Desde
que entró Beatriz, en mi piso faltan superficies horizontales. Ha ocupado toda
la casa sin pedir permiso y, descaradamente, se adueña de mis rincones. No
puedo tender la ropa porque ella se esparce en cada cuerda, se extiende y
estira, y me irrita no tener suficiente sitio para secar. Tropiezo con las rayas
del suelo y se me cae todo de las manos. Duermo poco y escribo nada. Y su olor…
no os lo podéis imaginar: goma Milán, rojo y negro, cartulina rasgada, papel
nuevo, hilo de algodón, cola blanca y aguarrás. Tiene el don de embriagarme, de
hacerme dudar si voy a ser capaz de mantener esta convivencia o me va a despedir de mi propio hogar. Hay momentos en que me enfado, le grito y le echo en cara
su tozudez, su falta de consideración. La voy doblegando, consigo plegarla
sobre ella misma, impregnarla de mi voluntad entintada, pegarla y, de momento,
se deja… Aunque alguna vez le tenga que reprender y repetir: “sólo eres una
invitada; no te vas a quedar aquí toda la vida; no te creas que eres yo.” Sin
embargo, cuando logro dominarla, tocarla y olerla es una gran satisfacción: la
prueba palpable de que el balance ha sido, a pesar de todo, positivo.
©Anabel
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