jueves, 12 de abril de 2012

Permiso



Firmó la concesión del permiso como si firmara un recibo de compra. Oyó la felicitación del funcionario y contestó con un gracias producto de las habilidades sociales adquiridas en varios cursos. Dobló el papel las veces necesarias para que cupiera en el bolsillo del pantalón y salió al patio.
— ¿Qué querían los “boquis”?
—Dame un cigarro. Nada, me han aprobado el permiso.
—Enhorabuena, tío. Joder, parece que te hayan dado una mala noticia. ¡Va, tío, alégrate! ¡Vas a pisar calle, colega! —mientras le encendía el pitillo.
Una media sonrisa se dibujó en la cara del Richi. La calle, la puta calle.
— ¡Eh, Pirri! ¡Al Richi le han dado el permiso!
Unos cuantos internos se acercaron a felicitar al Richi que aguantaba palmaditas en la espalda y apretones de mano estoicamente. En su fuero interno le hubiera gustado que le dejaran en paz, no tener que ponerles buena cara ni invitarles a café. Pero no podía, hubiera sido una falta de consideración hacia ellos y hacia los que ya no estaban.

Tuvo el impulso de llamar por teléfono a su madre, pero se contuvo. Su madre tenía más de setenta años y vivía de una pensión de viudedad con la que había levantado a dos nietos. Con esa mísera paga también había ido a visitar a sus dos hijos a la cárcel y les había ingresado lo que podía cada fin de semana durante muchos años. El Richi casi se acabó el cigarrillo de una calada. No soportaba el dolor, los martillazos en la sien, los arañazos de la culpa. Le parecía tener un gato en las tripas, eso lo tornaba loco, le hacía desear meterse algo. La droga, puta droga. Había aprendido a aguantar. Cuarenta y cinco años, más de la mitad entrando y saliendo del talego, cuatro sobredosis, incontables “monos” y un sida galopante le habían obligado a contenerse, le habían enseñado a resistir un poco más. A veces pensaba que un poco más de tanta mierda no era el mejor aliciente para alejarse de la drogadicción, pero el cansancio, sí. El Richi estaba agotado de pelearse con el mundo, con la gente, con la cárcel, exhausto de perder batallas y de verse derrotado cada mañana en el sucedáneo de espejo que tiene sobre el lavabo de la celda. Debía cumplir el juramento de ganarse su libertad. En los últimos años había sufrido un cambio de comportamiento y de actitud radical. Había pasado de ser un interno conflictivo, antisocial y drogadicto a un alumno aplicado en clase de certificado, que acaba los cursos preceptivos y de uno de los pocos que había abandonado la droga. Tenía que soportar en cada entrevista la cara de los psicólogos convencidos de que la cárcel rehabilita, dorarles la píldora y hacerles creer que él cree lo que ellos quieren que crea; callarse ante las salidas de algún funcionario fascista y soportar los cacheos sin rechistar; aguantar a más de un imbécil que se piensa el “kíe” del módulo… Pero salir era lo prometido, así se lo juró al Mortadelo el día que se lo llevaron al hospital, el último día que lo vio. No podía romper un juramento entre colegas de toda la vida. Los mejores y peores momentos los había pasado al lado del Mortadelo: los primeros atracos, el primer pico, la primera tía que se tiraron, el primer sumario… La última salida no iba a poder hacerla junto a él, pero la haría por él. Cómo habría disfrutado la libertad el Mortadelo. Habría ido a casa de su mujer, la Manoli, con su chaval, que debía tener ya catorce años. Cuántas veces le había dicho que nunca más se iba a meter, que no soportaba la cara de su hijo cuando lo miraba en el vis a vis.

—¿Mama? Hola, vieja ¿cómo estás?
Se sabía de memoria cómo sonaba la voz de su madre, qué le diría y qué le contestaría él a continuación, sabía cómo se iban a despedir, pero oírla esta vez le estaba emocionando. Tosió un poco para evitar que la voz se le ablandara.
— ¿Estás constipado, Ricardo, hijo?
—No, mama, no, sólo que me he atragantado con el humo del cigarro.
—Cuándo dejarás de fumar, cuándo…
—Sí, mama, sí. Escucha, tengo que decirte una cosa.
— ¡Ay, hijo mío! ¿Qué has hecho? Si últimamente te portabas muy bien, Ricardo…
—Que no, mama, que no. Escúchame, mujer. Me han dado el permiso. Salgo el mes que viene.
— ¡Ay, ay qué alegría! ¡Qué alegría! Verás cuando se los diga a los nenes.
—Tranquila, tranquila, a ver si ahora te va a dar algo. Anda, tranquilízate. Ya te vuelvo a llamar la semana que viene y te digo el día ¿vale?
— ¡Ay, sí, hijo sí! Y pórtate bien, pórtate bien.

Colgó el auricular. Le ardía el estómago. Se le había acabado el tabaco y fue hacia el economato. Intentaba convencerse de que era estupendo saber que en un mes volvería a ver un trozo de cielo más grande, que podría abrazar a la vieja, ir en bici con los sobrinos o llevarlos al cine. Se dio cuenta de que sólo había ido un par de veces al cine, una, a ver “La Guerra de las Galaxias” y la otra, no se acordaba, llevaba tal “colocón” que se quedó dormido.


—Pues cuando yo salga, me voy a dar una “fiestuqui” que te cagas, colega. Vamos, lo que yo te diga.
Richi estaba harto de los niñatos, de su forma de vestir, de su falta de reglas y de respeto, de su voz chillona, atronadora.
—Haz el puto favor de pedir y sal de la ventanilla, que estamos esperando, coño.

El niñato se volvió con cara de pocos amigos hacia el Richi, pero al reconocerlo se calló, cogió la consumición y dejó libre la ventanilla. En la calle nadie respeta a un yonqui, nadie da trabajo a un expresidiario. En la cárcel, al menos, le admiraban por lo que había sido, aunque el cuerpo ya no podría resistir una pelea ni siquiera con el niñato. Las defensas estaban estables, pero al mínimo catarro que pillaba caían en picado. Abre el paquete y enciende ansioso un cigarro. El sida, el puto sida.

Se subió a la celda sin comer, el estómago seguía haciendo de las suyas. Cerraron la puerta tras de sí y se quedó solo. La primera vez que oyó el ruido del cerrojo y la vuelta de la llave le pareció que le habían arrancado los pulmones con que respirar. Ahora ese sonido le hacía sentirse seguro, a salvo, lejos de los matones del patio, de la vista de los funcionarios, lejos de la calle y de los ojos de su madre, de las risas de sus sobrinos, de las miradas de los vecinos del barrio, de las lápidas de los muertos, del buscarse la vida otra vez.

En la intimidad de su celda el Richi hizo lo que jamás le reconocería a nadie: llorar.

©  Anabel

6 comentarios:

  1. Joder, Anabel, es absolutamente genial. Sin más... Genial.

    ResponderEliminar
  2. Lo he leído de un tirón. Es un texto de "la puta realidad", con un lenguaje directo. Por alguna circunstancia me toca y es una foto en alta resolución.
    Más no te puedo decir... ¿Te vale que lo he disfrutado? ¡Y mucho¡

    ResponderEliminar
  3. Pero que rabiosamente buena eres!!! anda que... menuda peña, cualquiera os echa un galgo, que decimos por aqui.

    ResponderEliminar
  4. De lo mejor que (te) he leído. Gracias por escribir, por tapiar mis días grises con letras así.
    Por cierto, hay un concurso de relato breve que se organiza en Granada. El tema, que no es libre, es sobre algo que tenga que ver con el mundo penitenciario. Si te decides, dime algo.

    Un abrazo

    Mario

    ResponderEliminar
  5. Vaya, Anabel... ni una profesional de la cosa podría mejorarlo.
    Ya sabes, un abrazo.
    Mariano Ibeas

    ResponderEliminar
  6. ¡hala!, que después de los cinco comentarios anteriores ya me queda poco por decir, pero repetito las palabras de Amando: ¡absolutamente genial!

    ResponderEliminar