Firmó la concesión del
permiso como si firmara un recibo de compra. Oyó la felicitación del
funcionario y contestó con un gracias producto de las habilidades sociales
adquiridas en varios cursos. Dobló el papel las veces necesarias para que
cupiera en el bolsillo del pantalón y salió al patio.
— ¿Qué querían los “boquis”?
—Dame un cigarro. Nada, me
han aprobado el permiso.
—Enhorabuena, tío. Joder,
parece que te hayan dado una mala noticia. ¡Va, tío, alégrate! ¡Vas a pisar
calle, colega! —mientras le encendía el pitillo.
Una media sonrisa se dibujó
en la cara del Richi. La calle, la puta calle.
— ¡Eh, Pirri! ¡Al Richi le
han dado el permiso!
Unos cuantos internos se
acercaron a felicitar al Richi que aguantaba palmaditas en la espalda y
apretones de mano estoicamente. En su fuero interno le hubiera gustado que le
dejaran en paz, no tener que ponerles buena cara ni invitarles a café. Pero no
podía, hubiera sido una falta de consideración hacia ellos y hacia los que ya
no estaban.
Tuvo el impulso de llamar por
teléfono a su madre, pero se contuvo. Su madre tenía más de setenta años y vivía
de una pensión de viudedad con la que había levantado a dos nietos. Con esa
mísera paga también había ido a visitar a sus dos hijos a la cárcel y les había
ingresado lo que podía cada fin de semana durante muchos años. El Richi casi se
acabó el cigarrillo de una calada. No soportaba el dolor, los martillazos en la
sien, los arañazos de la culpa. Le parecía tener un gato en las tripas, eso lo
tornaba loco, le hacía desear meterse algo. La droga, puta droga. Había
aprendido a aguantar. Cuarenta y cinco años, más de la mitad entrando y
saliendo del talego, cuatro sobredosis, incontables “monos” y un sida galopante
le habían obligado a contenerse, le habían enseñado a resistir un poco más. A
veces pensaba que un poco más de tanta mierda no era el mejor aliciente para
alejarse de la drogadicción, pero el cansancio, sí. El Richi estaba agotado de pelearse
con el mundo, con la gente, con la cárcel, exhausto de perder batallas y de
verse derrotado cada mañana en el sucedáneo de espejo que tiene sobre el lavabo
de la celda. Debía cumplir el juramento de ganarse su libertad. En los últimos
años había sufrido un cambio de comportamiento y de actitud radical. Había
pasado de ser un interno conflictivo, antisocial y drogadicto a un alumno
aplicado en clase de certificado, que acaba los cursos preceptivos y de uno de
los pocos que había abandonado la droga. Tenía que soportar en cada entrevista
la cara de los psicólogos convencidos de que la cárcel rehabilita, dorarles la
píldora y hacerles creer que él cree lo que ellos quieren que crea; callarse
ante las salidas de algún funcionario fascista y soportar los cacheos sin
rechistar; aguantar a más de un imbécil que se piensa el “kíe” del módulo… Pero
salir era lo prometido, así se lo juró al Mortadelo el día que se lo llevaron
al hospital, el último día que lo vio. No podía romper un juramento entre
colegas de toda la vida. Los mejores y peores momentos los había pasado al lado
del Mortadelo: los primeros atracos, el primer pico, la primera tía que se
tiraron, el primer sumario… La última salida no iba a poder hacerla junto a él,
pero la haría por él. Cómo habría disfrutado la libertad el Mortadelo. Habría
ido a casa de su mujer, la Manoli, con su chaval, que debía tener ya catorce
años. Cuántas veces le había dicho que nunca más se iba a meter, que no
soportaba la cara de su hijo cuando lo miraba en el vis a vis.
—¿Mama? Hola, vieja ¿cómo estás?
Se sabía de memoria cómo
sonaba la voz de su madre, qué le diría y qué le contestaría él a continuación,
sabía cómo se iban a despedir, pero oírla esta vez le estaba emocionando. Tosió
un poco para evitar que la voz se le ablandara.
— ¿Estás constipado,
Ricardo, hijo?
—No, mama, no, sólo que me he atragantado con el humo del cigarro.
—Cuándo dejarás de fumar,
cuándo…
—Sí, mama, sí. Escucha, tengo que decirte una cosa.
— ¡Ay, hijo mío! ¿Qué has
hecho? Si últimamente te portabas muy bien, Ricardo…
—Que no, mama, que no. Escúchame, mujer. Me han
dado el permiso. Salgo el mes que viene.
— ¡Ay, ay qué alegría! ¡Qué
alegría! Verás cuando se los diga a los nenes.
—Tranquila, tranquila, a ver
si ahora te va a dar algo. Anda, tranquilízate. Ya te vuelvo a llamar la semana
que viene y te digo el día ¿vale?
— ¡Ay, sí, hijo sí! Y
pórtate bien, pórtate bien.
Colgó el auricular. Le ardía
el estómago. Se le había acabado el tabaco y fue hacia el economato. Intentaba
convencerse de que era estupendo saber que en un mes volvería a ver un trozo de
cielo más grande, que podría abrazar a la vieja, ir en bici con los sobrinos o
llevarlos al cine. Se dio cuenta de que sólo había ido un par de veces al cine,
una, a ver “La Guerra de las Galaxias” y la otra, no se acordaba, llevaba tal
“colocón” que se quedó dormido.
—Pues cuando yo salga, me voy a dar una “fiestuqui” que te cagas, colega. Vamos, lo que yo te diga.
Richi estaba harto de los
niñatos, de su forma de vestir, de su falta de reglas y de respeto, de su voz
chillona, atronadora.
—Haz el puto favor de pedir
y sal de la ventanilla, que estamos esperando, coño.
El niñato se volvió con cara
de pocos amigos hacia el Richi, pero al reconocerlo se calló, cogió la
consumición y dejó libre la ventanilla. En la calle nadie respeta a un yonqui,
nadie da trabajo a un expresidiario. En la cárcel, al menos, le admiraban por
lo que había sido, aunque el cuerpo ya no podría resistir una pelea ni siquiera
con el niñato. Las defensas estaban estables, pero al mínimo catarro que pillaba
caían en picado. Abre el paquete y enciende ansioso un cigarro. El sida, el
puto sida.
Se subió a la celda sin
comer, el estómago seguía haciendo de las suyas. Cerraron la puerta tras de sí
y se quedó solo. La primera vez que oyó el ruido del cerrojo y la vuelta de la
llave le pareció que le habían arrancado los pulmones con que respirar. Ahora ese
sonido le hacía sentirse seguro, a salvo, lejos de los matones del patio, de la
vista de los funcionarios, lejos de la calle y de los ojos de su madre, de las
risas de sus sobrinos, de las miradas de los vecinos del barrio, de las lápidas
de los muertos, del buscarse la vida otra vez.
En la intimidad de su celda el
Richi hizo lo que jamás le reconocería a nadie: llorar.
© Anabel
Joder, Anabel, es absolutamente genial. Sin más... Genial.
ResponderEliminarLo he leído de un tirón. Es un texto de "la puta realidad", con un lenguaje directo. Por alguna circunstancia me toca y es una foto en alta resolución.
ResponderEliminarMás no te puedo decir... ¿Te vale que lo he disfrutado? ¡Y mucho¡
Pero que rabiosamente buena eres!!! anda que... menuda peña, cualquiera os echa un galgo, que decimos por aqui.
ResponderEliminarDe lo mejor que (te) he leído. Gracias por escribir, por tapiar mis días grises con letras así.
ResponderEliminarPor cierto, hay un concurso de relato breve que se organiza en Granada. El tema, que no es libre, es sobre algo que tenga que ver con el mundo penitenciario. Si te decides, dime algo.
Un abrazo
Mario
Vaya, Anabel... ni una profesional de la cosa podría mejorarlo.
ResponderEliminarYa sabes, un abrazo.
Mariano Ibeas
¡hala!, que después de los cinco comentarios anteriores ya me queda poco por decir, pero repetito las palabras de Amando: ¡absolutamente genial!
ResponderEliminar