Siempre había deseado tener una casita de muñecas. Todas las vísperas de Reyes se acostaba mucho antes que sus hermanos, aunque, como ellos le recordaban, no podría dormirse. Y es que era tal su excitación mientras imaginaba cómo podría ser su casita que, hasta bien entrada la madrugada, Andrea no conciliaba el sueño.
Cumplió los 10 años y los Reyes Magos todavía no le habían concedido su deseo. Estaba aburrida de muñecas Nancy y vestidos, juegos de mesa y libros. Quería una casita de muñecas donde poder construir su propio mundo, su particular universo pequeñito, donde sus muñequitas siempre estuvieran bajo techo, en la cama si era de noche y en la mesa si tocaba comer, no todas revueltas y amontonadas en una desvencijada caja de cartón. No lo entendía, le parecía injusto pues sus amigos pedían muchos regalos y ella sólo uno, nada más que uno. Además, era una niña obediente y aplicada, que atendía en clase y sacaba buenas notas, que hacía caso a sus papás y cuidaba de sus hermanos cuando era necesario. ¿De qué le servía portarse bien? Hasta su hermano Hugo, que era un mal estudiante, había recibido una pelota de fútbol reglamentaria con la que jugó toda la mañana de Reyes en la plaza. Andrea pasó esa misma mañana viendo desde el balcón del comedor cómo disfrutaba su hermano, sin abrir siquiera su fantástico estuche de dos pisos. Observó, con celos, su energía al chutar y su orgullo al elegir a quién se la dejaba, e imaginó lo feliz que podía haber sido si los Reyes Magos se hubieran leído la carta. Porque sólo podía existir esa explicación: los Reyes Magos de Oriente, saturados por el trabajo de repartir juguetes a todos los niños del mundo, no habían podido leer atentamente su misiva y supusieron que querría lo más habitual. El año anterior, siguiendo esta teoría, escribió una escueta e inequívoca carta: QUERIDOS REYES MAGOS, SOY ANDREA SOLER ARÓSTEGUI Y SÓLO QUIERO UNA CASITA DE MUÑECAS, esto último con letras más grandes todavía que el resto y en color rojo. Pero Andrea tampoco recibió ese año su ansiado presente, tuvo que conformarse con una pluma, un diario decorado con vistosos colores y dos vestidos de noche de la Nancy, eso sí, con sus correspondientes complementos. Si por aquel entonces se hubiera estilado la palabra depresión, ésta hubiera sido la descripción exacta a su estado de ánimo. Algo dentro de ella le apremiaba, le decía que se le acababa la niñez, que dentro de poco, tal vez uno o dos Reyes más, ya no le dejarían pedir juguetes, le argumentarían que ya era casi una mujer y que habría de pensar en otro tipo de regalos como ropa o zapatos. Se le acababa el tiempo, se le acababa la niñez.
El año en que cumplió 11, Andrea se hizo mujer. Fue una tarde calurosa de verano, mientras jugaba en el patio con sus amiguitas resguardadas de la solanera. Un tenue pero molesto dolor le había acompañado por la mañana; pensó que se habría resfriado el vientre. No se quejó para no tener que oír decir a su mamá “eso te pasa por no hacerme caso, Andrea, ya te dije que no te comieras los helados tan deprisa.” Pero cuando sintió un leve pinchazo y una humedad irreprimible en sus bragas, se inquietó. Abandonó la partida de cartas y se subió a su casa con el pretexto de que se estaba haciendo pis. A pesar de que su madre ya le había puesto al corriente, se asustó bastante al ver una mancha de sangre en su blanca ropa interior. Mientras su madre le daba las instrucciones precisas para colocarse las compresas, le comentó, no sin cierto reparo, otros temas vitales. Lo de la reproducción humana no le sorprendió demasiado pues en el colegio algo se comentaba sobre el asunto, aunque ella no le había dado credibilidad y pensaba que eran las guarradas típicas de Enrique, “El cometizas”. Pero lo que le sorprendió, no, mejor dicho, lo que le hirió fue confirmar sus sospechas sobre la identidad de los Reyes Magos. Alguna noche de Reyes había oído ruido de armarios y cajones, y alguna risita entrecortada de su madre que provenía del comedor, donde estaba el árbol, donde aparecían los regalos. Pero Andrea nunca quiso creerlo: sus padres le habrían regalado la casita de muñecas pues conocían que este era su máximo anhelo. Así que, tras cambiarse las braguitas, Andrea volvió al patio de donde había salido como una niña, recién llegada a una nueva etapa de su vida y con la primera gran decepción en su bolsillo. El juego ya no la entretuvo.
Pasaron los años y Andrea siguió su transformación hasta convertirse en una joven estudiante universitaria. Quería construir casas para la gente. Las nuevas tecnologías le fascinaban y pensaba utilizarlas en sus proyectos siempre bajo los dictados de la arquitectura sostenible. Edificios ecológicos, inteligentes y autosuficientes, esa sería la idiosincrasia de sus trabajos. Empezó en el despacho de un importante arquitecto precedida por sus excelentes calificaciones y pronto obtuvo un puesto importante gracias a la brillantez de sus ideas.
Sus padres se habían jubilado y tenían planes para el resto de su vida. Estaban cansados de la ciudad; pensaron vender el piso y trasladarse al pueblo donde tenían un pequeño terreno que había sido la era del abuelo Federico. Allí construirían una casa con los ahorros de toda su vida. Pensaron que quién mejor que su hija para que les hiciera los planos. Andrea empezó el proyecto ilusionada de poder dar a sus padres un último hogar. Sería confortable y de bajo mantenimiento, pensaba aprovechar la energía solar y una buena orientación del edificio; un jardín pequeño pero suficiente para proteger y refrescar la casa, que no necesitara muchas atenciones ni excesiva agua; sin escaleras y con puertas más anchas para poder pasar con sillas de ruedas, si llegara el momento… De repente, se enfureció, rompió los bocetos que había estado confeccionando durante toda la mañana y se puso a llorar como no lo había hecho desde la niñez.
Transcurrieron varias semanas y Andrea no terminaba los dibujos de la casa de sus padres. Argüía que no tenía tiempo, que tenía mucho trabajo, que el jefe le exigía rapidez y dedicación. Excusas para no tener que enfrentarse a la verdad: no podía hacer ese proyecto porque sentía rencor, era incapaz de trabajar así; le asaltaban los remordimientos por mantener el resentimiento hacía sus padres por algo sin importancia que sucedió cuando era niña, pero ese encargo le había descubierto que tenía una espinita clavada en lo más hondo. Sabía que aquel sentimiento era anacrónico como mínimo, pero su corazón seguía dolorido sin atender a razones adultas.
Así que se rindió. Acabó los planos en un mes; la casa contaba con los últimos adelantos de aprovechamiento de energías renovables, era cómoda, adecuada para una pareja de jubilados y bonita, muy bonita. Andrea les prometió que se haría cargo de los posibles gastos extras, pero a condición de que no fueran a ver el desarrollo de la obra hasta que estuviera acabada, ellos no tenían porqué preocuparse por nada.
En una fría mañana de un seis de enero, Andrea enseñó a sus padres su regalo de Reyes. Estaban tan ilusionados e impacientes que sólo acertaban a preguntar: “¿Es bonita, hija?” A lo que Andrea les contestaba invariablemente: “Muy bonita.” Al llegar, bajaron los tres del coche. Andrea se dirigió a la valla de madera blanca que rodeaba el terreno, tras ella un seto alto cubría la visión de la casa. Al adentrarse por el caminito de piedras se observaba un edificio de una sola altura, la fachada pintada de color rosa, con balcones blancos, con cortinas de colores chillones y macetas repletas de flores rojas; el jardín estaba muy bien cuidado lleno de enanitos de cerámica, varios bancos de hierro forjado y un carrito lleno de macetas de multicolores flores; un pequeño porche con un columpio blanco cubría la puerta de entrada a la casa que era blanca también y donde relucía una gran aldaba dorada; el tejado era de pizarra negra, tenía dos ventanas redondas que pertenecían al desván, con sus correspondientes cortinas, y una gran chimenea. Su madre, entre emocionada y atónita, exclamó:
- ¡Pero, hija mía, si parece una casita de muñecas!
- A que sí, mamá –dijo Andrea con un gran sonrisa de niña complacida.
Cumplió los 10 años y los Reyes Magos todavía no le habían concedido su deseo. Estaba aburrida de muñecas Nancy y vestidos, juegos de mesa y libros. Quería una casita de muñecas donde poder construir su propio mundo, su particular universo pequeñito, donde sus muñequitas siempre estuvieran bajo techo, en la cama si era de noche y en la mesa si tocaba comer, no todas revueltas y amontonadas en una desvencijada caja de cartón. No lo entendía, le parecía injusto pues sus amigos pedían muchos regalos y ella sólo uno, nada más que uno. Además, era una niña obediente y aplicada, que atendía en clase y sacaba buenas notas, que hacía caso a sus papás y cuidaba de sus hermanos cuando era necesario. ¿De qué le servía portarse bien? Hasta su hermano Hugo, que era un mal estudiante, había recibido una pelota de fútbol reglamentaria con la que jugó toda la mañana de Reyes en la plaza. Andrea pasó esa misma mañana viendo desde el balcón del comedor cómo disfrutaba su hermano, sin abrir siquiera su fantástico estuche de dos pisos. Observó, con celos, su energía al chutar y su orgullo al elegir a quién se la dejaba, e imaginó lo feliz que podía haber sido si los Reyes Magos se hubieran leído la carta. Porque sólo podía existir esa explicación: los Reyes Magos de Oriente, saturados por el trabajo de repartir juguetes a todos los niños del mundo, no habían podido leer atentamente su misiva y supusieron que querría lo más habitual. El año anterior, siguiendo esta teoría, escribió una escueta e inequívoca carta: QUERIDOS REYES MAGOS, SOY ANDREA SOLER ARÓSTEGUI Y SÓLO QUIERO UNA CASITA DE MUÑECAS, esto último con letras más grandes todavía que el resto y en color rojo. Pero Andrea tampoco recibió ese año su ansiado presente, tuvo que conformarse con una pluma, un diario decorado con vistosos colores y dos vestidos de noche de la Nancy, eso sí, con sus correspondientes complementos. Si por aquel entonces se hubiera estilado la palabra depresión, ésta hubiera sido la descripción exacta a su estado de ánimo. Algo dentro de ella le apremiaba, le decía que se le acababa la niñez, que dentro de poco, tal vez uno o dos Reyes más, ya no le dejarían pedir juguetes, le argumentarían que ya era casi una mujer y que habría de pensar en otro tipo de regalos como ropa o zapatos. Se le acababa el tiempo, se le acababa la niñez.
El año en que cumplió 11, Andrea se hizo mujer. Fue una tarde calurosa de verano, mientras jugaba en el patio con sus amiguitas resguardadas de la solanera. Un tenue pero molesto dolor le había acompañado por la mañana; pensó que se habría resfriado el vientre. No se quejó para no tener que oír decir a su mamá “eso te pasa por no hacerme caso, Andrea, ya te dije que no te comieras los helados tan deprisa.” Pero cuando sintió un leve pinchazo y una humedad irreprimible en sus bragas, se inquietó. Abandonó la partida de cartas y se subió a su casa con el pretexto de que se estaba haciendo pis. A pesar de que su madre ya le había puesto al corriente, se asustó bastante al ver una mancha de sangre en su blanca ropa interior. Mientras su madre le daba las instrucciones precisas para colocarse las compresas, le comentó, no sin cierto reparo, otros temas vitales. Lo de la reproducción humana no le sorprendió demasiado pues en el colegio algo se comentaba sobre el asunto, aunque ella no le había dado credibilidad y pensaba que eran las guarradas típicas de Enrique, “El cometizas”. Pero lo que le sorprendió, no, mejor dicho, lo que le hirió fue confirmar sus sospechas sobre la identidad de los Reyes Magos. Alguna noche de Reyes había oído ruido de armarios y cajones, y alguna risita entrecortada de su madre que provenía del comedor, donde estaba el árbol, donde aparecían los regalos. Pero Andrea nunca quiso creerlo: sus padres le habrían regalado la casita de muñecas pues conocían que este era su máximo anhelo. Así que, tras cambiarse las braguitas, Andrea volvió al patio de donde había salido como una niña, recién llegada a una nueva etapa de su vida y con la primera gran decepción en su bolsillo. El juego ya no la entretuvo.
Pasaron los años y Andrea siguió su transformación hasta convertirse en una joven estudiante universitaria. Quería construir casas para la gente. Las nuevas tecnologías le fascinaban y pensaba utilizarlas en sus proyectos siempre bajo los dictados de la arquitectura sostenible. Edificios ecológicos, inteligentes y autosuficientes, esa sería la idiosincrasia de sus trabajos. Empezó en el despacho de un importante arquitecto precedida por sus excelentes calificaciones y pronto obtuvo un puesto importante gracias a la brillantez de sus ideas.
Sus padres se habían jubilado y tenían planes para el resto de su vida. Estaban cansados de la ciudad; pensaron vender el piso y trasladarse al pueblo donde tenían un pequeño terreno que había sido la era del abuelo Federico. Allí construirían una casa con los ahorros de toda su vida. Pensaron que quién mejor que su hija para que les hiciera los planos. Andrea empezó el proyecto ilusionada de poder dar a sus padres un último hogar. Sería confortable y de bajo mantenimiento, pensaba aprovechar la energía solar y una buena orientación del edificio; un jardín pequeño pero suficiente para proteger y refrescar la casa, que no necesitara muchas atenciones ni excesiva agua; sin escaleras y con puertas más anchas para poder pasar con sillas de ruedas, si llegara el momento… De repente, se enfureció, rompió los bocetos que había estado confeccionando durante toda la mañana y se puso a llorar como no lo había hecho desde la niñez.
Transcurrieron varias semanas y Andrea no terminaba los dibujos de la casa de sus padres. Argüía que no tenía tiempo, que tenía mucho trabajo, que el jefe le exigía rapidez y dedicación. Excusas para no tener que enfrentarse a la verdad: no podía hacer ese proyecto porque sentía rencor, era incapaz de trabajar así; le asaltaban los remordimientos por mantener el resentimiento hacía sus padres por algo sin importancia que sucedió cuando era niña, pero ese encargo le había descubierto que tenía una espinita clavada en lo más hondo. Sabía que aquel sentimiento era anacrónico como mínimo, pero su corazón seguía dolorido sin atender a razones adultas.
Así que se rindió. Acabó los planos en un mes; la casa contaba con los últimos adelantos de aprovechamiento de energías renovables, era cómoda, adecuada para una pareja de jubilados y bonita, muy bonita. Andrea les prometió que se haría cargo de los posibles gastos extras, pero a condición de que no fueran a ver el desarrollo de la obra hasta que estuviera acabada, ellos no tenían porqué preocuparse por nada.
En una fría mañana de un seis de enero, Andrea enseñó a sus padres su regalo de Reyes. Estaban tan ilusionados e impacientes que sólo acertaban a preguntar: “¿Es bonita, hija?” A lo que Andrea les contestaba invariablemente: “Muy bonita.” Al llegar, bajaron los tres del coche. Andrea se dirigió a la valla de madera blanca que rodeaba el terreno, tras ella un seto alto cubría la visión de la casa. Al adentrarse por el caminito de piedras se observaba un edificio de una sola altura, la fachada pintada de color rosa, con balcones blancos, con cortinas de colores chillones y macetas repletas de flores rojas; el jardín estaba muy bien cuidado lleno de enanitos de cerámica, varios bancos de hierro forjado y un carrito lleno de macetas de multicolores flores; un pequeño porche con un columpio blanco cubría la puerta de entrada a la casa que era blanca también y donde relucía una gran aldaba dorada; el tejado era de pizarra negra, tenía dos ventanas redondas que pertenecían al desván, con sus correspondientes cortinas, y una gran chimenea. Su madre, entre emocionada y atónita, exclamó:
- ¡Pero, hija mía, si parece una casita de muñecas!
- A que sí, mamá –dijo Andrea con un gran sonrisa de niña complacida.
© Anabel
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