martes, 28 de agosto de 2007

Dura de roer


Lascivia. Lujuria. La había mirado tantas veces desde esa perspectiva.


Intentaba adivinar, coreado por Tomás y Rafa, si su culo sería tan estupendo como los pantalones vaqueros dejaban entrever; si sus pechos serían tan espectaculares como los bultos sin complejos que sobresalían de cualquier jersey por gordo que fuera. En eso consistía su primera faena todas las mañanas.


Esperaba junto con el resto de obreros en el aparcamiento de la fábrica a que llegara Marisol. Ella era la secretaría del jefe y la encargada de abrir y cerrar, casi siempre, la nave. Era puntual, siempre: a las ocho en punto su llave abría el portón dejando pasar la luz matinal hasta las adormecidas máquinas y a los obreros legañosos que seguían las indicaciones de sus pantalones sin rechistar. Codiciamos lo que vemos cada día, la máxima de Hannibal Lecter se cumplía a la perfección: todos y cada uno de ellos se había masturbado alguna vez pensando en ella. Luís no era la excepción. Sabía que Marisol era casada y madre de dos hijos, que estaba más cerca de los 45 que de 40 y que sus ojos eran una maravilla. Le excitaba su cuerpo, pero sus ojos le hacían olvidar que trabajaba en una sucia fábrica de productos de plástico. Desde regaderas a orinales, cualquier cosa pasaba por sus manos, cualquier cosa menos los ojos de Marisol. Verdes y profundos, con más fondo que cualquier embudo de los que acababa de empaquetar. Ella bajaba detrás de sus imponentes pechos a decir cuántas cajas de ensaladeras azules había que producir o cuántos juegos de cubiertos había que registrar o cuántos manteles del tipo 143 había que marcar. Ella era la que mandaba a un grupo de trabajadores con monos verdes y cremalleras hasta el cuello, ella era la que descendía las escaleras de una oficina prefabricada con vistas a un mar de hombres uniformados y cintas de transporte repletas de objetos de plástico. Hasta el jefe confiaba en ella más que en ningún otro empleado. Y hacía bien, Marisol era la mejor contable, directiva y secretaria que jamás hubiera encontrado por el sueldo que recibía. Ella era la que dirigía la fábrica. La única mujer de toda la planta, la única persona no uniformada que sólo repetía los mismos pechos y el mismo culo cada día, todos los días.
Algún que otro compañero había tenido la osadía de invitarla a un café y había sido rechazada la oferta como si se le hubiera ofrecido un viaje a los sótanos de la tortura. Ella no había sucumbido nunca, ni a los encantos de Óscar, el jefe de sección número 7. Era un hombre que compensaba sus cortedades intelectuales con un cuerpo de vértigo, un hombre de 30 años que le hubiera encantado hacer una muesca en la culata de su revólver tras un polvo con Marisol, la cuarentona. Cualquier otra fémina de su edad se hubiera sentido halagada, satisfecha por la proposición, pero ella no, ella era incorruptible, seria, responsable; el trabajo era el trabajo y nada más. Y todos lo habían entendido, todos la respetaban, aunque eso no impidiera que su imaginación volara muy cerca de ella.
- Luís, hoy de ensaladeras, 100. Después haremos escurridores hasta 500, para el pedido de Valencia –y le miraba a los ojos.
Hija de puta, lo sabes, sabes que me ponen tus ojos todavía más que tus tetas, se decía Luís. Pero su cuerpo no delataba sus pensamientos, hacía un ademán de conformidad, daba las órdenes, programaba el ordenador y continuaba su trabajo ya en los mismos tonos que el iris de Marisol. Llegaba a su casa, cenaba, escuchaba la rutina de su mujer y jugaba un rato con los gemelos, pero en la cama se acostaba con Marisol, abrazaba a Marisol, follaba a Marisol. Era como un mago, un mago capaz de disfrazar sus pensamientos y sus deseos. En eso consistía su rutina diaria.


Verano, calor, mucho calor. El aire acondicionado de la fábrica se había estropeado, los monos estaban abiertos hasta la línea de los calzoncillos. El aire acondicionado de la oficina de Marisol era independiente al de la planta y, al entrar en ella, la agradable temperatura daba la oportunidad de respirar.
- Marisol, guapa, ¿qué pasa con nuestro aire acondicionado? Porque tú estás como una reina, pero nosotros nos estamos asando.
Marisol giró su silla hacia Luís y con sus pechos dentro de una camiseta naranja de tirantes le miró a los ojos, hija puta, sabes cómo me ponen tus ojos, y con mucha seguridad le dijo:
- Ya he llamado dos veces al técnico, no da abasto; hasta la una no va a poder venir, ya os lo he dicho. ¿Qué quieres que haga?
En una de las pocas veces que Luís miraba hacía otro lado que hacía la anatomía de Marisol, observó que la pantalla de ordenador tenía abierta una página de Internet que poco tenía que ver con el trabajo.
- Y esa página ¿de qué es?
Marisol se sintió atrapada, y en un acto reflejo, minimizó la página.
- Nada, no es nada –dijo turbada.
Luís, en un arranque, se abalanzó sobre el ratón y maximizó dicha página.
- ¿Qué haces? ¿Eres tonto o qué? ¿A ti qué te importa?
Para cuando Marisol pudo arrebatarle el ratón, Luís ya se había enterado de qué trataba el foro.
- No me digas que escribes. No me lo puedo creer, eres de un foro de poesía. Ya verás cuando lo cuente allá abajo.
- No tienes derecho a decir nada, además, a ti qué te importa lo que yo hago. Si escribo poesía ¿qué? –dijo retadora y segura de sí misma.
- Nada, a mí no me importa nada –dijo Luís observando cómo sus pechos parecían más erguidos por la indignación de su dueña- pero a don Julio igual sí le interesa, saber que su mano derecha pierde el tiempo en Internet, en escribir poesía… Bueno, ya conoces a don Julio, no creo que le haga mucha gracia –y exhibió la mejor sonrisa que jamás haya podido lucir.
Marisol cerró los ojos, pareció que se había desvanecido la luz de los fluorescentes. Luís se arrepintió en el instante de haber dicho eso, él no la iba a delatar, nunca lo hubiera hecho.
- ¡Eh! Tranquila, que ha sido una broma, que no iba en serio. ¿Me crees capaz de chivarme de una cosa así a don Julio? Por favor, Marisol, que hace ocho años que nos conocemos…
-Por eso sé que a don Julio igual no se lo cuentas, pero a los demás… Os vais a hacer un hartón de reír a mi costa.
Luís respiró hondo, sabía que la tenía en sus manos; sabía que la rentabilidad que podía sacar a ese instante nunca jamás se le volvería a presentar; sabía que era su momento, que la providencia, por una vez, se había puesto de su lado; sabía que lo iba a aprovechar, lo sabía.
- ¿Qué tipo te crees que soy? Marisol, por favor. Yo no voy a ir por ahí con chismes. De verdad, me ofendes, parece mentira –y la miró a los ojos sin parpadear, sin dejar entrever sus verdaderas intenciones.
- ¿No se lo vas a contar a los demás?
- ¿Lo dudas?
- Sí, claro que lo dudo.
- Marisol, yo también escribo poesía, te entiendo perfectamente. ¿Cómo iba a ser tan sádico de delatarte?
Ante semejante declaración, ella abrió los ojos de par en par, asombrada, incrédula de lo que acababa de oír, pero Luís no parpadeaba, le aguantó la mirada hasta que ella pudo pronunciar:
- ¿Lo dices en serio? ¿Tú escribes poesía?
Luís, como un consagrado actor, puso los ojos en blanco, se sentó sobre la mesa del escritorio y, acercándose mucho, le dijo en voz baja:
- Sí, escribo poesía desde los 14 años. Nadie lo sabe, pero es mi afición secreta. No he estudiado ni nada, pero no lo puedo remediar, cada día encuentro motivos para escribir, lo que sea, cualquier ocasión es buena para expresar los sentimientos.
Marisol lo escuchaba con unos ojos tan abiertos, tan profundos, tan infinitos que Luís casi se mareó, que casi pudo componer los únicos versos de su vida perdiéndose en ellos.
- Nunca lo hubiera imaginado –exclamó Marisol completamente convencida.
- Tú sabes que los poetas no mostramos lo que somos, tú lo sabes mejor que nadie.
Marisol sonrió y escondió su rostro girando tímidamente la cabeza. Se sentía estúpida por no haber reconocido a un poeta con tan solo mirarlo.
- Sí, tienes razón: los poetas no llevamos un letrero, más bien nos escondemos por vergüenza, por miedo a que se burlen de nuestra sensibilidad. No nos entienden.
Luís echó todo sus triunfos y faroles sobre la mesa y cogió las manos de Marisol.
- Lo sé, cariño, lo sé. ¿Cuántos de los que hay allí abajo te crees que saben que me gustan los versos?
Se hizo un silencio en el que los movimientos ascendentes y descendentes de los pechos de Marisol delataban su excitada respiración.
- Nadie, Marisol, nadie, ni tan sólo mi mujer.


- Joder, joder con Luisito, que te la vas a tirar. Serás maricón, ni siquiera Óscar lo ha conseguido y vas a ser tú. Cágate lorito, ¿quién lo iba a decir? –dijo Tomás con cierto tono de envidia varonil.
Luís acabó de un trago su cerveza. Esperó unos segundos, alargados a conciencia, antes de contestar a sus expectantes amigos.
- Sólo hemos quedado para tomar unas cañas e intercambiar poesías y esas cosas. Nada más. Marisol es dura de roer, no creo que vaya a ser fácil. Pero qué duda cabe que lo intentaré. ¡Otra ronda, camarero! -y todos se echaron a reír-.
- Nos lo contarás, ¿verdad, cabrón? Porque si tu follas, todos follamos, ya sabes –exclamó Tomás.
- Con pelos y señales –continuó Rafa.
- No os preocupéis, si me la tiro os lo cuento todo ipso facto.
Ninguno entendió muy bien la última expresión, pero intuyeron que si había rollo, iban a ser informados exhaustivamente. De hecho, sólo les faltó cronometrar los relojes antes de dejar ir a ducharse a Luís.
- Y ya sabéis, si os llama mi mujer, me he ido de cena con vosotros. Si no me tapáis, no os contaré nada, cabrones –y de nuevo se volvió a escuchar la risa de los tres.



Lascivia. Lujuria. Allí estaba, radiante, vestida y arreglada como no lo había hecho para su marido en mucho tiempo. Y Luís lo sabía, tanto como ella sabía que le ponían sus ojos, hija puta, cómo lo sabes.
- ¡Vaya! ¡Qué guapa estás! Menos mal que no te pones así para ir a trabajar, no íbamos a dar pie con bola.
Marisol sonrió y Luís tuvo la certeza de que ya lo tenía todo hecho, era cuestión de tiempo, sólo tenía que esperar, que saber manejar las manecillas del reloj que jugaban a su favor. Y ya ella no pudo aguantarle la mirada.

Lascivia. Lujuria. Tendida sobre la cama de un hotel de medio pelo. Abierta de par en par como una rosa madura, a punto de que sus pétalos comiencen a caer; con el olor penetrante, casi ácido pero todavía dulce; con el máximo rojo antes de apagarse, granate encendido, antes de delatar el inicio del final. Maravillosa. Se había dado a él como ninguna otra mujer en su vida: entera y pasional; ajena a lo que le rodeaba, inmersa en esa cama que le pertenecía más que la suya propia. Dormía, su respiración era fuerte, pero rítmica, acompasada, como una música silbante. Ni siquiera el maltrecho maquillaje afeaba la imagen que Marisol regalaba a Luís: qué mujer, se le llenaba la boca al pensarlo y lo volvía a repetir, qué mujer; pechos grandes, levemente caídos pero espléndidos; vientre decorado con alguna estría, redondeado como una manzana con un gracioso agujero en medio; caderas majestuosas, increíblemente libres de celulitis; culo esplendoroso, magnífico asidero donde depositar un placer impetuoso. Abrió los ojos, cómo me gustan tus ojos, hija de puta, y le sonrió, abrió los ojos, Dios mío, qué ojos, y la luz se hizo en la habitación. La besó, la besó como no lo había hecho en toda la noche.



- ¿Qué? No nos llamaste, cabrón. ¿Qué pasa?, ¿te da vergüenza reconocer que no te la has tirado?- le increparon sus amigos.
Luís sonrió, una sonrisa de medio lado que dejaba escapar un brillo agridulce en su mirada. Abrió la boca, la volvió a cerrar y, tras encender el primer cigarrillo de la mañana, contestó:
-Nada, con Marisol no hay nada que hacer. Es dura de roer.


© Anabel