domina la espera porque se sabe lo que va a acontecer: la mínima
interrelación con la azafata, el trayecto hasta la zona de embarque, algún
café, otra cola justo antes de despegar, el avión, el asiento estrecho, cuándo
seré rico para viajar en primera, el saludo del capitán dando datos
innecesarios y demostrando su dominio de la indolencia al hablar en otro
idioma… Y el aterrizaje, en busca del equipaje que nunca aparece, el taxi,
casa, Mari, los niños… Cansancio. No, claro que no era lo mismo. El nerviosismo
con el que estaba aguardando el ascensor no tenía nada que ver con el de la
cola de la facturación. Por fin, las puertas se abren acompañadas del familiar,
y casi querido, chirrido que avisa de la falta de lubricación. Se echa la mano
al bolsillo y comprueba que los lleva. Comienza el ascenso, el viaje preliminar
hasta llegar al destino deseado. Se mira en el espejo, se arregla el cuello de
la camisa, se moja el dedo índice y lo pasa sobre las cejas, ni siquiera el
temblequeo del ascensor va a impedirle atusarse el cabello. Huele bien, no
porque Ángel logre olerse, sino porque se ha echado colonia, de la buena, y se
ha puesto desodorante después de la ducha. Los zapatos, brillantes. Impecable.
Nada mal para un cincuentón que aún no luce la curva de la felicidad.
Antes
de salir del estrecho habitáculo, Ángel sabe que una silueta esbelta le
recibirá en el quicio de la puerta. Lo sabe porque siempre lo hace y porque su
perfume es tan contundente como embriagador y le delata unos metros antes. Una
sonrisa complaciente ya no abandonará el rostro afeitado de Ángel. Con esos
taconazos, Gloria le pasa unos centímetros lo que le permite rodearle
completamente el cuello con los brazos y susurrarle al oído el consabido
saludo: “Cuanto has tardado en subir, Angelito mío, con las ganas que tenía de
verte.” Así no le reciben las azafatas en el avión. Ni le acarician la espalda,
ni los costados; ni le quitan con cuidado la chaqueta, ni la corbata; ni le
impregnan los labios con el logotipo de la compañía en un beso apasionado. En
el dormitorio, Ángel ya va medio desnudo y Gloria todavía llevaba toda la ropa:
el corsé, las medias, el tanga y los zapatos. Es más, no se va a desprender del
uniforme en lo que dure el viaje. Le gusta verla contonearse sobre él, observar
cómo los pechos se quieren escapar del corsé con el rítmico vaivén. Le gusta
apartarle la tirilla del tanga cuando la penetra por detrás propinándole cachetitos
en esas nalgas tan blancas. Le gusta mirar los tacones tan finos desde arriba
mientras Gloria le hace una felación. Cómo brillan esos zapatos. Tanto como los
ojos en blanco de Gloria. Le gusta que ella le quite el preservativo, que lo
lama y le limpie, que le encienda un cigarrillo y le sirva un vaso de güisqui. Luego ella se arregla el cabello rubio, rubio y se vuelve a pintar los labios de
un rojo agresivo. Le cuenta lo mucho que se ha aburrido estos días sin él y
lo caro que le resulta llamar a la familia. En ese momento, Ángel, la agarra
por el brazo y le dice muy bajito: “Me estoy empezando a marear, señorita”.
Ella, sonriendo, se suelta y le habla de la última película que ha visto y de
si le gusta el tatuaje que se ha hecho sobre el pubis: una pequeña mariposa. Ángel
le da un trago al vaso antes de dejarlo en la mesilla, empuja a Gloria sobre
la cama dejándola bocarriba. Aparta un poco el corsé, encuentra el tatuaje y
vierte el sorbo de güisqui sobre la mariposa para chuparlo después. “En esto es en lo que has de gastarte el dinero, Gloria, en darme un
buen viaje, querida.” Y mientras Ángel sigue recogiendo el licor escocés con su
lengua, ella saca una bolsita de un cajón de la mesilla. “Pues hagamos el viaje
completo, cariño” y le pasa un canutillo al entusiasmado viajero.
El espejo
del ascensor refleja una cara satisfecha y unos ojos enrojecidos. Le duele
la cabeza, suele sucederle en los aterrizajes. A pesar de todo, Ángel está
convencido de una cosa: es el único viaje que merece la pena y el único en el que no hay que facturar maletas.
© Anabel
pero que bien lo cuentas cuentista. un 10. besitos
ResponderEliminarMis ojos suelen quedarse en blanco cuando te leo. Será que es bueno, será que necesito viajar en primera clase, como tus relatos, o algo así. Pero me sucede siempre que me sucedes, que tras leerte, me quede pensativo deseando escribir algo así, o dilucidando si dedicarme a otras cosas mientras te espero junto al ascensor.
ResponderEliminarFelicidades.
Mario
Qué gusto da leerte siempre... y mas aún cuando nos regalas estos "refrescantes" relatos en verano, sigue,sigue así. Un abrazo caluroso.
ResponderEliminarMariano Ibeas
Qué gusto da leerte siempre... y mas aún cuando nos regalas estos "refrescantes" relatos en verano, sigue,sigue así. Un abrazo caluroso.
ResponderEliminarMariano Ibeas
Sé que no es cosa tuya, lo sé; pero esto no se hace. No se deben leer según qué cosas por la mañana, aunque uno lleve unas cuantas horas de lectura y escritura. Luego pasan cosas, vienen distracciones, la imaginación se dispara. Pero qué va, uno no es Ángel, ni conoce a Gloria...
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