Me he criado en un sexto piso con unas vistas magníficas.
Desde el balcón de comedor se podía ver toda la plaza Santa Clara, que había sufrido múltiples transformaciones desde los años 30 cuando era un mercado de ganado. La plaza debe su nombre al convento de clarisas que estaba justo en frente de mi portal. Se distinguían perfectamente las partes del mismo: iglesia, celdas, jardines, cultivos… A las monjas, que eran de clausura, únicamente se las podía ver a través de la reja situada en la parte trasera de la iglesia o desde mi balcón, donde las miraba trabajar el huerto, en el lavadero y tañer las campanas. Ninguna grabación, auténtico toque de campanas. Echo tanto de menos ese sonido. Detrás del convento, sólo campos, parcelas, árboles.
Siempre pinto las montañas de azul. Recuerdo que de niña me decían que por qué no las pintaba de marrón o verde. Desde la galería de la cocina la panorámica era fantástica: toda la sierra de Guara imponente y en tonos azules y blancos, en invierno. ¿Cómo iba a pintar las montañas de otro color? Un poquito más cerca, Montearagón, maltrecho castillo que todavía se resiste a ser asaltado por el tiempo y el abandono. Mi padre le pidió a mi madre que se casara con ella en semejante enclave durante una excursión. Hoy en día, en un lugar escogido de mi casa, tengo una reproducción de Beulas del castillo de Montearagón, y es en tonos azules y grises. Más hacia la derecha, la ermita de Salas a tan sólo un kilómetro. Salas, el lugar más concurrido en las noches de verano para ir con la pareja.
Y desde el ventanuco, totalmente ilegal, de la despensa se podía admirar la cúpula y el campanario de la Basílica de San Lorenzo, nuestro santo patrón. Campanas, campanas otra vez, acompañadas por los traqueteos de los madrugadores tractores que emprendían su jornada laboral conducidos con lentitud pasmosa por los agricultores de la calle San Lorenzo hacia la huerta.
Desde el balcón de comedor se podía ver toda la plaza Santa Clara, que había sufrido múltiples transformaciones desde los años 30 cuando era un mercado de ganado. La plaza debe su nombre al convento de clarisas que estaba justo en frente de mi portal. Se distinguían perfectamente las partes del mismo: iglesia, celdas, jardines, cultivos… A las monjas, que eran de clausura, únicamente se las podía ver a través de la reja situada en la parte trasera de la iglesia o desde mi balcón, donde las miraba trabajar el huerto, en el lavadero y tañer las campanas. Ninguna grabación, auténtico toque de campanas. Echo tanto de menos ese sonido. Detrás del convento, sólo campos, parcelas, árboles.
Siempre pinto las montañas de azul. Recuerdo que de niña me decían que por qué no las pintaba de marrón o verde. Desde la galería de la cocina la panorámica era fantástica: toda la sierra de Guara imponente y en tonos azules y blancos, en invierno. ¿Cómo iba a pintar las montañas de otro color? Un poquito más cerca, Montearagón, maltrecho castillo que todavía se resiste a ser asaltado por el tiempo y el abandono. Mi padre le pidió a mi madre que se casara con ella en semejante enclave durante una excursión. Hoy en día, en un lugar escogido de mi casa, tengo una reproducción de Beulas del castillo de Montearagón, y es en tonos azules y grises. Más hacia la derecha, la ermita de Salas a tan sólo un kilómetro. Salas, el lugar más concurrido en las noches de verano para ir con la pareja.
Y desde el ventanuco, totalmente ilegal, de la despensa se podía admirar la cúpula y el campanario de la Basílica de San Lorenzo, nuestro santo patrón. Campanas, campanas otra vez, acompañadas por los traqueteos de los madrugadores tractores que emprendían su jornada laboral conducidos con lentitud pasmosa por los agricultores de la calle San Lorenzo hacia la huerta.
© Anabel
Que bella pintura de tus impresiones primeras, en tu primaria juventud...tienes un don especial para describir, paisajes, sensaciones, e introspeccionar tu alma...siempre te diré lo mismo...me gusta leerte....azpeitia
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