Elizabeth
podía volver a ahogarse. Sentía el peligro muy cerca y, sin embargo, lo deseaba
tan ardientemente que el corazón se le salía del escote. Sus pechos escasamente
flotaban sobre unas aguas furiosas, apretados por la chaqueta del capitán que
la abrazaba con la misma fuerza con que su deseo intentaba mantenerla a flote.
Y es que las piernas le estaban fallando, temblaban ante la profundidad de las
emociones que volvían a mojarla, a empaparla, que volvían a convertirla en un
ser con lastre que se hunde sin remedio en unos labios húmedos, en un arpón con
forma de lengua y sabor salado. El beso la estaba trasladando a emociones ya
vividas, al fondo de un mar que se había prometido no volver a surcar.
Elisabeth
Hill se casó a los 18 años con el teniente Trevor Boyle en una sencilla ceremonia
en Brentford, condado de Middlesex. La boda se organizó y celebró rápidamente
pues el teniente Boyle embarcaría dos días después de aquella fría mañana del
31 de enero de 1797. Elisabeth, tras la brevísima luna de miel en Londres, fue
a vivir a la enorme casa de campo que su marido había heredado de sus padres,
muy cerca de donde el río Brent confluye con el Támesis, con un par de criados
y las tediosas visitas de los nuevos familiares políticos. La soledad mezclada
con el miedo mermaba la templanza de una joven poco acostumbrada a tanto trajín
social. Además, la impaciencia por recibir noticias de altamar, a sabiendas de que
su marido iba a intervenir en una batalla naval, la tenían en tal estado de
excitación que le diagnosticaron nervios y ansiedad en vez de lo que realmente era.
La atiborraron a tisanas, a paseos por el campo e, incluso, llegaron a
aconsejarle una sangría, pero el único remedio posible era la misiva de
ultramar. A finales de febrero, llegaron noticias de que la Marina Británica
había vencido a la Armada Española en la batalla del Cabo de San Vicente. La
ineptitud del teniente general José de Córdova había facilitado el triunfo al
comandante John Jervis. El número de bajas de la Marina Británica había sido
muy inferior al español, pero aun así rondaba los cien muertos. La victoria
alivió un poco el estado de ánimo de Elizabeth, pero hasta que, unos días
después, no llegó la carta de su esposo, no respiró tranquila por primera vez
en su corto matrimonio. Trevor le relataba escuetamente la batalla, se recreaba
en la victoria y en el ascenso que su bravo comportamiento le había
proporcionado. Ya era capitán. Con esa frase cerraba una misiva tan anhelada
como fría. Ni siquiera una despedida dedicada a su amada esposa. Recordó que la
noche en que lo conoció, en un baile en casa de los Cranfield en su ciudad,
Canterbury, no pudo reprimir morderse los labios al verlo tan guapo con su
uniforme de teniente. Ahora ya no sentiría la misma atracción al verlo enfundado
en el de capitán. Elizabeth recobró la compostura, entendió de golpe que su
vida iba a consistir siempre en lo mismo: esperar y esperar, rodeada de lluvia,
de humedad, de frío, de tierra y de su propia soledad. Sintió marearse, como si
estuviera en la cubierta de un barco. En un movimiento reflejo, se echó la mano
al vientre. Tal vez no estuviera tan sola.
Elizabeth
intentó salir de la zozobra agarrándose al cuello del capitán O’Brian, pero ese
acto le alejó todavía más del asidero que buscaba porque el beso se hacía cada
vez más intenso. Con gran fuerza de voluntad, se apartó del rostro de Thomas
O’Brian y le miró a los ojos. Eran más mar, tan azules que se sintió humedecer.
Él le acariciaba la mejilla.
—He de
reconocer que ya en tu boda me quedé prendado de ti. Por supuesto que nunca lo
dejé entrever, pero ahora, tras cinco años de la muerte de Trevor, creo que
expresar mis sentimientos abiertamente no ha de escandalizar a nadie. El
recuerdo de Trevor ha sido debidamente respetado.
Elizabeth
pasó las manos por la cara de Thomas, las sienes le latían, sentía el ardor de
esos ojos sobre todo su cuerpo.
—No
puedo negar mis sentimientos, no puedo decirte que no sienta nada por ti. Pero
tu amistad con Trevor me hace dudar, tal vez no se entienda, tal vez debamos
esperar…
—Elizabeth,
¿eso te preocupa? ¿De qué tienes miedo?
Nació
Trevor Boyle segundo dos semanas después de que su padre embarcara dirección al
Caribe. Cada acontecimiento importante era refrendado por la ausencia del
marido. Cierto era que Napoleón se había empeñado en conquistar Inglaterra, que
eran momentos difíciles y la patria necesitaba de sus servicios, pero el
nacimiento de un hijo bien se merecía un descanso si no, un receso. Trevor era
un marino de raza, educado para entregar la vida por su país y a la mar,
precepto que seguía hasta las últimas consecuencias. Llegaba a marearse en
tierra a menudo, cosa que nunca le había sucedido en el mar, ni siquiera en las
peores tempestades, y la sangre le sabía mucho más salada de lo habitual. Elizabeth empezó a sentirse celosa de la mar,
de la capacidad que tenía de atrapar a los hombres con su espuma y su potencia
sin tener en cuenta que tuvieran una vida propia en tierra. Engullía a los
muertos y a los vivos, también, y a pesar de ello, los hombres se entregaban a
su profundidad sin titubear. Comenzó a relacionarse con alguna viuda de oficial
que vivía cerca y pasaba las tardes en compañía, pero hablar del mar, de los
barcos, de la guerra, de la posibilidad de que no volviera, era inevitable y
eso no aliviaba su soledad ni su aprensión. El pequeño crecía rodeado de mar
por todas partes, aunque la ventana de su habitación tuviera vistas al agua
dulce. Dibujaba barcos, los galones de su padre, era capaz de enumerar de un
tirón todo el velamen y los palos de una fragata y jugaba con el jardinero a remar
sobre el césped del jardín. Elizabeth se temía lo peor: que la sangre fusionada
con agua de mar se transmitiera de generación en generación. El único regalo
que su marido le hizo al niño fue un uniforme de capitán un par de meses antes
de que embarcarse hacia la que sería su última batalla.
—El
próximo noviembre cumplirás ocho años, vas a ser un gran marino, Trevor Boyle
Junior.
Y a
Elizabeth se le congeló la respiración.
Desde
que una honrosa muerte en la batalla de Trafalgar convirtiera a su marido en un
héroe nacional, el mayor temor de Elizabeth fue que su hijo se hiciera marino.
Pero Trevor Jr. ya quería surcar los mares mucho antes y los surcaba aunque
fuera entre los campos de alfalfa o sobre la alfombra del salón o sorteando las
olas entre tormentas oníricas. Hacía unos meses había ingresado en la Marina
Británica con tan solo 12 años de edad. El día en que los miedos de Elizabeth
se hicieron realidad fue el día más feliz de la vida del pequeño Trevor. El mar
le volvía a robar la vida, la volvía a dejar sin respiración, sin sueños, sin
alegría; el mar la volvía a dejar abandonada, náufraga en tierra y sin timón.
Lo único que el mar le había devuelto era la soledad. Y ahora esos besos que la
ahogaban en un placer incontrolable la devolvían a la vida mojada, con los
latidos alborotados, salpicando deseo y ganas de emprender una nueva travesía.
Pero Elizabeth sabía de primera mano qué podía esperar si accedía a la petición
de matrimonio del capitán Thomas O’Brian. Su mente sopesaba, mientras el
corazón intentaba hacer trampas secando el charco que el anhelo estaba
formando. Prefería la soledad a sufrir de nuevo por el regreso de un marido.
Bastante tenía ya con las noches en vela que la ausencia de las risas de su
hijo le había dejado.
—El mar
se llevó a mi marido y mi hijo acaba de ingresar en la Marina Británica. Rezo
todos los días porque Dios le proteja, porque ese loco de Napoleón abandone sus
ambiciones imperialistas, porque el mar no se enfurezca. No quiero recibir sus pertenencias en un petate sin ni siquiera poder verlo por última vez. Todo se lo queda
el mar.
—El
miedo no puede separarte de mí, Elizabeth. No puedo prometerte que nada me
sucederá o que nada le sucederá a tu hijo, pero sí puedo prometerte que te amo
y que quiero compartir mi vida contigo.
Los
besos y los abrazos de Thomas no aclaraban a la atribulada Elizabeth que sentía
la sal de la mar acechándola en la comisura de los labios.
—Si
sólo son tus lágrimas, querida—le susurró el capitán mientras las secaba con su
pañuelo.
Elizabeth
realmente amaba a ese hombre, incluso mucho más de lo que alguna vez amó a su
marido. Y entonces pensó que tal vez esa pasión desbordada era lo que su marido
sentía por la mar, lo que su hijo y cualquier otro marino sentían por aquella
acuosa profundidad salada: una atracción irrefrenable, más potente que la de un
imán, más intensa que la que ella misma sentía en ese momento por Thomas. Una nueva certeza apareció en su vida: ella
no atraería jamás a ese hombre de la misma manera que lo hacía el azul
infinito.
Se secó
las lágrimas, se atusó el pelo e intentó recomponer su figura. Se apartó un
metro del estupefacto capitán O'Brian y dijo:
—Lo
siento, Thomas, no puedo competir.
©
Anabel
Buena historia de marinos que se marean en tierra, de amores con los que no se puede competir, de mares que todo se lo llevan.
ResponderEliminarSiempre nos quedarán los ríos.
Abrazos.
me he quedado gratamente sorprendida. es un relato fusión del estilo romántico puro y duro pero ahora resulta que la cuentista se documenta como si de una novela histórica se tratara. tú sí que vales. me encanta
ResponderEliminarNo deberías olvidarte de los relatos... Ellos te necesitan porque nosotros queremos tenerte, historia mediante.
ResponderEliminarHa sido un placer, nada mareante, surcar tu historia.
Un abrazo
Mario
BELLO, Ana BELLA. Ya eres escritora de talla extra. Tienes madera para hacer tu primera novela.
ResponderEliminarNota:
muy sugerente eso de la boda en el condado de Middlesex (traducido sería “sexo medio”)
Me ha encantado tu relato y estoy de acuerdo con Israel de que daria para una novela, eres maravillosa narrando y no es peloteo, me gusta lo que escribes sea del estilo que sea pero esta historia llega hasta lo infinito que diria el muñeco de toy story, un beso grande
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