Daniela
Paseó la mirada por aquellas marinas un poco cursis, enmarcadas con escaso gusto, que abarrotaban la pared de la zona de las mesas. Al parecer el bar había sido remozado no hacía mucho, sin embargo aquellas acuarelas habían sobrevivido a las obras. Miguel había insistido en quedar allí pues era un lugar discreto y apartado de la zona que ellos frecuentaban. Daniela encontró poco deleite en esos cuadros y se puso a la búsqueda de otro objetivo sobre el que posar los ojos y distraer los nervios.
-Aquí tiene, señorita, una cañita bien fría y el pincho de tortilla. Verá como le gusta mucho. Mi mujer tiene un secreto para hacerla –dijo el camarero poniendo mirada interesante.
-¿Sí? Vaya, y ¿no me dirá cuál es el secreto? -preguntó Daniela sin muchas ganas de ser respondida.
-El secreto está en cómo bate los huevos y eso, aunque parezca increíble, es una técnica francesa. Y hasta allí puedo leer –en un gesto rápido y gracioso el camarero se cerró los labios con cremallera y se fue hacia la barra. A pesar de su humor, le resultó divertido el camarero y el nudo del delantal detrás del que la oronda barriga parecía esconderse sin demasiado éxito.
Ir picando la tapa, aunque no tuviera hambre, la distraería un rato del “monotema” que había invadido su vida durante el último año. Le era imposible no pensar en él a todas horas y en cualquier circunstancia. La admiración que sentía por sus conocimientos, la facilidad para transmitirlos y contagiar de su entusiasmo a quienes lo escuchaban fue la primera cualidad que encandiló a Daniela. Aunque se ponía colorada en cuanto él le dirigía la palabra o tan sólo una fugaz mirada, eso no le impedía llegar antes que nadie a la clase para coger sitio en la primera fila. Verlo tan de cerca, oír los matices de su voz profunda y aterciopelada, observar sus gestos lentos, serenos acompañando con contundencia las explicaciones, oler su colonia… En el primer trimestre empezó a notar los efectos que el profesor producía sobre su metabolismo: dejó de tener apetito, se pasaba el día suspirando, soñaba con él acariciando su nuca, besándola hasta hacerla perder el sentido… Lo quiso negar, no era posible que una estudiante del último curso de Historia del Arte pudiera perder la cabeza de semejante manera por un cincuentón que abusaba de roídas americanas de pana con coderas. La evidente debilidad de Daniela dejó el camino sembrado hacia la cama del profesor. Fue el sexo con él lo que la conquistó completamente. Sólo con recordarse bajo su aliento, bajo la protección de su pecho velludo, invadida por todos sus años de experiencia y conocimientos, ungida por su sabiduría y virilidad le ponía la piel de gallina y le descubría que otro corazón podía latir dentro de su vientre.
Daniela le había pedido en repetidas ocasiones hacer pública la relación. Estaba cansada de tener que citarse a escondidas, en lugares donde no les conocieran, en pensiones que restaban romanticismo a los mejores momentos de su relación; todo debía ser un secreto. Ella había dejado atrás proposiciones de chicos de su edad, chicos atractivos, por estar con él unas horas a la semana. Necesitaba más, lo quería para ella las veinticuatro horas del día. Aceptar esta petición significaba acceder a un divorcio que Miguel retrasaba continuamente. Cuando, hacía dos días, el profesor de Iconografía Religiosa se le cercó brindándole su ayuda para la tesis, tras lo cual, le dio una sonora palmada en el culo, a Daniela se le abrieron los ojos y la verdad se le apareció rotunda delante de ella, entendió qué significaba para Miguel: un entretenimiento, un alivio, una alegría de la que disfrutaba en su madurez y de la que fardaba delante de sus compañeros de facultad. Llegar a este convencimiento la hacía sentir ahora una vergüenza mucho menos llevadera, más dolorosa, punzante como un alfiler en la boca de estómago. Saber que no era nada para Miguel nada más que un trofeo con el que presumir le hacía sentirse la mayor de las estúpidas: ella que se había creído capaz de enamorar a un hombre tan inteligente, de seducir a un gran hombre… Qué gran ilusa. Así que lo único que le quedaba era su orgullo, un tanto maltrecho, pero aún podría salvar algunas naves si se adelantaba a él y era ella la que cortaba la relación, porque no le cabía ninguna duda de que ésta era la última cita, de que la había citado allí para despedirse. En este barucho de mierda.
Lo vio entrar en el bar y, para imbuirse de valor y de fuerza vengativa, se bebió la cerveza de un trago.
Paseó la mirada por aquellas marinas un poco cursis, enmarcadas con escaso gusto, que abarrotaban la pared de la zona de las mesas. Al parecer el bar había sido remozado no hacía mucho, sin embargo aquellas acuarelas habían sobrevivido a las obras. Miguel había insistido en quedar allí pues era un lugar discreto y apartado de la zona que ellos frecuentaban. Daniela encontró poco deleite en esos cuadros y se puso a la búsqueda de otro objetivo sobre el que posar los ojos y distraer los nervios.
-Aquí tiene, señorita, una cañita bien fría y el pincho de tortilla. Verá como le gusta mucho. Mi mujer tiene un secreto para hacerla –dijo el camarero poniendo mirada interesante.
-¿Sí? Vaya, y ¿no me dirá cuál es el secreto? -preguntó Daniela sin muchas ganas de ser respondida.
-El secreto está en cómo bate los huevos y eso, aunque parezca increíble, es una técnica francesa. Y hasta allí puedo leer –en un gesto rápido y gracioso el camarero se cerró los labios con cremallera y se fue hacia la barra. A pesar de su humor, le resultó divertido el camarero y el nudo del delantal detrás del que la oronda barriga parecía esconderse sin demasiado éxito.
Ir picando la tapa, aunque no tuviera hambre, la distraería un rato del “monotema” que había invadido su vida durante el último año. Le era imposible no pensar en él a todas horas y en cualquier circunstancia. La admiración que sentía por sus conocimientos, la facilidad para transmitirlos y contagiar de su entusiasmo a quienes lo escuchaban fue la primera cualidad que encandiló a Daniela. Aunque se ponía colorada en cuanto él le dirigía la palabra o tan sólo una fugaz mirada, eso no le impedía llegar antes que nadie a la clase para coger sitio en la primera fila. Verlo tan de cerca, oír los matices de su voz profunda y aterciopelada, observar sus gestos lentos, serenos acompañando con contundencia las explicaciones, oler su colonia… En el primer trimestre empezó a notar los efectos que el profesor producía sobre su metabolismo: dejó de tener apetito, se pasaba el día suspirando, soñaba con él acariciando su nuca, besándola hasta hacerla perder el sentido… Lo quiso negar, no era posible que una estudiante del último curso de Historia del Arte pudiera perder la cabeza de semejante manera por un cincuentón que abusaba de roídas americanas de pana con coderas. La evidente debilidad de Daniela dejó el camino sembrado hacia la cama del profesor. Fue el sexo con él lo que la conquistó completamente. Sólo con recordarse bajo su aliento, bajo la protección de su pecho velludo, invadida por todos sus años de experiencia y conocimientos, ungida por su sabiduría y virilidad le ponía la piel de gallina y le descubría que otro corazón podía latir dentro de su vientre.
Daniela le había pedido en repetidas ocasiones hacer pública la relación. Estaba cansada de tener que citarse a escondidas, en lugares donde no les conocieran, en pensiones que restaban romanticismo a los mejores momentos de su relación; todo debía ser un secreto. Ella había dejado atrás proposiciones de chicos de su edad, chicos atractivos, por estar con él unas horas a la semana. Necesitaba más, lo quería para ella las veinticuatro horas del día. Aceptar esta petición significaba acceder a un divorcio que Miguel retrasaba continuamente. Cuando, hacía dos días, el profesor de Iconografía Religiosa se le cercó brindándole su ayuda para la tesis, tras lo cual, le dio una sonora palmada en el culo, a Daniela se le abrieron los ojos y la verdad se le apareció rotunda delante de ella, entendió qué significaba para Miguel: un entretenimiento, un alivio, una alegría de la que disfrutaba en su madurez y de la que fardaba delante de sus compañeros de facultad. Llegar a este convencimiento la hacía sentir ahora una vergüenza mucho menos llevadera, más dolorosa, punzante como un alfiler en la boca de estómago. Saber que no era nada para Miguel nada más que un trofeo con el que presumir le hacía sentirse la mayor de las estúpidas: ella que se había creído capaz de enamorar a un hombre tan inteligente, de seducir a un gran hombre… Qué gran ilusa. Así que lo único que le quedaba era su orgullo, un tanto maltrecho, pero aún podría salvar algunas naves si se adelantaba a él y era ella la que cortaba la relación, porque no le cabía ninguna duda de que ésta era la última cita, de que la había citado allí para despedirse. En este barucho de mierda.
Lo vio entrar en el bar y, para imbuirse de valor y de fuerza vengativa, se bebió la cerveza de un trago.
Miguel
Intentaba descifrar si era más deseo que amor, pasión que cariño, pero no lograba resolver la ecuación. Una aventurilla, una más de las que había mantenido con alumnas a lo largo de su carrera, eso pensaba que significaba su affaire con Daniela. Al principio, le sorprendió que se sintiera atraída por él. Ella, una chica tan seria, con notas excelentes, con ideas muy claras sobre su futuro, tan especial, tan bella. No desaprovechó la ocasión de tener sexo con ella; hacía mucho tiempo que no se le brindaba la oportunidad de darse una alegría de ese tipo, incluso había llegado a pensar que ya había perdido su sex-appeal, que ya había entrado irremediablemente en el oscuro túnel de la vejez. Daniela era, posiblemente, la última de sus conquistas, el último de sus romances antes de entrar en la aburrida sequía de la senectud, en el último trecho antes de su jubilación. Pero no había calculado bien las consecuencias. Creyó que rememorar el sexo con jovencitas le iba a sentar bien, le iba a devolver un poco de juventud, de tiempo; nunca imaginó que llegara a necesitarla cerca suyo a todas horas. Comenzó la relación sin preocuparse mucho por si los veían juntos, incluso, secretamente, deseaba que así fuera para poder despertar la admiración y los celos de sus colegas, casi todos de menor edad. Luego, cuando no verla en primera fila o no sentir su mirada sobre la pizarra de sus explicaciones le producía desasosiego y falta de concentración, empezó a volverse extremadamente cuidadoso por ocultar las citas, por llevar con el máximo secreto y discreción la relación. Sus distracciones, tanto en clase como en casa, producían en los demás exclamaciones burlonas acerca de su inminente demencia senil. Sólo él sabía que su amor por Daniela le regalaba salud y tiempo, a pesar de los efectos secundarios.
Le había costado mucho decidirse, noches en vela y balances imaginarios, dolores de cabeza y algún que otro bajón de azúcar, pero al fin había tomado una determinación: iba a acabar sus días con Daniela. Ella le hacía sentir más que nada de lo que le rodeaba, más que su familia con hijos incluidos, más que su pasión, el arte clásico, más que la copita de coñac añejo después de la cena. Más, mucho más. La amaba, esa era la solución de la ecuación.
Llegaba al bar “La Percha” excitado y contento. Darle la noticia de que le había pedido el divorcio a su mujer la iba a impresionar después de tanto tiempo dándole largas para no tener que enfrentarse a una situación drástica y desagradable. Ver llorar a Luisa, deshecha, sin entender el cómo ni el porqué de su repentina determinación le había dolido, le había hecho sentir un mal hombre después de tantos años compartidos, pero su amor por Daniela era determinante. Lo que le empujó a dar el paso fue la conversación mantenida con su colega Francisco el día anterior. Era el único al que le había hablado abiertamente de su lío con Daniela, al único que le había contado detalles demasiado íntimos de su alumna favorita: si llevaba tanga, si le susurraba al oído, si le propinaba azotes, si le hacía desfiles en ropa interior, si gritaba cuando la follaba… Cuando Francisco le confesó que le había dado un “cachetito cariñoso” en el culo a Daniela, Miguel se lo devolvió en forma de puñetazo, dejando a su amigo tendido en medio de la calle. Se sintió un tremendo canalla, un pavo arrogante que se había ido contoneando de sus éxitos amorosos ocultando sus verdaderos sentimientos por aquella mujer. Era él el que se merecía el puñetazo; deseó que el golpe le hubiera dolido a él mismo y no a Francisco. Tenía que reconocer lo que le sucedía, tenía que decírselo al mundo, tenía que gritar que la amaba por encima de todo.
Vio a Daniela circunspecta, imaginó que estaría cansada de esperar y triste por no conseguir que él se divorciara; así que pensó que le daría una sorpresa enorme.
-Hola, cariño, perdona que llegue tarde, pero he tenido un asunto que solucionar –le dijo mientras se sentaba delante de ella.
-Con tu mujer, supongo –dijo Daniela muy seria.
-Pues sí –contestó Miguel guardando la compostura para no desvelar la sorpresa.
-Miguel, tengo que hablar contigo muy seriamente.
-Yo también he de decirte algo –pronunció Miguel ocultando su alegría-.
-Verás, esto se ha acabado.
-Pero ¿qué dices, Dani? Por Dios, si no sabes lo que te voy a decir, anda, anda, escucha…
-No, se acabó, ya no voy a escuchar más tus demencias de viejo, tus salidas de viejo verde. Tu aventurilla con esta alumna se terminó, ya puedes ir buscándote otra, ésta es historia.
Miguel no podía creer lo que estaba oyendo, no conocía esa voz tan dura e hiriente, sin ganas de conciliación, decidida a acabar lo que tenía que exponer, segura de lo que estaba pronunciando, cargada de flechas afiladas. Atónito no pudo replicarle nada.
-¿Te piensas que iba a seguir follando contigo hasta que te cansaras de mí? No, no; estás muy equivocado, soy yo la que te manda a hacer puñetas, la que ha decidido que ya ha tenido suficiente con tus sobresalientes que, al fin y al cabo, era lo que buscaba. O qué te habías creído ¿qué me gusta follar contigo? Eres un viejo patético y baboso. –Sin dejar respirar a Miguel, Daniela continuó salpicándolo con su odio-. Por cierto, me voy a enrollar con el de Iconografía Religiosa, sí, con tu colega Francisco. Me ha propuesto ayudarme con la tesis, ya sabes cómo va esto, y, la verdad, es más joven que tú, igual me da menos asco. En fin, tampoco hay que ser dramáticos: tú conseguiste lo que querías, sexo, y yo también, sobresaliente. Adiós, Miguel.
Daniela se levantó, cogió el bolso y se marchó sin mirar atrás taconeando la cerámica del suelo como si ella fuera la culpable del odio que acababa de expulsar.
El corazón de Miguel se sintió oprimido bajo el peso de cien años de arrugas y soledad.
© Anabel
AY! Miguel, ese juego es peligroso y hay que saber jugarlo. Miguel, una mujer es una caja de sorpresas que tiene muchas puertas, en la medida en que te equivoques, Miguel, ya la has cagado. Y la cuentista te lo viene diciendo desde hace rato: ya la has cagado Miguel. El inexperto, el que juega a ganar en todos los tableros, Miguel...
ResponderEliminarMe gusta como escribes y estas historias duales están muy bien. Felicidades!
ResponderEliminarPuf lo tuyo son los malentendidos eh?
ResponderEliminarNarras muy bien, la historia te atrapa y siempre te queda la sensación de que las cosas irían mejor si consiguiéramos mantener más diálogos...
Un saludo
Doloroso final para Miguel, ella saliendo victoriosa del bar, dejándolo totalmente herido.
ResponderEliminarUn final perfecto, los dos han perdido...
¿O quizá los dos han ganado...?
Genial relato
Un besico.
Muy duro, Anabel. Al menos hay que dar la oportunidad de explicarse. Supongo que hay gente con mucho orgullo que se puede sentir así, pero es que me gusta que estas historias acaben bien :)
ResponderEliminarDe todos modos, está tan bien escrita que me ha encogido el corazón. Besitos.
http://senderosintrincados.blogspot.com
Wow! me dejaste con adrenalina!
ResponderEliminarExcelente, Anabel! Si bien no tiene un final rosa, creo que es muy realista y que sucede mucho en la vida real este tipo de historias.
Fascinante, mujer!
Un beso
Una vez más emocionada y con lágrimas en los ojos... Sigo sin entender por qué la comunicación llega a fallar de ese modo tan traicionero, tan atroz, al leer las falsas palabras de Daniela me he sentido casi morir, por qué perdemos oportunidades tan bellas para callar, guardar silencio... Por qué, en el caso de Miguel, nos cuesta tantísimo decidirnos, cambiar, tomar el camino que verdaderamente deseamos... No sé si hay parte I del relato, pero ojalá haya una tercera... Ojalá...
ResponderEliminarLa esperanza es lo último que se pierde Cuentista...
Magnífico, como siempre.
Tocada.
Yo, que ando haciéndome tantísimas preguntas en los últimos tiempos.
Qué corta es la vida y qué triste la hacemos a veces.
Me he quedado KO Anabel... Casi en blanco.
No sé por qué esta historia me ha traído a la mente tantas cosas... Tantas oportunidades perdidas... Tantas palabras mal dichas, tantos pasos atrás y mal dados, tanto daño irreversible... Los he sentido a ambos en mí.
Un beso enorme mi bella...
... Y muchos puntos suspensivos...
...un relato muy duro, pienso como Isabel, ...al menos una explicación, pero no todas historias acaban bien.
ResponderEliminarUn beso.
Retrato tremendo, de una situación, que ha ocurrido, que ocurre hoy mismo, y que ocurrirá mañana....La utilización mutua es una cruel trampa, que tu describes magníficamente...Todo es duro como la vida misma y los milagros no ocurren todos los días...Una vez más tu relato esta lleno de fuerza y del sutil pincel de tus palabras...Enhorabuena...un beso de azpeitia
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