miércoles, 16 de septiembre de 2009

Año Infinito

Hacer el amor todo el invierno
hasta provocar los estallidos
de escarcha azucarada en tu boca
y de una ecléctica primavera.

Convertir el ardiente verano
en hielo de café y paños húmedos
masajes con chocolate azul
y velas de licor de manzana.

Alcanzar un otoño preñado
de la niebla densa de tu vientre
desde el aletargado deseo
de que este año no se acabe nunca.

© Anabel

viernes, 4 de septiembre de 2009

Mares

Para Mar, con todo mi cariño por su estupendo regalo.
Una y otra vez volvía a pasar el bolígrafo entre los enredados rizos de la sirena o por la espuma de verde mar o por las caracolas o por los pezones orgullosos o por el iris de sus ojos retadores. Durero, Rembrandt, Picasso, Bacon… cuántos se habían autorretratado. Unos lo hacían con ánimo de publicidad, como experimento para ver el paso del tiempo sobre el propio rostro, como ejercicio de vanidad, como muestra de maestría… Pero ella no lo hacía por ninguna de esas razones. Es que se sentía viva; su dibujo era la muestra patente de que respiraba a pesar del agua salada y de las mareas frías; la evidencia palpable de que había sobrevivido a maremotos y temporales, sólo ayudada por su cola de sirena y sus lápices de colores. Se sentía vencedora, resucitada de un mundo gris y fétido, aliviada por sentir de nuevo aire en sus agallas, agallas casi atrofiadas que habían vuelto al resplandor de días mejores. Erguida sobre sus pechos, soberbia después de vencer tan ardua batalla, poderosa tras haber filtrado tanto dolor, sabe que todo lo que vendrá sólo puede ser mejor. Es el convencimiento de quien ha tocado fondo.

Sola ha salido a pasear por las calles bulliciosas que tanto la han acompañado en su destierro interior. Qué mejor que la gente, que el sol, que una cerveza bien fría para encontrarse en el Paraíso sin formar parte de él. Es fantástico recordar que se siente cuando el miedo no te pisa los talones. Y ella no lo sabe, al menos inmediatamente, pero en ese momento su aura despierta tal magnetismo que todo el mundo que pasa a su lado la ha de mirar por fuerza, ha de asombrarse de cómo cruza sus piernas sentada en la terraza, de cómo dibuja sobre un papel cualquiera, de cómo se lame la espuma que la cerveza ha regalado a sus labios. Nadie sabe quién es, pero todos la reconocen. Todos excepto uno, que sabe quién es y siempre la ha conocido.
-¡Marina! ¿Eres tú?
Marina levanta su mirada del papel, pone su mano derecha sobre la frente para intentar que la luz del Sol no deslumbre la figura de aquella persona de la que su voz le resulta familiar. Él se sienta en frente de ella para que pueda verle.
-¿César? ¡César! Madre mía, cuánto tiempo.
Se besaron en las mejillas. De una forma natural, como si el tiempo no hubiera transcurrido desde la última y lejana vez en la que se vieron, empezaron a esbozar acontecimientos y sucesos despojados de toda emoción, como si hubieran carecido de relevancia. Es curioso cómo se puede relatar con tanta frialdad, casi indiferencia, hechos que fueron fundamentales, muy dolorosos y complicados a una persona a la que hace años que no se ve. Fue tan sencillo. Pasaron dos cervezas y una tímida insinuación de César para cenar el viernes. Marina se sorprendió a ella misma mostrando tan buen grado al aceptar la invitación.

César nunca había olvidado los besos de Marina ni los escalofríos de adolescente cuando le acariciaba el pubis; siempre la había mantenido en un lugar preferente, era su recuerdo favorito en las noches de soledad y en los momentos en los que evitaba hacer examen de conciencia. Toparse con ella después de tantos años, cuando la había convertido en un ideal imposible, sólo podía significar una nueva oportunidad, una nueva mano que el destino le procuraba y, esta vez, plagada de ases. Y no iba a perder. Este intervalo de tiempo había sido necesario, estaba seguro de ello, para hacer acopio de experiencias, de sensaciones, de modos y maneras con el único fin de poder mostrarle a Marina todo lo que había atesorado para ella. Entre esos tesoros se encontraba la paciencia. Sabía que debía ir poco a poco, despacio y suavemente, no porque ella lo necesitara o porque fuera la mejor manera de entrarle, sino porque él había aprendido a disfrutar de la lentitud de un comienzo, de la tarea de hilar antes de echar la primera puntada, porque ésta tenía que ser precisa y delicada.

Princesa de un nuevo mar, Sirena dispuesta a bucear en mares más profundos. Segura. Estar cerca de César le hacía amar la batalla que había vencido, ver el pasado como el escalón necesario hacia una orilla verdadera. Se tumbó en la arena, desprotegida, libre, dispuesta a entregarse a una luz que alguna vez había sentido, pero que ésta, la luz de César, iba a ser la que realmente llenara su corazón y la convirtiera en la mujer que ella siempre había sido.
© Anabel