domingo, 8 de enero de 2017

Qué sabrá la policía de poesía


Relato que aparece en el último número de la revista PLEC.
Ilustración de Josep Maria Maya.


Lébana era puntual y cumplidora. Resultaba impensable que no hubiera avisado en el trabajo de su ausencia. Tampoco respondía al móvil, ni al fijo; el Whatssap señalaba que en veinticuatro horas no se había conectado y su cuenta de Facebook estaba inactiva desde hacía más.  La preocupación se desbordó cuando ni siquiera sus hijas eran capaces de localizarla. Alejandra, la hija mayor, fue al piso y lo encontró ordenado y limpio, como si acabaran de darle un baldeo. Esa primera impresión la tranquilizó bastante pues, en su fuero interno bullía la espantosa idea, hay que dejar de ver tantos capítulos de Ley y Orden, de la posibilidad de hallar en el comedor restos de un par de copas de gin-tonics y, tras unos rastros de ropa desperdigada por el pasillo, toparse con su madre estrangulada sobre la cama. Respiró hondo y se dirigió a la cocina. Estaba recogida y en la nevera encontró alimentos suficientes para unos días y un buen aprovisionamiento de cerveza. Buscó las maletas y las encontró, así que la probabilidad de que se hubiera ido a visitar a los abuelos a Huesca no parecía factible, aun así les llamó. Realizó la misma maniobra con Josan, el compañero escritor de Zaragoza. Y no pudo resistirse a contactar con Álvaro, un trompetista malagueño que traía a Lébana a mal vivir, pero todas estas llamadas sólo confirmaron negativas y dejaron a los interlocutores muy inquietos, sobre todo, al trompetista, cuando se lo diga a mamá le va a encantar.  El ordenador estaba encendido con el Word abierto donde se leía un poema a medio hacer.  A Alejandra los últimos poemas existenciales y pesimistas no le habían inquietado porque, como su misma madre decía, estaba pasando por una etapa, un ciclo y los poetas, al fin y al cabo, no hacen más que reflejar su estado de ánimo. Pero ahora, en este mediodía de un caluroso agosto, con lo mal que mamá lleva sus calores, ese poema inacabado le produjo cierto desasosiego. Y lo que ya le dejó con el alma en vilo fue encontrar su móvil sobre la mesilla del dormitorio, al lado de la cama deshecha, gritando desde la intermitencia de su lucecita que alguien lo cogiera.  La ventana abierta ofrecía el paisaje, casi silencioso, de una ciudad en vacaciones. Entonces se dio cuenta de que el ventilador del techo estaba encendido. Se acercó al interruptor y lo paró. Llamó a su hermana Isabela, que estaba en Segovia con su actual novio, para comunicarle que la inspección en casa de mamá había sido infructuosa. Sólo quedaba comunicar su desaparición a la policía.

El vecino del segundo llamó a la policía al día siguiente. Tanto él como su mujer llevaban toda la noche percibiendo una pestilencia que les trasformó los sueños en pesadillas. Al levantarse por la mañana, se asomaron a la ventana del dormitorio pensando encontrar el cuerpo de algún gato o, dios no lo quiera, de una rata muerta en la terraza del primero, piso que llevaba meses deshabitado. Se quedaron despavoridos al ver que el cuerpo hediondo era el de la vecina del cuarto, que les daba una espalda completamente quemada, sobre lo que se asemejaba a una alfombra roja de apariencia pegajosa y con una braga como única indumentaria.

Nadie de su entorno pudo asegurar que Lébana sufriera algún tipo de depresión, excepto las típicas preocupaciones por las hijas o los padres ancianos, nada hacía temer ni por su salud mental, ni por la  física, a pesar de los cambios propios de su edad que parecía llevarlos con estoicidad y con su sarcástico humor; tampoco se le conocían episodios de sonambulismo; estaba bien considerada en el trabajo y siempre rodeada de amigos con los que salía a divertirse a menudo y tenía una economía estable.  A pesar de todo esto, la policía dictaminó que la muerte de Lébana había sido un suicidio: la dificultad de caerse desde esa ventana debido a su arquitectura poco accesible, hacía necesaria la intención de saltar;  la ausencia de pruebas que indicaran violencia; la ausencia de huellas dactilares en la casa, y, como detalle sentenciador, el poema, al que se tomó por una nota de despedida, los poetas siempre tan existenciales:
“… El Hacedor no se ha dado cuenta aún:
mi Planeta explotó y ni el embaucador decorado
va a poder devolverme al que alguna vez fuera
mi Universo Imaginario.”
Alejandra e Isabela, qué sabrá la policía de poesía, se opusieron con todas sus fuerzas a esa resolución absolutamente equivocada bajo su punto de vista: el estado del piso, comida y cerveza en la nevera y el ventilador funcionando echaban por tierra la hipótesis del suicidio. Ellas estaban convencidas de que había sido un asesinato, una cita que había resultado ser un final. La policía argüía que tirar a alguien desde esa ventana suponía demasiado esfuerzo pues había que salvar una jardinera y eso hubiera provocado señales de violencia y forcejeo en el cadáver y en el dormitorio, de lo cual no había evidencia alguna.

Lébana odiaba el verano. En cuanto llegaba San Juan, se preparaba mentalmente para soportar los tres meses que tenía por delante: en el ritual de limpieza siempre pedía para que el verano le fuera benévolo, aunque era perfectamente consciente de lo baldío de su ruego. El estío significaba un parón en su vida, un atraso en proyectos o en viajes y, si algo se engendraba en la primavera, sabía que hasta finales de septiembre el tema no se movería. Pero lo que más temía Lébana del verano no era el parón, era la convicción, pruebas tenía de años anteriores, de que surgirían complicaciones, importantes problemas que no se resolverían hasta pasada la canícula como mínimo. A todo esto,  había que añadir el calor: la hundía en una desidia descorazonadora de la que no se libraba con cápsulas ni de guaraná ni de isoflavonas de soja. Tan solo se aliviaba si alguna brisa perdida y magnánima se colaba por su ventana, siempre abierta en las noches de verano, y la acariciaba con su soplo fresco. La manera con la que hacía frente al verano consistía en parapetarse en su piso con las persianas bajadas, el aire acondicionado, por el día, el ventilador de techo, por la noche, salir a la calle lo estrictamente necesario y, si era posible, sólo cuando empezaba a ponerse el sol.  Y a esperar el otoño con una cerveza bien fría. El hastío, estación detestada. Así que esa noche pegajosa de agosto Lébana pretendía conciliar el sueño tras haber intentado escribir un poema, otro poema existencial pesimista que no daba por terminado. Los mundos destruidos, los viejos fantasmas, las convicciones futuras, el alma en coma y la maldita mosca que no dejaba de zumbar en la oreja no eran temas que se pudieran maridar fácilmente. Decidió dejarlo para el día siguiente, dormir los poemas siempre le daba buenos resultados. Esperando la brisa amiga estaba, cuando otro ser vivo intentaba robarle su tranquilidad nocturna: un grillo. No paraba de chirriar demostrándole a la solitaria Lébana la manera más adecuada de encontrar una pareja. No quería lecciones de apareamiento, sólo quería conciliar el sueño para poder terminar el poema a la mañana siguiente y no tener que dejarlo inacabado hasta septiembre, como se temía. Después de más de media hora de canciones de amor, se levantó de la cama y se asomó a la jardinera. Le alumbraba la luna llena, musa inservible en verano, que le señaló el lugar exacto donde paraba el bicho. Dando unas grandes zancadas, se metió en la jardinera con la intención de ahuyentar al culpable de su insomnio, estos eran los peligros de vivir sola y no tener a mano un amante que le evitara semejante caza.  No quería matarlo, tan sólo sacarlo de la jardinera y empezó a propinarle manotazos. Se le escapó una carcajada al darse cuenta de la situación tan ridícula en la que se encontraba: a las tantas de la noche, dentro de una jardinera, persiguiendo a un grillo y con tan solo una braguita puesta. Como la vieran los vecinos iban a flipar. Y entre risas, las putas piedrecitas, el grillo, que no veas cómo salta, el calor y la noche, trastabillar y caer fue lo más lógico que pudo pasar.


© Anabel

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