Ermita de San Benito en Monegrillos. Foto de Fernando Glez. Seral
Los que
creen en los chakras aseguran que
tenemos un tercer ojo en el entrecejo. Es la puerta al alma y, a la vez, a los
mundos sutiles. Con la meditación, cualquiera puede ejercitarlo y llegar a
otros niveles de conocimiento, de intuición e incluso de clarividencia. Para
Azucena el tercer ojo es su cámara. A través de ella ve el mundo más bello, más
artístico. Esa pequeña ventana digital le muestra un universo mucho mejor que
el que ella vislumbra con sus órganos visuales. Puede aumentarlo o disminuirlo,
cambiarle la resolución, el punto de mira, el color y el brillo… Su tercer ojo
le proporciona la posibilidad de recrear el mundo, de erigir uno a su manera.
Cuando a Azucena le persigue un problema coge su inseparable cámara y mira a
través de ella. Tarde o temprano la respuesta aparece atrapada entre las lentes como la luz.
Azucena
tiene un estudio fotográfico en Huesca y colabora en el periódico local. Su
excelente calidad como retratista fue lo que le ayudó a conseguir ese
puesto. Ella es el Goya de la fotografía
en lo referente a los retratos. Más de un político se ha sentido ofendido al
verse a través de los objetivos de la cámara de Azucena, pero ella no tiene la
culpa de ser capaz de atrapar el alma de aquellos que se ponen delante de su
tercer ojo. Está de acuerdo con la teoría los indios, por eso evita ser
fotografiada y, por ello mismo, le fascina retratar a los demás. Tiene una
extensa colección de rostros que atesora en sus archivos con vistas a una futura
exposición.
El
periódico le encargó que hiciera un reportaje de la romería de San Benito en
Monegrillo para una sección que habían inaugurado ese mismo año que trataba
sobre las romerías de la provincia. A Azucena le gusta especialmente retratar
al natural, fuera del estudio, donde se puede captar a la gente en su entorno,
libres de poses convencionalistas y sonrisas ensayadas delante del espejo,
seguros dentro de su cotidianidad, ajenos a que alguien pueda perder su tiempo
en cazarlos dentro de un recuadro brillante. Así que, después de realizar las
fotos para el periódico, se dedicó a buscar retratos para su colección.
En los
eventos religiosos, Azucena obtenía estupendas instantáneas. La mezcla de fe,
proselitismo y grupo aderezada con la posterior lifara, no desprovista de
alcohol, regalaba a sus lentes un escenario orgiástico. Entusiasmada en su
tarea, perdió la noción del tiempo y sólo cuando sintió una punzada en los
riñones, se dio cuenta de que debía tomarse un descanso. Se acercó al grupo de
la cofradía donde la invitaron a que se refrescara y comiera con ellos. Una vez
repuesta, revisó las fotos que había tomado. Algunas las borró inmediatamente
y, aunque aún quedaba una buena tría por hacer, se sentía bastante satisfecha
con el material que había conseguido. Se detuvo en una donde, para variar,
salía un paisaje: era una imagen del cactus enorme que había a la derecha del
camino antes de la ermita. Prefería fotografiar rostros, pero de vez en cuando,
sacaba algún panorama, algún marco espacial que le llamara la atención y aquel
enorme y deslucido cactus, indicando la llegada a la ermita, avisando de que la
única agua que se iba a encontrar cerca era agua bendita le había llamado
poderosamente la atención. Quizá su piel ajada, agrietada por el despiadado
clima de Los Monegros; quizá su aspecto frágil a pesar de sus espinas, de
valiente venido a menos, de agricultor tostado bajo los rayos del sol, le
hiciera ver en él algo más que un vegetal. Pensó en los rostros de los
habitantes del pequeño pueblo: si sus retratos habrían sido capaces de plasmar
tanta profundidad, tanta vida y si algunos objetos podían trasmitir mucho más
con su simbolismo que la misma carne.
Al día
siguiente, Azucena se dispuso a elegir las fotos del reportaje y los retratos
para su colección. 158 instantáneas le parecieron pocas, solía darle al dedo
con mucha rapidez, pero el 25 de abril había hecho demasiado calor para una
estación que se consideraba de entretiempo y el cansancio había hecho mella más
de lo que imaginó. Decididas las del periódico, se dispuso a escoger las de la
gente. Le parecieron unas imágenes estupendas, llenas de luz y contrastes, de
miradas perdidas, de emociones recogidas tras un pañuelo, de fervor sincero, de
alegría sin freno, de connotaciones en
una gama de colores reducida sólo alterada, de tanto en tanto, por la
decoración floral de la peana de San Benito, la casulla del cura o la escasa
vegetación silvestre. Una en concreto le abstrajo durante unos instantes. Era
la de un hombre de unos 55 ó 60 años, con traje y corbata negros sobre una
camisa blanca, tan blanca que resaltaba sobremanera a pesar de no verse
completa. El hombre estaba solo y apoyado en la puerta de la ermita, como
esperando que acabara la misa; del oscuro hueco de la puerta sólo se distinguían
puntos de luz de las velas que brillaban tanto como la camisa del hombre. En
una pose un tanto forzada, el señor se había girado sobre su derecha como si
supiera que Azucena le fuera a retratar. Y le sonreía a ella, no a la cámara,
parecía que la conociese. Aumentó la foto en su ordenador lo que le permitió
observar que el traje era de corte anticuado, pero estaba nuevo. La sonrisa era
espontánea, carecía de la espera forzada hasta que se oye el clic de la cámara;
era la respuesta a una llamada de alguien que sabe quién lo reclama. Tenía pocas
arrugas, muy marcadas, señales de una vida dura, pero no exenta de alegría;
parecía un hombre corpulento, fuerte, de pelo oscuro, casi sin canas,
engominado y peinado hacia atrás. Su expresión era de tranquilidad, de saber
dónde se está y por qué, seguro sobre sus zapatos polvorientos y lleno de
alegría al ver a Azucena. Porque sabía que era Azucena. Se percató de que su
mano derecha estaba un poco borrosa al haberse movido justo en el momento de la
toma, aun así, logró ver que el dedo índice señalaba hacia un punto alejado de
él, más cerca de Azucena, en su lado derecho. ¿Hacia el cactus?
Pasó la
semana sin que Azucena pudiera quitarse de la cabeza la imagen de aquel hombre.
Soñaba con él, con su sonrisa y su dedo índice señalando al cactus el cual se
hacía grande, tan grande que asustaba. Decidió que iría a Monegrillo a
averiguar quién era ese hombre. Habló con el cofrade mayor, con el dueño del
bar y los clientes, con el alcalde y con cuantos vecinos se topó por las calles
y caminos de alrededor. Nadie lo conocía. Hasta que se acercó a la plaza mayor,
a un corro de cuatro abuelas sentadas que tomaban el sol mientras hacían
calceta o zurcían. Una de ellas, tras ponerse las gafas, espetó:
—Es
Julián García Jimeno.
—
¡Quita! ¿Cómo va a ser “el Pajarico”, Gregoria?
—Mira,
Juana, que tengo muchos años y muchos achaques, pero la cabeza la tengo
perfecta. Este es “el Pajarico”.
Las
abuelas se pasaron la foto y las gafas para llegar, al final, a la misma
conclusión: era “el Pajarico”. Julián García Jimeno era el Pajarico desde que
llegara un día al pueblo con una cámara de fotos que había comprado en la
farmacia Compairé en Huesca y se dedicara a hacer retratos a los vecinos en los
festejos y eventos de la comarca de Los Monegros. Siempre les pedía que miraran
al pajarico, yo eso nunca lo entendí, apuntó Gregoria, y de ahí el mote. Lo
escalofriante del caso era que a Julián García lo mataron hacía ya 60 años.
—Eso no
puede ser —exclamó Azucena—. A este hombre lo fotografié en la ermita de San
Benito el pasado 25 de abril.
—Recuerdo
que me hizo una foto justo en la romería de San Benito, pero de eso hace
“muchismos” años, ya te lo puedes imaginar. Sí, hija, sí, a mi Roberto, que en
paz descanse, y a mí. Empezábamos a festejar.
Las
mujeres comenzaron a sacar historias de entre sus memorias, con serenidad, sin
extrañarles la circunstancia que se estaba dando.
—Señoras,
que no puede ser un muerto, que lo fotografié hace unos días…
Una de
ellas se puso la mano en la barbilla y dijo muy despacio, rescatando los
recuerdos:
— ¿Os
acordáis cómo murió?— y las otras callaron de golpe.
—Lo
mató su primo Blas. Decía que Julián tenía la linde un metro y medio en sus
tierras y que o la corría o le descerrajaba un tiro en toda la tripa. Y así lo
hizo.
—Es
verdad —apostilló, Juana—. Y en una romería, cuando Julián volvía al pueblo con
su cámara de fotos colgada del cuello, Blas le metió un tiro, cerca de la
ermita, donde el cactus ese tan grande.
—Justo
—concluyó Gregoria.
Y le
devolvieron la foto a Azucena para proseguir con sus labores y pláticas.
Azucena
se pasó unos minutos mirando alternativamente a la foto y a las mujerucas, pero
no le iban a dar ninguna respuesta más. Casi sin pensar, inconscientemente,
tomó el camino hacia la ermita de San Benito. Hacía mucho calor y el polvo le
estaba ensuciando las sandalias. Llegó donde el cactus y se quedó parada,
esperando que le hablara, que le aclarara el entuerto, que le diera alguna
explicación. Pero nada sucedía. Cogió su cámara y empezó a fotografiarlo desde
todos los ángulos, desde cualquier lado, colocó la cámara entre sus hojas
carnosas y viejas, debajo, en su centro… Se acercó a la ermita y sacó algunas
tomas de la construcción. Acarició el marco de piedra donde Julián se apoyaba y
recordó la mirada cómplice. Azucena regresó al pueblo, donde había dejado su
coche, con la cámara colgada al cuello.
Evitó
mirar las fotos hasta no llegar al estudio y pasarlas al ordenador.
Pausadamente, y no sin algo de aprensión, comenzó a visionarlas. El cactus era
un modelo disciplinado, en ninguna toma había salido movido. En ellas se podía
apreciar perfectamente la textura de sus hojas, las diferentes tonalidades de
verde, las heridas abiertas supurando un líquido blanquecino, las espinas
largas, gruesas… Y en una de ellas, la nítida sombra de un pajarito proyectada
sobre una de las carnosas hojas. Repasó varias veces todas las fotos del
cactus, pero en ninguna encontró el pájaro, ni recordaba que hubiera ninguno
sobre él mientras lo fotografió. Volvió sobre la foto de la sombra y pudo
comprobar que no era su imaginación: aquella era realmente la sombra de un
pajarito. Pensó un tanto ansiosa que, en las otras imágenes de la ermita, a lo
mejor, Julián podía aparecer con la cámara en sus manos, haciéndole un guiño de
colega a colega. Pero sólo salieron las piedras, la puerta, la ermita. Azucena,
sonrió a pesar de sentir cierta desilusión.
Años
después, Azucena inauguró la exposición titulada “¡Mira al pajarico!” y las dos
fotos que la abrieron fueron la de Julián García Jimeno y la de la sombra del
pajarito sobre el viejo cactus de la ermita de San Benito.
©
Anabel
Gracias, Anabel
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