domingo, 14 de abril de 2013

¡Mira al pajarico! (Génesis, 1)


Ermita de San Benito en Monegrillos. Foto de Fernando Glez. Seral



Los que creen en los chakras aseguran que tenemos un tercer ojo en el entrecejo. Es la puerta al alma y, a la vez, a los mundos sutiles. Con la meditación, cualquiera puede ejercitarlo y llegar a otros niveles de conocimiento, de intuición e incluso de clarividencia. Para Azucena el tercer ojo es su cámara. A través de ella ve el mundo más bello, más artístico. Esa pequeña ventana digital le muestra un universo mucho mejor que el que ella vislumbra con sus órganos visuales. Puede aumentarlo o disminuirlo, cambiarle la resolución, el punto de mira, el color y el brillo… Su tercer ojo le proporciona la posibilidad de recrear el mundo, de erigir uno a su manera. Cuando a Azucena le persigue un problema coge su inseparable cámara y mira a través de ella. Tarde o temprano la respuesta aparece  atrapada entre las lentes como la luz.
Azucena tiene un estudio fotográfico en Huesca y colabora en el periódico local. Su excelente calidad como retratista fue lo que le ayudó a conseguir ese puesto.  Ella es el Goya de la fotografía en lo referente a los retratos. Más de un político se ha sentido ofendido al verse a través de los objetivos de la cámara de Azucena, pero ella no tiene la culpa de ser capaz de atrapar el alma de aquellos que se ponen delante de su tercer ojo. Está de acuerdo con la teoría los indios, por eso evita ser fotografiada y, por ello mismo, le fascina retratar a los demás. Tiene una extensa colección de rostros que atesora en sus archivos con vistas a una futura exposición.
El periódico le encargó que hiciera un reportaje de la romería de San Benito en Monegrillo para una sección que habían inaugurado ese mismo año que trataba sobre las romerías de la provincia. A Azucena le gusta especialmente retratar al natural, fuera del estudio, donde se puede captar a la gente en su entorno, libres de poses convencionalistas y sonrisas ensayadas delante del espejo, seguros dentro de su cotidianidad, ajenos a que alguien pueda perder su tiempo en cazarlos dentro de un recuadro brillante. Así que, después de realizar las fotos para el periódico, se dedicó a buscar retratos para su colección.

En los eventos religiosos, Azucena obtenía estupendas instantáneas. La mezcla de fe, proselitismo y grupo aderezada con la posterior lifara, no desprovista de alcohol, regalaba a sus lentes un escenario orgiástico. Entusiasmada en su tarea, perdió la noción del tiempo y sólo cuando sintió una punzada en los riñones, se dio cuenta de que debía tomarse un descanso. Se acercó al grupo de la cofradía donde la invitaron a que se refrescara y comiera con ellos. Una vez repuesta, revisó las fotos que había tomado. Algunas las borró inmediatamente y, aunque aún quedaba una buena tría por hacer, se sentía bastante satisfecha con el material que había conseguido. Se detuvo en una donde, para variar, salía un paisaje: era una imagen del cactus enorme que había a la derecha del camino antes de la ermita. Prefería fotografiar rostros, pero de vez en cuando, sacaba algún panorama, algún marco espacial que le llamara la atención y aquel enorme y deslucido cactus, indicando la llegada a la ermita, avisando de que la única agua que se iba a encontrar cerca era agua bendita le había llamado poderosamente la atención. Quizá su piel ajada, agrietada por el despiadado clima de Los Monegros; quizá su aspecto frágil a pesar de sus espinas, de valiente venido a menos, de agricultor tostado bajo los rayos del sol, le hiciera ver en él algo más que un vegetal. Pensó en los rostros de los habitantes del pequeño pueblo: si sus retratos habrían sido capaces de plasmar tanta profundidad, tanta vida y si algunos objetos podían trasmitir mucho más con su simbolismo que la misma carne.
Al día siguiente, Azucena se dispuso a elegir las fotos del reportaje y los retratos para su colección. 158 instantáneas le parecieron pocas, solía darle al dedo con mucha rapidez, pero el 25 de abril había hecho demasiado calor para una estación que se consideraba de entretiempo y el cansancio había hecho mella más de lo que imaginó. Decididas las del periódico, se dispuso a escoger las de la gente. Le parecieron unas imágenes estupendas, llenas de luz y contrastes, de miradas perdidas, de emociones recogidas tras un pañuelo, de fervor sincero, de alegría sin freno,  de connotaciones en una gama de colores reducida sólo alterada, de tanto en tanto, por la decoración floral de la peana de San Benito, la casulla del cura o la escasa vegetación silvestre. Una en concreto le abstrajo durante unos instantes. Era la de un hombre de unos 55 ó 60 años, con traje y corbata negros sobre una camisa blanca, tan blanca que resaltaba sobremanera a pesar de no verse completa. El hombre estaba solo y apoyado en la puerta de la ermita, como esperando que acabara la misa; del oscuro hueco de la puerta sólo se distinguían puntos de luz de las velas que brillaban tanto como la camisa del hombre. En una pose un tanto forzada, el señor se había girado sobre su derecha como si supiera que Azucena le fuera a retratar. Y le sonreía a ella, no a la cámara, parecía que la conociese. Aumentó la foto en su ordenador lo que le permitió observar que el traje era de corte anticuado, pero estaba nuevo. La sonrisa era espontánea, carecía de la espera forzada hasta que se oye el clic de la cámara; era la respuesta a una llamada de alguien que sabe quién lo reclama. Tenía pocas arrugas, muy marcadas, señales de una vida dura, pero no exenta de alegría; parecía un hombre corpulento, fuerte, de pelo oscuro, casi sin canas, engominado y peinado hacia atrás. Su expresión era de tranquilidad, de saber dónde se está y por qué, seguro sobre sus zapatos polvorientos y lleno de alegría al ver a Azucena. Porque sabía que era Azucena. Se percató de que su mano derecha estaba un poco borrosa al haberse movido justo en el momento de la toma, aun así, logró ver que el dedo índice señalaba hacia un punto alejado de él, más cerca de Azucena, en su lado derecho. ¿Hacia el cactus?

Pasó la semana sin que Azucena pudiera quitarse de la cabeza la imagen de aquel hombre. Soñaba con él, con su sonrisa y su dedo índice señalando al cactus el cual se hacía grande, tan grande que asustaba. Decidió que iría a Monegrillo a averiguar quién era ese hombre. Habló con el cofrade mayor, con el dueño del bar y los clientes, con el alcalde y con cuantos vecinos se topó por las calles y caminos de alrededor. Nadie lo conocía. Hasta que se acercó a la plaza mayor, a un corro de cuatro abuelas sentadas que tomaban el sol mientras hacían calceta o zurcían. Una de ellas, tras ponerse las gafas, espetó:
—Es Julián García Jimeno.
— ¡Quita! ¿Cómo va a ser “el Pajarico”, Gregoria?
—Mira, Juana, que tengo muchos años y muchos achaques, pero la cabeza la tengo perfecta. Este es “el Pajarico”.
Las abuelas se pasaron la foto y las gafas para llegar, al final, a la misma conclusión: era “el Pajarico”. Julián García Jimeno era el Pajarico desde que llegara un día al pueblo con una cámara de fotos que había comprado en la farmacia Compairé en Huesca y se dedicara a hacer retratos a los vecinos en los festejos y eventos de la comarca de Los Monegros. Siempre les pedía que miraran al pajarico, yo eso nunca lo entendí, apuntó Gregoria, y de ahí el mote. Lo escalofriante del caso era que a Julián García lo mataron hacía ya 60 años.
—Eso no puede ser —exclamó Azucena—. A este hombre lo fotografié en la ermita de San Benito el pasado 25 de abril.
—Recuerdo que me hizo una foto justo en la romería de San Benito, pero de eso hace “muchismos” años, ya te lo puedes imaginar. Sí, hija, sí, a mi Roberto, que en paz descanse, y a mí. Empezábamos a festejar.
Las mujeres comenzaron a sacar historias de entre sus memorias, con serenidad, sin extrañarles la circunstancia que se estaba dando.
—Señoras, que no puede ser un muerto, que lo fotografié hace unos días…
Una de ellas se puso la mano en la barbilla y dijo muy despacio, rescatando los recuerdos:
— ¿Os acordáis cómo murió?— y las otras callaron de golpe.
—Lo mató su primo Blas. Decía que Julián tenía la linde un metro y medio en sus tierras y que o la corría o le descerrajaba un tiro en toda la tripa. Y así lo hizo.
—Es verdad —apostilló, Juana—. Y en una romería, cuando Julián volvía al pueblo con su cámara de fotos colgada del cuello, Blas le metió un tiro, cerca de la ermita, donde el cactus ese tan grande.
—Justo —concluyó Gregoria.
Y le devolvieron la foto a Azucena para proseguir con sus labores y pláticas.

Azucena se pasó unos minutos mirando alternativamente a la foto y a las mujerucas, pero no le iban a dar ninguna respuesta más. Casi sin pensar, inconscientemente, tomó el camino hacia la ermita de San Benito. Hacía mucho calor y el polvo le estaba ensuciando las sandalias. Llegó donde el cactus y se quedó parada, esperando que le hablara, que le aclarara el entuerto, que le diera alguna explicación. Pero nada sucedía. Cogió su cámara y empezó a fotografiarlo desde todos los ángulos, desde cualquier lado, colocó la cámara entre sus hojas carnosas y viejas, debajo, en su centro… Se acercó a la ermita y sacó algunas tomas de la construcción. Acarició el marco de piedra donde Julián se apoyaba y recordó la mirada cómplice. Azucena regresó al pueblo, donde había dejado su coche, con la cámara colgada al cuello.
Evitó mirar las fotos hasta no llegar al estudio y pasarlas al ordenador. Pausadamente, y no sin algo de aprensión, comenzó a visionarlas. El cactus era un modelo disciplinado, en ninguna toma había salido movido. En ellas se podía apreciar perfectamente la textura de sus hojas, las diferentes tonalidades de verde, las heridas abiertas supurando un líquido blanquecino, las espinas largas, gruesas… Y en una de ellas, la nítida sombra de un pajarito proyectada sobre una de las carnosas hojas. Repasó varias veces todas las fotos del cactus, pero en ninguna encontró el pájaro, ni recordaba que hubiera ninguno sobre él mientras lo fotografió. Volvió sobre la foto de la sombra y pudo comprobar que no era su imaginación: aquella era realmente la sombra de un pajarito. Pensó un tanto ansiosa que, en las otras imágenes de la ermita, a lo mejor, Julián podía aparecer con la cámara en sus manos, haciéndole un guiño de colega a colega. Pero sólo salieron las piedras, la puerta, la ermita. Azucena, sonrió a pesar de sentir cierta desilusión.

Años después, Azucena inauguró la exposición titulada “¡Mira al pajarico!” y las dos fotos que la abrieron fueron la de Julián García Jimeno y la de la sombra del pajarito sobre el viejo cactus de la ermita de San Benito.

© Anabel

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