sábado, 30 de noviembre de 2013

Oxímoron



No sólo no me gustan los toreros es que odio, lo que ellos denominan, su arte. Me resulta insoportable ver sufrir a un animal tan bello como el toro sólo por la gloria, vanagloria, de un ser con dos patas menos. Al hombre le falta mucha Naturaleza, mucha verdad, muchos cuernos y envergadura para ser superior, para producir una sombra similar sobre la arena mostaza, sobre la hierba de la dehesa: la sombra del toro es más alargada que la del ciprés. Los carteles de Osborne deberían ser obligatorios en todas las carreteras de este país no con el propósito de honrar a la tauromaquia sino a la nobleza de semejante animal, para honrar su existencia entre nosotros y no para que unos cuantos luzcan mantillas y puros en unas plazas redondas. El toro es un espectáculo sin necesidad de matarlo. Evolucionemos, demostremos que aquello de “pan y circo” queda muy lejos de nuestro raciocinio, que somos capaces de disfrutar de la belleza salvaje, de la belleza animal sin necesidad de dominarla, de domesticarla, de matarla. Cuánto nos cuesta complacernos en la contemplación, en la gracia máxima de compartir existencia con seres de diferentes especies a un mismo nivel. ¿No serían hechos tales muestras evidentes de nuestra evolución superior?

Hay ocasiones en las que no me siento, no quiero ser evolucionada. Incluso me siento avergonzada. Una vergüenza extraña, casi sin sentido ya que la vergüenza viene dada si es observada por los demás y ésta es absolutamente íntima. Jamás podría reconocerla, decirla, pronunciarla en viva voz. Es como un pecado capital que no tiene redención pues no hay arrepentimiento, es tan secreta como cualquiera de mis fantasías cuando me masturbo. Por eso mismo no debería provocarme ninguna dicotomía existencial, pero su mera presencia señala directamente al centro de flotación de mi moral, horada el puntal sobre el que se sustentan todas las teorías éticas de mi filosofía vital.

El traje, ridículo por antonomasia, excesivo por luminoso, poco masculino por adornado, antagónico de lo viril por colores y ajustamientos es el sumun de lo varonil. El ritual de vestir al torero es un comienzo magistral de cómo un hombre se prepara para enfrentarse a la muerte. Mientras otros se desnudan en una habitación de hotel para comenzar el acto sexual, el torero se viste en presencia y con ayuda de un puñado de elegidos. Todo movimiento tiene un ritmo, un orden inamovible, sagrado y obligado pues su incumplimiento gafará la faena de la tarde. La oración a la Virgen requiere unos instantes de recogimiento adecuando la respiración a la estrechez de la faja, al acomodo de las gónadas y al besuqueo de las estampas y medallas. El recorrido en coche de lujo desde el hotel hasta la plaza es una transformación de hombre mundano a ser ungido por un aura especial, investidura de poder que otorgan las luces y sombras de un traje de súper héroe. No nos olvidemos de sus armas: capote, muleta, banderillas y espada, sin menospreciar a la montera, tocado del torero, su suerte según caiga sobre la arena. El paseíllo es toda una declaración de intenciones. Y esa rectitud, la verticalidad que acerca al cielo, el paso firme que certifica lo que va a suceder; la música pertrechada por una banda municipal que derrocha más pasión que maestría tras la cual quedan las huellas violadoras de la virginidad de la arena. Hasta que un acorde de viento rompe el silencio y alerta de que algo va a entrar en juego. Es el astado, la fortaleza a cuatro patas, la blancura punzante, el temor negro del torero que sale bravío al ruedo dispuesto a luchar, simplemente, por su vida, a ganarse lo que se supone se le otorgó al nacer. Arremete, iluso y primitivo, contra todo lo que se mueve, contra todo color chillón, contra todo lo que rompe su cotidianidad, su campo, su manada, sus alcornoques… No sabe cómo ni por qué, pero intuye que su vida está en peligro y no pregunta, sólo embiste. Y es cuando el torero, desprovisto de su tocado, incita a la bestia, le indica hacia donde ha de apuntar para así demostrar al respetable su aplomo, su arrojo, lo hombre que es. Es la lucha del hombre contra la Naturaleza llevada a un campo artificial, reducida a una probeta color mostaza donde el resultado suele estar regulado por banderillas y muletazos mareantes a favor del bípedo. Pero no puedo evitarlo, no puedo ralentizar las pulsaciones cuando veo al del vestido de luces erguido delante del animal, su frente cubierta de rizos negros, moverse con elegancia ante la coreografía ruda del herbívoro, demostrando que es digno de calzar manoletinas y exponiendo despreocupadamente el paquete al aliento del cuadrúpedo. Siento en mi piel cada roce rojo con el bovino, cada salpicadura sanguina, cada bramido. Me aprietan sus mallas en mi sexo y soy muleta en sus manos. Bailo al son de los olés y me mojo en los sudores de su frente, me cubro de arenas movedizas y me pierdo en su gesto de concentración al empuñar la espada dispuesto a entrar a matar. Observo cómo la excitación del matador crece bajo las mallas enrojecidas como mis mejillas, como mis ganas. Es el momento culmen, cuando la suerte está echada, cuando ya no existe ni sol ni sombra, cuando no late ni un corazón y el silencio es el rey, cuando sólo se espera el bravo final. Y siento en mí los pañuelos blancos, la embriagadora vuelta al ruedo, la lluvia de claveles y sus manos manchadas de sangre sobre mi piel. Pero, sobre todo, siento la espada traspasando mi costado y mis latidos, trasponiéndome como Santa Teresa ante la imagen de su Jesús, perdiendo a borbotones mi sentido común, mi lucha anti taurina y mi placer pecaminoso, rindiéndome ante el torero con coleta y cintura de bailarina para relamerme en el rastro que deja la derrota sobre un campo de batalla amarillo.


© Anabel

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