domingo, 30 de junio de 2013

Esplendor en la hierba





He llegado al punto de no retorno,
al cénit de la línea de mi existencia,
al lugar donde tanto tiempo había soñado habitar.
No todos los huecos están llenos y en algún rincón no luce el sol,
pero, en lo más profundo de mi consciencia,
siento que estoy donde debo estar.
Y en mi intimidad sé que el disfrute de este presente
lo apreciaré mucho más al recordarlo
en el descenso lento e irreversible que le habrá de seguir.

© Anabel

jueves, 20 de junio de 2013

Tener arte



Hay arte en cerrar sin dar portazos,
en irse dejando un aroma casi imperceptible
cuando ya no haya nada que aprehender.
Hay arte en saber aceptar los rechazos
respirando el nuevo aire
que nos regalarán otros síes.
Hay arte en aguantar el dolor
sin gritar lamentos
que solo lastimarán otros oídos.
Hay arte en mantenerse libre e independiente
sin exigir atenciones ni pleitesías
que hay que ganarse verso a verso.
Hay arte en aceptar la vida como viene,
en saberla llevar, sobrevivir,
y en ser agradecido por lo que se tiene.
Este arte no se da en las escuelas,
sólo la humildad te hará merecedor del respeto
de las pocas personas
a las que realmente importes.


© Anabel

sábado, 15 de junio de 2013

Penélope (Génesis, 3 y último)


Mapa que se hizo Nabokov para leer el Ulises de Joyce


Tenía que haber salido hace un cuarto de hora. Si no me doy prisa, no llegaré puntual y si corro, llegaré sudada. Joder. Siempre me pasa lo mismo. No voy a coger un taxi para irme a depilar, menudo negocio, y justo esta semana han cambiado el recorrido de los autobuses. Adivina cuál tengo que coger. Y en cuanto salga de depilarme aún he de hacer unos cuantos recados más. La mañana va a ser larga. No he de olvidarme de comprar los regalos, no puedo plantarme en Granada con las manos vacías. Tal vez un pañuelo, o una colonia… No sé, a ver qué se me ocurre. Suelo salir airosa cuando improviso, igual que en las presentaciones. Se me ha atascado el cuento de Azucena y el cactus. Tengo el personaje, su presente y su profesión, pero no sé cómo unirlo con la ermita de San Benito y el cactus. Es que me meto en cada berenjenal. Y, ése ¿qué mira? Los hay que no se cortan. Jolín, ni que fuera desnuda. Primitivos. El que quiero que me mire, ni se entera de que existo. Así va esto, como los relatos, unos salen rápido, nada más abrir el Word ya tienes medio cuento en la cabeza, y otros… Me he empeñado en poner el cactus y, aunque aparece en la foto de la ermita, no hay manera de ligarlo con la protagonista. No he de obcecarme, al final salen, pocos se resisten, sólo he de olvidarme conscientemente del tema. Ahora hablaba de relatos, no de hombres. Mira, un escaparate lleno de cámaras de fotos, de objetivos, de álbumes… Sí, que ella será fotógrafa lo tengo claro. ¿Qué hace un fotógrafo? Fotos, obvio. Así que Azucena se encuentra en la ermita de San Benito en Monegrillo para tomar fotos. ¿De qué? ¿De la vegetación? Allí entraría el cactus… No, irá a hacer un reportaje sobre la romería. Vale, y entonces sacará fotos de la gente. Bien, ¿qué más? Gente que sale en las fotos… Poco original. A ver si cojo el semáforo en verde.

—He estado a punto de anularte la cita.
El padre de Ana se está muriendo y ella se pasa la sesión pendiente del teléfono. 87 años, un cáncer y un ictus superados, más los achaques que la vida va regalando.  Parece que ya se ha cansado de seguir luchando. Pobre. O afortunado. Hace una semana murió el tío Paco. Los mismos años, con cáncer de piel. El hermano mayor de mi padre. ¿Cuántos años tiene mi padre? 81. Él no ha sufrido ninguna enfermedad importante, bueno, excepto la operación de la prótesis de rodilla. No lo quiero ni pensar. Qué triste estaba en el entierro de su hermano. Es el primero, empieza la rueda, exclamó en el tanatorio. ¡Ay! Eso ha dolido.
—Lo siento. ¡Sí que te he hecho daño!
—No pasa nada. ¿Tienes un pañuelo?
Siempre se me olvida coger un pañuelo antes de subirme a la camilla. Es primavera, la alergia me juega malas pasadas. Aunque ahora no ha sido la alergia. No lo quiero ni pensar. Mejor vuelvo al cuento. Ahora ya no me concentro, jolín, puñetera muerte. A ver, fotos, gente, romerías, funerales… Bueno, un muerto, tampoco es original. Vale, fotografía a un muerto. Algo habrá que añadirle para que la cosa no resulte tan manida. ¡Ay!

Menos mal que me he puesto calzado cómodo, hoy daré la vuelta a Lleida. Ahora a la editorial, a recoger el borrador. Tuve mucha suerte con mi primer libro, el segundo va a ser más complicado. He de pensar si realmente quiero sacarlo, no estoy convencida. No tengo ganas de presentaciones, de obligar a los amigos y conocidos que acudan y compren un librito que no les va a aportar nada. Nada en absoluto. Hay mucho de arrogancia, de egocentrismo en el querer que te lean. ¿Para qué? ¿Acaso llega al lector algo de lo que escribo? ¿Es importante lo que cuento, transcendental? Al menos, ¿pasan un buen rato? Estoy cansada. He de reconocer que últimamente me canso pronto de todo, que miro mucho dónde y cómo gasto mis energías. Y ¿Beatriz? ¿Qué haré con ella? ¿La publicarán o es un libro tan raro que no verá la luz nunca? Casi mejor. Tal vez, si se publicara, tendría que dar demasiadas explicaciones. Qué tontería. No tengo que dar ninguna explicación. Habría quien lo entendiera y quien no. Y ni siquiera sería significativo que alguien lo entendiera. Entonces ¿para qué escribo? Han dejado bonita esta zona, soterrar la vía del tren fue una buena idea. Han dado nueva vida al barrio, lo han unido con el resto de la ciudad.  Anda que no ha cambiado Lleida en 20 años. Es completamente diferente de cuando llegué. Me alegra comprobar que soy capaz de conjugar en primera persona del singular, por fin. Cuántas cosas han cambiado.

El olor a libro, a tinta siempre me ha gustado. Es el olor a letra. Esta mujer es muy amable, tanto por teléfono como en persona. Atiende muy bien. Tiene pinta de llevar muchos años en la editorial. ¿Cuánto cobrará? Seguro que no mucho y encima tiene horario partido.
— ¿Quieres que llame a Ramón?—me dice solícita Isabel, creo que así se llama.
—No, no hace falta. Gracias. Adiós.
Ramón ya me ha dicho todo lo que tenía que decirme. Tal vez fui yo la que no le dije todo lo que debía, pero no vale la pena. No iba a conseguir cambiar el resultado. Pensé que iba a encajar peor el no, a veces me asombro de mis propias reacciones: esta negativa me ha hecho sentir aliviada. Sí, casi no me importa. Creo que me va a beneficiar. Otras puertas se abrirán y probablemente mejores. Entonces ¿quieres publicar o no? Tampoco he de decidirlo ahora. Me olvidaré del tema por unos días. Irme a Granada me irá de maravilla. Me despejará. Me hará sentir lejos de mi cotidianidad. Es un encuentro que ha sido postergado mucho tiempo. Demasiado. Pero la vida no deja cabos sueltos, no, no los deja. En este caso, dichosamente. A ver si en aquella tienda de complementos hay algo que me guste. Luego, espero llegar a la de inciensos antes de que cierre. Eso también puede servir como regalo y un poco más original. El cuento no me va a salir muy original, algo he de añadir que le dé un toque diferente. Creo que el título lo he de cambiar, Azucena y el cactus ya no pega, aunque los dos salgan en el mismo. Va, relájate. Ahora ya tienes una trama, sólo has de tirar del hilo, seguro que en cuanto me meta en la historia la acabo en una sentada.

Me encanta este establecimiento y el olor. El ambientador ¿también está dictado por la franquicia? He de observar si el Zara de Zaragoza huele de la misma manera que el de Lleida. Hace días que no visito la capital maña. Echo de menos los paseos por Alfonso y la plaza del Pilar, los amigos. El talante maño. He de acabar el cuento antes de irme, que si no Pilar me cuelga bocabajo. Ella ya ha acabado el suyo.  Lo de ir escribiendo cada mes un cuento es una manera de mantenerse ágil mentalmente, de prevenir el alzhéimer y además no perdemos la costumbre de enfrentarnos al folio, bueno, a la pantalla en blanco. Qué pulseras más bonitas. No salen caras. ¿Dónde están hechas? Espero que no ponga Made in India. ¿Las habrán hecho niños en condiciones míseras? ¿Hago bien en no comprarla? ¿Es tan sencillo? Tenemos más información que nunca y aun así carecemos de la seguridad de si la información es veraz. Al final va a ser lo mismo tener un exceso de información que no tener ninguna. Todo son dudas. Este pañuelo verde me gusta mucho. ¿Miro dónde está hecho o no? Jolín, qué difícil. Made in Spain. Bueno, he de suponer que aquí no hay esclavitud, al menos, todavía. Lo compro. Ya tengo un regalo para la madre de Javier. Espero que le guste. Qué ganas de ir a Granada. Hace 30 años que estuve en el viaje de estudios de 8º de EGB y mis recuerdos son borrosos. Cogimos tal cogorza la noche anterior de visitar la Alhambra que las compañeras que dormimos en la misma habitación no despertamos y nos perdimos la visita. Yo decidí ir a verla por la tarde, aunque me saltara el resto de la planificación del día. Pero no recuerdo nada, creo que había obras y no pude ver el Patio de los Leones y el barrio del Albaicín no me pareció nada especial. La tarde estaba tan nublada como mi recuerdo. Estaba escrito que yo debía descubrir la Alhambra en otro viaje. Éste será el viaje y sus recuerdos, dentro de 30 años, serán mucho más nítidos y hermosos.

Al final me he gastado una pasta, pero necesitaba comprarme algo de ropa. Que también me lo merezco. Tanto controlar el dinero me tiene frita. Llegar a final de mes es una odisea. Me dan ganas de buscar otro trabajo, pero ¿de qué? Desde luego, de escritora va a ser que no. También me entran ganas de irme de este contaminado país, pero mi conocimiento de lenguas es patético: castellano, catalán, un poquito de inglés y un poquito de francés. ¿A dónde voy con eso? Supongo que un par de meses en el extranjero son suficientes para, por lo menos, entender y defenderse en un idioma foráneo. No sé si sería capaz de conseguirlo, lo de hablar otro idioma y lo de buscarme la vida fuera de España, me refiero. A la fuerza ahorcan. Hora. Me he entretenido mucho en Natura, ahora he de apresurarme si quiero llegar a la tienda de inciensos. Calle la Palma, arriba y en cinco minutos estoy.

Araceli. Altar del cielo. Le va el nombre, sin duda, ella está vinculada con el cielo. Se crean o no en estas cosas, hay que reconocer que existe gente con un sexto sentido, con una conexión especial que sólo algunas personas poseen. Me explica qué inciensos les pueden ir mejor a Javier y a su madre. Luego, me aconseja unos para mí. Que estoy cerrada, que me abra al amor porque no me lo creo, porque no tengo confianza en mí misma, que lo tengo cerca, muy cerca, que estoy en el final del proceso, pero que aún me falta.  Suspiro de incredulidad y Araceli lo capta al vuelo. Intentaré no ser tan negativa. Me visualizo dentro de una pirámide verde, verde para la protección. A mis hijas, las meto dentro también. El incienso no hace daño y huele de maravilla. Hala, otros tantos euros. Y aún no he terminado: ahora toca ir al Carrefour a llenar la nevera y la despensa para que mis hijas tengan qué comer los días que voy a estar fuera.  Puto dinero. Me duelen los pies.

Siempre termino llenando el carro. No sé cómo voy a poder subir todo esto yo sola. Que me la suban. Menos mal que no he olvidado coger las bolsas. Hay que reciclar. En casa las tres hemos adquirido esa costumbre, aunque reconozco que supone un cambio de mentalización y un esfuerzo, sobre todo con un piso pequeño. Espero que lo haga mucha más gente, si no, no servirá de nada. Chicles, no, que aún me quedan. Al final, hasta he cogido unas golosinas para la perrita de Javier. Sería genial que no me diera la alergia. Ya veremos. Creo que he comprado suficiente. Son sólo cinco días y ellas ya son mayores, pero quiero dejarlas surtidas, que no tengan que ir a comprar. Les dejaré dinero en el joyero, por si acaso. Por si acaso, por si acaso… Como si se pudieran controlar los imprevistos. Por algo son imprevistos: porque no se pueden prever. Tremendo el espacio vital que ocupa el tío. Madre mía. Un brazo suyo son tres míos. Lleno de tatuajes. ¿Qué les verán a los tatuajes? Debo ser muy antigua o será por deformación profesional, pero qué poco me gustan. Lleva tatuada hasta la cabeza, se le ven los símbolos étnicos debajo del pelo tan corto. Piercings, anillos, pulseras de cuero, gafas oscuras, camiseta negra con dibujo de algún grupo musical que desconozco. Full equip. ¿Heavy? En mis tiempos sería heavy, ahora ya no lo sé. Sólo me falta subir las cervezas a la cinta de la caja, a ver si puedo y no me rompo ninguna uña en el intento. Joder, ahora se me rompe el plástico.

— ¿Te ayudo?
Pues para la pinta que tiene, su voz es agradable. ¡Coño! Ha cogido el pack de veintiocho cervezas con una sola mano, la otra la tiene ocupada con su compra, y las ha puesto sobre la cinta como si levantara un quilo de arroz. Hay que joderse, que me ha excitado el hombretón. Casi no he sido capaz de darle las gracias. Menos mal que las gracias no salen de las bragas. Qué tontería llevo encima. Voy a dejar de mirarlo y a concentrarme en pagar a la cajera. Ahora hasta me parece menos feo. Mira, de esto puedo sacar un cuento. Un pelín subido de tono. Concéntrate, que te está hablando la cajera. Sí, sí, tengo ascensor y la dirección es correcta. A ver si el tiarrón se queda con la dirección y me hace una visita con la excusa de subirme la compra… Para el cuento que va. La cajera debe flipar: me estoy riendo sola.  En fin, dejemos de elucubrar situaciones hipotéticas. Pero ¿cuántas bolsas llevo? ¡Por dios!  En cuanto llegue a casa, lo primero que haré será abrirme una cerveza bien fría para calmar el calor y la sed. Es el mejor de los placeres, lo mejor de la mañana.


© Anabel

sábado, 1 de junio de 2013

28 latas de cerveza (Génesis, 2)



Allí mismo, delante del mostrador y de la cajera insidiosa, Mariona empezó a pensar que se había puesto demasiada ropa. La temperatura en la sucursal bancaria era muy alta y la falta de transpiración estaba haciendo de las suyas debajo de la chaqueta de imitación a cuero. Cuando ella y sus recibos lograron alcanzar juntos la calle, la brisa, aún matutina, la refrescó. La siguiente parada era Hacienda, donde tenía cita para que le hicieran la declaración si sobrevivía a una cola de gente que parecía arrastrar toda la grisura del momento presente. Se quitó la asfixiante cazadora y dejó que ese indiferente calor humano impregnara la blusa y se mezclara con su propio sudor. Es evidente que los funcionarios no aprueban la oposición según su simpatía, pero los hay que parecen haberla aprobado por el nivel de indiferencia que dispensan a los usuarios. Se le ocurre a Mariona que la funcionaria en cuestión aún pone demasiada buena cara para los diversos y variados olores que ha de soportar. Así que decide, antes de que le toque el turno, ir al baño a pasarse una toallita de colonia por las axilas y el escote. Que no sea ella la que contribuya a un malestar que no le va a beneficiar en absoluto. Tras un intercambio de información seco y eficiente, Mariona sale a la calle con la declaración de la renta ya hecha. Medianamente satisfecha por la faena realizada, pensó que podía regalarse un momento dulce dando una vuelta por el Abacus. Fue directa a la sección de poesía y miró golosa diferentes volúmenes, ojeó a Vicente Gallego, a García Montero, y caviló qué extrañas fuerzas de la naturaleza pueden unir en pareja a dos figuras de la literatura española actual. Acarició las guías de viajes, especialmente una sembrada de estupendas fotografías de los fiordos noruegos, con la esperanza de que le invadiera un poco del frío y de la calma que aquellas instantáneas inspiraban. El fin de mes no daba para más lujos. Y, como colofón a semejante mañana, al supermercado, que algo tendría que poner sobre la mesa si no quería una rebelión a bordo.

En el supermercado Mariona pensó en quitarse la cazadora, pero pensó que sería para un momento y llevarla en la mano le estorbaría más que si la mantenía puesta. Sabía que, aunque llenara el carro en pocos minutos, tardaría mucho más esperando en la cola para pagar. La una y media de la tarde debía ser la hora punta de las cajeras porque el número de las que estaban abiertas era inversamente proporcional a la longitud de las filas. El calor volvía a hacerse sentir pegajosa, pero aguantaría hasta llegar a casa sin despojarse de la chaqueta. Notó una muralla de aire caliente detrás de ella. Era un hombre de unos treinta años al que le sobraban al menos veinte kilos, ataviado con unos pantalones anchos tobilleros y una camiseta negra con una estampación que parecía el logotipo de algún grupo de heavy metal. Los antebrazos, tatuados, incluso su cabeza, rasurada al uno, lucía dibujos de símbolos étnicos tan de moda, sin olvidar los peircings que dotaban a sus orejas de un aspecto muy pesado. Llevaba la compra, de varios bultos, sostenida con el antebrazo y apoyada en su incipiente barriga. Le pareció un hombre que ocupaba demasiado espacio vital y al que no le hubiera gustado encontrarse en plena noche en un callejón sin salida. En un intento vano de avanzar, subió, en cuanto le dejó el cliente de delante, la compra a la cinta transportadora de la caja. El pack de veintiocho cervezas, cogiendo veinticuatro regalaban cuatro, se le resistía y le estaba haciendo transpirar de nuevo: casi se rompe una uña y el plástico se estaba rajando.

− ¿Quieres que te ayude?

A Mariona le pareció imposible que esa voz profunda, con ciertos ecos de madera de cerezo, proviniera del espécimen que tenía justo detrás de ella. No le dio tiempo a contestar la pregunta retórica cuando el hombretón cogió el pack de veintiocho cervezas con su mano izquierda y, como si de un paquete de un kilo de arroz se tratara, lo colocó lentamente sobre la cinta. En milésimas de segundo, el hombrón se había transformado en un macho imponente: su ademán grosero era ahora una fuerza poderosa de la naturaleza; su gordura, sinónimo de grandeza; su fealdad se había convertido en singularidad; los ojos parecían haberle crecido, así como su brillo; las manos prometían viajes por aguas turbulentas; sus piercings y tatuajes simbolizaban el poder de la tribu a la que pertenecía y la pantorrilla peluda era una muestra de la hombría que esa indumentaria escondía. Mariona notó que su sudor ya no solo emanaba de las axilas, lo notó discurriendo entre los pechos y empapando las bragas. Su mente, irremediablemente, la transportó.

El gran hombre le subiría la compra a casa.

− ¿Dónde quiere que se la ponga?

Y Mariona le indicaría la cocina, donde él diligentemente la dejaría y, acto seguido, le entregaría el ticket. Ella se acercaría a coger el pedazo de papel pero, sin poderse reprimir, le asiría la mano y la pondría sobre su pecho izquierdo, el cual quedaría absolutamente cubierto. Podría sentir sus latidos rebotando en la palma de su mano. Con un gesto increíblemente elegante, él la acercaría hacia sí y la besaría en la boca profundamente, en una conjunción perfecta entre el gusto metálico del piercing y la saliva. Huérfano el pecho, agarraría con ímpetu las nalgas de una Mariona ya absolutamente entregada y, en un arrebato tan refinado como los movimientos que habría hecho hasta el momento, la sentaría en la mesa de la cocina, apartando de un manotazo lo que estuviera sobre la misma. Metería las manos entre las piernas de Mariona, le arrancaría las bragas mojadas e investigaría los recovecos de su cueva expectante. Mariona le quitaría, torpemente, la camiseta y deleitaría la vista en unos simétricos pectorales cubiertos de un negro vello salpicado de brillos rojos que surgirían de los tatuajes. Olería a barro de bosque. Le desabrocharía los pantalones y su miembro se abriría camino distinguidamente para mostrarse orgulloso y magnífico entre las piernas de Mariona. Desearía lamerlo, desearía conocer el sabor de las raíces de los árboles más robustos, de la gelatina que surge de los reyes de las tribus, de la dureza elástica del tótem del altar.

− ¡Señora, señora! ¿Oiga, señora, es una compra a domicilio?

Mariona aterrizó de sopetón en el supermercado, el sudor había impregnado totalmente la ropa. Se había ruborizado porque en su embeleso no había sido capaz ni de darle las gracias al gigante, ni de reaccionar a la pregunta de la cajera. Se quitó la cazadora, no podía soportarla por más tiempo.  La blusa blanca se le había adherido completamente a la piel y exponía a la luz, como un entrometido paparazzi, las formas turgentes y excitadas de los pezones. Una gota de sudor se quedó atascada en el escote y refulgió en los ojos del rey de los bosques, quien poblaría los sueños húmedos de Mariona durante bastantes meses.

© Anabel