miércoles, 1 de agosto de 2012

La teoría de la relatividad


Maldecía la vida que se le acababa, la que había vivido y la que no tuvo. No podía maldecir la que soñó alguna vez porque fue la única que le permitió sentirse vivo. Y ahora, que tan solo le quedaba una noche por delante, tenía la seguridad de ser inmortal, infinito, de poseer todos los segundos del mundo en el cuenco que sus manos formaban mientras se lavaba la cara. Sin embargo, ese tiempo se le escapaba como la misma agua entre los dedos.

Odiaba a la gente en general. Los recuerdos lo incomodaban sobremanera porque siempre aparecían personas en ellos. Por eso los más recurrentes eran de cuando fumaba “chinos”: su cuerpo se aflojaba y se abría como una sandía madura desparramando el jugo rojo y las pepitas negras por la inmensidad de la Tierra, procreando hijos al lado de los arroyos, en los bosques, en las colinas y en el fondo de los océanos. En cada concepción, el orgasmo le provocaba espasmos que le hacían sudar de una manera casi dolorosa y despertaba completamente empapado. El agotamiento le dejaba relajado por unas horas en las que su mente se quedaba absolutamente en blanco. Eran las horas más placenteras, por las que, si pudiera conseguirlas, volvería a matar. Perdió el atenuante que le hubiera salvado de la pena de muerte porque no se declaró drogadicto. Para Jason “soñar” de esta forma era un descanso, una recuperación necesaria para seguir luchando un poco más. Él podía controlarlo, era fuerte, el más fuerte y el menos compasivo. El poder y el miedo le ayudaron a dirigir el tráfico de drogas en el barrio a las afueras de Oklahoma City donde le criaron sus abuelos. Se resistía a pensar en sus abuelos, una pareja de débiles viejitos negros sin alma por mucho que fueran a rezar a la iglesia evangelista, a ese Dios al que tanto creían y que jamás les demostró que la bondad existiera. No tenían alma porque se la vendieron al diablo de la sumisión, de la aceptación de la desgracia. Acogían a sus nietos como si así redimieran algo inconfesable: la culpa por no haber sabido educar a su única hija, Ashley. Cómo iba a olvidar Jason la imagen de su madre tirada en el callejón, al lado de los contenedores de basura, con la sangre aún abandonándola por la nariz después de la última pipa de crack. Dolor. Como cuando encontró el cuerpo de su hermanastro Jimmy Lu, pobre pelele, que no superó el complejo de su mestizaje asiático por el que fue apaleado hasta morir. Dolor. Ser el amo era la única solución para sobrevivir y Jason lo había conseguido. Su código de honor era estricto y muy particular, pero siempre se ceñía a él. Nunca mató sin motivo, pero tampoco le tembló el pulso a la hora de apretar el gatillo. Excepto una sola vez.

A la excepción de saltarse su código de honor había que sumar una más y las dos confluían en una mujer: Lorelane. Era la única persona que su recuerdo no le dañaba. Las mujeres habían sido para Jason un lugar donde olvidarse de las tensiones, un cobijo en el que desbordarse por entero, una avenida húmeda por la que pasear su exuberante virilidad. Hasta que aparecieron esos ojos que le hicieron descubrir un nuevo nivel de sensaciones.  Al principio creyó que lo que le hacía sentir Lorelane era debido a que follaba estupendamente, como una gata callejera que araña si le aprietas y ronronea si la acaricias bien, pero no tardó en darse cuenta de que echaba más de menos su presencia que el hueco de entre sus piernas. Esa emoción lo transformaba en un ser vulnerable y decidió tenerla siempre a su lado. Pero era más gata de lo que había imaginado: ella quería seguir siendo libre. Dolor. Jason normalmente acababa aquí este recuerdo, pero ahora que tenía todo el tiempo del mundo en sus manos deseaba alargarlo, que no tuviera fin, aunque eso supusiera que le doliera cada uno de los huesos del cuerpo. Tenerla en la mente era lo más cerca que había podido estar de ella durante estos años en el corredor de la muerte. Sus ojos no le habían abandonado, tal vez la única parte de su cuerpo que siempre le fue fiel. Lorelane chupándole la polla a ese negro de mierda. Dolor. Dos tiros y desaparece el padecimiento, dos tiros y sigues siendo el amo del mundo, el que posee esa mirada para siempre. Cuando la poli encontró en el registro de su piso el frasco que contenía los ojos de Lorelane atesorados en formol, lo primero que sintió fue un gran cabreo, aún tardó unos instantes en darse cuenta de que no tenía escapatoria. Dolió.

Ahora le duele el tiempo que le parece más infranqueable que la prisión que lo encierra. Es el tiempo quien realmente lo recluye en una espiral que no cesa de girar, de retornar al pasado continuamente. Se siente poderoso por primera vez en muchos años: en unos minutos, mientras esperaba la última cena, ha repasado su vida, ha revivido en segundos lo que le costó experimentar algunos lustros. Es flexible el tiempo, no le asombra: durante su condena ha podido experimentar la maleabilidad de los relojes, los inacabables segundos y la rapidez con la que las dos horas de una visita pueden transcurrir. Siempre. Ahora es siempre. El ahora acumula lo que va a acontecer. Ya casi no duele. Se acabará pronto. Pronto puede ser una espera infinita y todavía podría revivir. Él sabe cómo manejar el tiempo, lo ha cortado unas cuantas veces. Coge de la bandeja el cuchillo especialmente solicitado para comerse su postrero chuletón y, con los ojos fijos en los de Lorelane, se rebana el cuello en un momento eterno en el que el guardia no puede hacer nada por evitarlo.

© Anabel

2 comentarios:

  1. Ahora no puedo facebuquearlo, pero tengo que hacerlo.
    Me parece una joyita este relato. Un regalo para los lectores ávidos. Me gusta ese modo implacable de no escribir lo que hay, sólo registrando lo que hay. Sin más. Todo limpio (en realidad lleno de mierda por todos lados), para que el lector construya el resto.
    Daría para un thriller de investigación criminológica, con su toque espeluznante. ¿Te imaginas empezando por el registro de la casa de Jason? Llega el poli y, de pronto, ¡zas! se encuentra con el par de ojos en bote... Luego flashback. En el callejón una joven muerta sangrando por la nariz...

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  2. Si yo fuera un condenado, me pediría, a modo de última cena, un relato como los que, por fin, vuelves a escribir. Sería una forma única de redención, o algo así.

    Me ha gustado, y sorprendido tu regreso. Me ha gustado, digo, porque te esperaba, porque sabía que el tiempo te devolvería a este lugar, para ponerte de mi lado, o del lado de mi necesidad lectora. Y me sorprende el relato que has escogido, que has gestado, para acompañarme o saciar mi primer desayuno o mi última cena, según se mire y según quiera entenderse.

    En fin, sintetizando, que si no, el paraíso se esfuma... que has sido, otra vez, un placer con cuerpo de letra.

    Mi admiración.

    Mario

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