
Convencida de que nunca llegaría,
tomaba atajos de falsas ilusiones
y amores desgastados;
esquivaba recodos con señales
de caminos cortados y
de luces prohibidas;
regaba arbustos para que crecieran
con flores que me taparan el paisaje
y me sirvieran de niebla.
Se me antoja increíble no haber salido antes de mi biombo
en dirección a lo ignoto,
no haber sentido la necesidad de comprobarlo tangible,
delimitado y, a la vez, abierto,
triste y, a la vez, esperanzador.
Daba tanto miedo
que mirar hacia otro lado
fue un ejercicio habitual.
Ahora, plantado claramente delante de mi,
me sonríe,
me guiña un ojo
y me susurra:
“El final nunca es un fin”.
Y le doy la mano esperanzada como una doncella
regala su virtud a un caballero con armadura.
© Anabel
tomaba atajos de falsas ilusiones
y amores desgastados;
esquivaba recodos con señales
de caminos cortados y
de luces prohibidas;
regaba arbustos para que crecieran
con flores que me taparan el paisaje
y me sirvieran de niebla.
Se me antoja increíble no haber salido antes de mi biombo
en dirección a lo ignoto,
no haber sentido la necesidad de comprobarlo tangible,
delimitado y, a la vez, abierto,
triste y, a la vez, esperanzador.
Daba tanto miedo
que mirar hacia otro lado
fue un ejercicio habitual.
Ahora, plantado claramente delante de mi,
me sonríe,
me guiña un ojo
y me susurra:
“El final nunca es un fin”.
Y le doy la mano esperanzada como una doncella
regala su virtud a un caballero con armadura.
© Anabel