No sólo
no me gustan los toreros es que odio, lo que ellos denominan, su arte. Me
resulta insoportable ver sufrir a un animal tan bello como el toro sólo por la
gloria, vanagloria, de un ser con dos patas menos. Al hombre le falta mucha
Naturaleza, mucha verdad, muchos cuernos y envergadura para ser superior, para
producir una sombra similar sobre la arena mostaza, sobre la hierba de la
dehesa: la sombra del toro es más alargada que la del ciprés. Los carteles de
Osborne deberían ser obligatorios en todas las carreteras de este país no con
el propósito de honrar a la tauromaquia sino a la nobleza de semejante animal,
para honrar su existencia entre nosotros y no para que unos cuantos luzcan
mantillas y puros en unas plazas redondas. El toro es un espectáculo sin
necesidad de matarlo. Evolucionemos, demostremos que aquello de “pan y circo”
queda muy lejos de nuestro raciocinio, que somos capaces de disfrutar de la
belleza salvaje, de la belleza animal sin necesidad de dominarla, de domesticarla,
de matarla. Cuánto nos cuesta complacernos en la contemplación, en la gracia
máxima de compartir existencia con seres de diferentes especies a un mismo
nivel. ¿No serían hechos tales muestras evidentes de nuestra evolución
superior?
Hay
ocasiones en las que no me siento, no quiero ser evolucionada. Incluso me
siento avergonzada. Una vergüenza extraña, casi sin sentido ya que la vergüenza
viene dada si es observada por los demás y ésta es absolutamente íntima. Jamás
podría reconocerla, decirla, pronunciarla en viva voz. Es como un pecado
capital que no tiene redención pues no hay arrepentimiento, es tan secreta como
cualquiera de mis fantasías cuando me masturbo. Por eso mismo no debería
provocarme ninguna dicotomía existencial, pero su mera presencia señala directamente al centro de flotación de mi moral, horada el puntal sobre el que
se sustentan todas las teorías éticas de mi filosofía vital.
El
traje, ridículo por antonomasia, excesivo por luminoso, poco masculino por
adornado, antagónico de lo viril por colores y ajustamientos es el sumun de lo
varonil. El ritual de vestir al torero es un comienzo magistral de cómo un
hombre se prepara para enfrentarse a la muerte. Mientras otros se desnudan en
una habitación de hotel para comenzar el acto sexual, el torero se viste en
presencia y con ayuda de un puñado de elegidos. Todo movimiento tiene un ritmo,
un orden inamovible, sagrado y obligado pues su incumplimiento gafará la faena
de la tarde. La oración a la Virgen requiere unos instantes de recogimiento
adecuando la respiración a la estrechez de la faja, al acomodo de las gónadas y
al besuqueo de las estampas y medallas. El recorrido en coche de lujo desde el
hotel hasta la plaza es una transformación de hombre mundano a ser ungido por
un aura especial, investidura de poder que otorgan las luces y sombras de un
traje de súper héroe. No nos olvidemos de sus armas: capote, muleta,
banderillas y espada, sin menospreciar a la montera, tocado del torero, su
suerte según caiga sobre la arena. El paseíllo es toda una declaración de
intenciones. Y esa rectitud, la verticalidad
que acerca al cielo, el paso firme que certifica lo que va a suceder; la música
pertrechada por una banda municipal que derrocha más pasión que maestría tras
la cual quedan las huellas violadoras de la virginidad de la arena. Hasta que un
acorde de viento rompe el silencio y alerta de que algo va a entrar en juego. Es
el astado, la fortaleza a cuatro patas, la blancura punzante, el temor negro del torero que sale bravío al ruedo dispuesto a luchar, simplemente, por su vida,
a ganarse lo que se supone se le otorgó al nacer. Arremete, iluso y primitivo,
contra todo lo que se mueve, contra todo color chillón, contra todo lo que
rompe su cotidianidad, su campo, su manada, sus alcornoques… No sabe cómo ni
por qué, pero intuye que su vida está en peligro y no pregunta, sólo embiste. Y
es cuando el torero, desprovisto de su tocado, incita a la bestia, le indica
hacia donde ha de apuntar para así demostrar al respetable su aplomo, su arrojo,
lo hombre que es. Es la lucha del hombre contra la Naturaleza llevada a un
campo artificial, reducida a una probeta color mostaza donde el resultado suele
estar regulado por banderillas y muletazos mareantes a favor del bípedo. Pero
no puedo evitarlo, no puedo ralentizar las pulsaciones cuando veo al del
vestido de luces erguido delante del animal, su frente cubierta de rizos
negros, moverse con elegancia ante la coreografía ruda del herbívoro, demostrando
que es digno de calzar manoletinas y exponiendo despreocupadamente el paquete
al aliento del cuadrúpedo. Siento en mi piel cada roce rojo con el bovino, cada
salpicadura sanguina, cada bramido. Me aprietan sus mallas en mi sexo y soy
muleta en sus manos. Bailo al son de los olés y me mojo en los sudores de su
frente, me cubro de arenas movedizas y me pierdo en su gesto de concentración
al empuñar la espada dispuesto a entrar a matar. Observo cómo la excitación del
matador crece bajo las mallas enrojecidas como mis mejillas, como mis ganas. Es
el momento culmen, cuando la suerte está echada, cuando ya no existe ni sol ni
sombra, cuando no late ni un corazón y el silencio es el rey, cuando sólo se
espera el bravo final. Y siento en mí los pañuelos blancos, la embriagadora
vuelta al ruedo, la lluvia de claveles y sus manos manchadas de sangre sobre mi
piel. Pero, sobre todo, siento la espada traspasando mi costado y mis latidos,
trasponiéndome como Santa Teresa ante la imagen de su Jesús, perdiendo a
borbotones mi sentido común, mi lucha anti taurina y mi placer pecaminoso,
rindiéndome ante el torero con coleta y cintura de bailarina para relamerme en
el rastro que deja la derrota sobre un campo de batalla amarillo.
©
Anabel
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