El fin del mundo no ha llegado,
simplemente, se hundió nuestro barco
en un mar sordo, empecinado en
ser bravo
a pesar de saber que había
perdido el chaleco salvavidas
tras otros naufragios, tras
otros cuerpo a cuerpo
de los que tampoco salí ilesa.
Astillas clavadas que escuecen
en cada zambullida,
en cada brazada dada
contracorriente,
ignorando los consejos de
seguridad,
sintiendo como tiran los puntos
que ya no tengo en mi carné.
Yo que nunca fui amante de los
deportes de riesgo
me enamoré de ti a pechos
descubiertos,
mostrándote de qué saliva estaba
hecha,
cómo olían y sonaban mis
suspiros,
de qué pasta fabricaron mis
entrañas.
Quise comerme tu mundo a la
primera
olvidando que hay otras
velocidades
para recorrer mares y torsos,
que no se pueden saltar las
señales
por acuosas que sean,
por infinito que parezca el
océano,
del que sólo averiguas su
eternidad
si el lastre te arrastra hasta
el fondo.
Reflotar tan a menudo debería
proporcionar cierta ventaja
sobre las estrellas de mar,
puntos para el próximo
naufragio
con que llenar el depósito de
coraje extra
o cambiar lágrimas por perlas
de memento.
Puedo leer en las escamas de mi
piel
las inmersiones a pulmón que
llevo sobre mis agallas,
y ya son demasiados los anillos
que circunvalan mi corazón.
He de aparcar la mochila en el
próximo recodo seco.
El mundo no se ha hundido,
sólo ha sucumbido un barquito
de papel.
© Anabel
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