domingo, 23 de noviembre de 2008

Las Cuentas del Rosario


Como las cuentas del rosario que le sobresalían a su madre del bolsillo de la bata negra, sabía que tenía los días contados. Con él colgando de su ajada y menuda mano, esta vez, le abrió el enorme portón de deslustrada madera y oxidados tachones; un moño blanco, pulidamente recogido y unos gritos de niña pequeña acompañaron a la madre a recibir a su hijo.
-¡Andrés, Andrés! ¡Ay, ay, Andrés! ¡Qué alegría! ¿Cómo no me has avisado? Hijo, por Dios, mira que te lo tengo dicho: avísame y así puedo hacerte torrijas… Ven, ven, inclínate para que tu vieja madre pueda darte besos en esa cara tan bonita. ¡Cuánto tiempo, hijo, cuánto tiempo!
Andrés se dejó besuquear y abrazar. Recibió con agrado el desfogue de cariño que su madre había acumulado desde hacía ya siete meses, desde Semana Santa, exactamente. No es que el pueblo estuviera lejos de la ciudad, no es que no echara de menos los guisos de la anciana mujer, ni el olor a hogar, ni el tacto de unas manos tan suaves que parecía mentira que pudieran estar tan arrugadas, no. Esta vez los imponderables, el cabrón destino habían hecho buenas las excusas tantas veces esgrimidas.
-¿No te da vergüenza, Andrés? Tanto tiempo sin ver a tu madre. Anda, ven -tirándole del brazo entraron en el patio de desigual suelo en el que era muy fácil tropezar con las botas de puntera que llevaba-, ven que hace frío y tengo encendido el hogar.
Instintivamente, mientras era arrastrado por su madre, Andrés volvió la cabeza hacía la escalera que destartalada reposaba sobre el muro, tal que un esqueleto erguido, cubierta de polvo y telas de araña. Como una película en blanco y negro, con una claridad pasmosa, vio las numerosas veces que, de noche, la había escalado, a pesar de la prohibición de su madre conocedora de su poca fiabilidad, para, una vez sobre el muro, ir descendiendo por la otra cara del mismo apoyando los pies en los adobes que sobresalían. Tras el eco del salto de sus zapatos en la estrecha calle, salía corriendo hacia la parte trasera de la iglesia para reunirse con Manuel, el monaguillo, y sentir que la Luna podía encontrarse en más lugares que en el cielo.
Fingiendo ser maltratado por el impulso que su madre le había propinado para que se sentara en la bancada de la cocina, se dispuso a recrearse al verla ir de un lado para otro por aquella enorme estancia. El calor del fuego era agradable y el chisporroteo de los troncos, la música ambiental más adecuada que podría haber encontrado.
-Tengo cocido que he hecho hoy y algo me queda de pollo a lo chilindrón, porque te vas a quedar a cenar con tu madre, que parece que te hayas olvidado de ella. –De pronto paró en seco con algunos platos en las manos y dijo seriamente: -Porque podría ser la última vez que vieras a tu madre, ¿no has pensado eso?, –continúo su labor tan bruscamente como la había detenido- porque yo no soy eterna, ni lo quiero ser, pero no quiero que mis hijos se olviden de mí y, mucho menos, cuando todavía estoy viva.
-Igual me muero yo antes, mamá –Andrés pensó que su voz no había surgido con el suficiente tono irónico e intentó arreglarlo: -porque con lo ágil y fuerte que estás nos vas a enterrar a todos, ya lo verás, ya lo verás –y se levantó para abrazar por detrás a aquella entrañable personita que tanto amaba.
La anciana propinó unos golpecitos en las manos de Andrés y le indicó que se volviera a sentar.
-No digas eso ni en broma, yo ya he sufrido mucho en esta vida y Dios no puede castigarme con un dolor así, no, ya he pasado suficiente, no lo podría soportar. ¿Quieres los garbanzos en la sopa o aparte?
-Aparte –pronunció en un susurro que intentaba contener unas lágrimas inoportunas-.
El crujir de la leña le hirió en el corazón. Lo que hubiera querido evitar a toda costa era el daño que iba a infligir a su madre, nunca se lo podría perdonar, sólo por no herirla, sólo por eso, ansiaba que se muriera antes que él, antes que la decrepitud de su cuerpo hiciera evidente la cercanía del fin, sólo unos días antes, los suficientes para que ella no se enterara, los necesarios para que no sufriera. Por eso rezaba todas las noches con el fervor que nunca antes había sentido, con las ganas de que se cumpliera su plegaría para sentir él, sólo él, todo el dolor, todo el castigo.
-Mi niño tonto, mira que con lo grande que eres… ¡Que no me voy a morir aún, córcholis! -Se acercó a él con los brazos abiertos; todavía le pareció más pequeña al verla entre las aguas de las lágrimas.- Siempre has sido el más sensible de tus hermanos, incluso más que Teresa, que esa me salió un poco marimacho. Eso sí: todos sois buenas personas, lo que me hace sentir muy orgullosa de los cinco. –Se abrazó a ella controlando el impulso que, desde las entrañas, le empujaba a desear que se muriera en ese mismo momento entre sus brazos-. Va, va, déjate de tonterías, vamos, vamos que he cortado jamón.
En un santiamén había puesto sobre la amplia mesa un festín: embutidos, quesos, carne de cocido con su verdura, sus garbanzos y su humeante sopa, una tartera de barro con el pollo, el porrón, la jarra de agua y las hogazas de pan que soltaban la mullida miga al ser cortadas por un descomunal cuchillo. El inconfundible ruido de la cuchara sobre el plato de loza, el del cazo sirviendo la sopa, el del agua llenando el vaso de vidrio, el de su madre sorbiendo… Faltaban los gritos de Fernando exigiendo que se le escuchara cuando contaba su enésimo chiste, los empujones de Ricardo buscando gresca, las tortas de Teresa que defendía a Luís que siempre terminaba llorando y su risa, su propia risa acompañada de la de sus hermanos tras la colleja que su madre propinaba a Fernando para que dejara de contar esas guarradas en la mesa. El sabor de la comida seguía invariable, tan estupenda y sabrosa como entonces, si no más; como los mismos ojos azules de su madre, tal vez un poquito más pequeños, pero igual de inteligentes e incisivos.
Comió más de lo que había comido en los últimos meses, más de lo aconsejable, pero esperó poder retenerlo, por lo menos, hasta que estuviera fuera de la vista de su madre. La verdad era que había disfrutado de la comida, del calor de la lumbre, del sabor del vino de la bodega, de las estupendas tortas de anís y de la compañía de su madre. Pensó en la soledad, en lo duro que ha de ser terminar los días sólo, en una casa tan grande y con tantos recuerdos. Demasiadas habitaciones vacías, demasiados huecos que rellenar. Mal premio para una vida tan fatigosa. Sobre la chimenea reluciente como la concha de un mejillón, ocupando el lugar de honor, una pipa se exponía para que cualquiera que entrara en esa cocina pudiera preguntar ¿de quién es esa pipa tan hermosa? Esa pipa y alguna que otra foto, eran todo lo que Andrés poseía de su padre. Sus hermanos mayores le habían contado algunas historias y anécdotas, pero él, el más pequeño, de nada podía acordarse. En las escasas ocasiones en las que alguien fumaba en pipa cerca de él, no podía evitar pronunciar con un hilillo de voz la palabra papá, pero eso era todo lo que su padre le inspiraba. Su madre repetía que Fernando era igual que él, que tenía su misma gracia con la que la enamoró y logro llevarla al huerto, donde engendraron a Luís que fue quien les obligó a casarse de prisa y corriendo, con un traje prestado y un par de bofetadas de la abuela Benita. Pero a la madre esas prisas le hicieron feliz, le salvaron del despotismo de su madre y la tía y pudo unirse a su hombre, al único hombre que había amado en toda la vida. Cinco hijos y una hacienda próspera, pero con mucho trabajo, fue todo lo que pudo dejarle cuando murió de un ataque al corazón el primer invierno después del nacimiento de Andrés.
Si un genio de lámpara maravillosa se presentara en ese instante, sólo le pediría un deseo: que los dos se murieran tomando el café de puchero, sosegadamente, felices de estar el uno junto al otro, recordando los buenos momentos, compartiendo amor. Seguro que Antonio lo comprendería. Antonio espera, en el restaurante de la carretera, una perdida al móvil para irlo a buscar a la entrada del pueblo. Antonio su amante amado que no le ha abandonado en el momento más cruel de la vida, Antonio el único que estará a su lado en su lecho de muerte. Nadie más sabe de su enfermedad, de lo cerca que tiene la muerte que le pisa cada respiración, cada aliento.
-¡Ay, mi niño! ¿Qué te has hecho en el cuello? ¿Qué son esas manchas?
Andrés cubrió las manchas con el pañuelo palestino.
-Nada, mamá, no te preocupes, es un virus que me estoy tratando. Es un poco costoso, pero tiene cura. Sólo he de seguir lo que me diga el médico y ya está, como tu colesterol que, por cierto, ¿cómo lo llevas?
-No me cambies de tema, mi colesterol y yo nos llevamos muy bien. Esas manchas son muy raras, hijo, ¿de verdad te las estás tratando? Que te conozco y tú no vas al médico ni con las tripas fuera. Además, estás tan delgado…-Se incorporó rápidamente y cogió unas fiambreras de la alacena- Te llevarás comida, que aquí hay mucha y yo no me la voy a comer. Ya verás, ya, con este caldito te recuperarás rápidamente.
Cómo le conocía. Tardó demasiado en hacerse las pruebas, en aceptar que él también podía estar infectado, porque se encontraba bien, porque no podía dejar de trabajar en la empresa ni una hora para un chequeo, porque tenía miedo… Excusas, excusas que el destino se entretiene en volverlas contra nosotros.
-Vale, vale, me comeré todo lo que me pongas, sí, te lo prometo –y pensaba en Antonio que tanto le gustaba la comida casera.
El incansable carrillón del comedor se encargó de anunciar que eran las diez de la noche. Andrés pensó en Antonio, cansado de esperar y le mandó la perdida.
-Mamá, tengo que irme, si no se va a hacer muy tarde para entrar en la ciudad, hoy es domingo y no veas cómo se ponen los accesos –Andrés cogió las dos bolsas con fiambreras que le daba su madre-.
Antes de salir de la cocina hacia el patio, la madre besó en las mejillas a su hijo y ya, delante del portón, volvió a repetir los besos, pero en el último par, cogió la cara de su hijo entre las manos y le besó en los labios.
-Te quiero mucho, Andrés. Eres mi hijo especial, eres diferente a los otros, sé que eres un artista y el de mejor corazón. Sé que sufres más que los demás. Soy una mujer fuerte, no lo olvides, no te preocupes por mí.
Tras el portazo, aún sentía los enclenques brazos de su madre aprisionándole contra su pecho impidiendo que abandonara el patio de su infancia. El viento helado le devolvía a la cruda realidad; por un momento dudó ser capaz de llegar al coche. Dejó las bolsas en el maletero y se acercó a unos matorrales al lado de la carretera. Vomitó y lloró, sintió asco de sí mismo por hacer sufrir a su madre, por desear su muerte. Antonio le alcanzó un pañuelo para que se limpiara. La última arcada le dejó exhausto.
-Lo sabe, Antonio, lo sabe todo.
© Anabel

5 comentarios:

  1. Una historia conmovedora que sale de lo que habitualmente relatas, pero con la misma sensibilidad en las líneas.
    Las madres son muy sabias, y ante una apariencia débil, se esconde una fuerza que sólo ellas puedan sentir y entender, cuando se trata de un hijo.

    Qué relato, Cuentista! es impresionantemente bueno; un cuento de mucha sensibilidad y emociones intensas...

    Te admiro mucho.
    Un beso y hasta el próximo cuento.

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  2. Una historia terriblemente conmovedora! me quedo un gusto amargo en la boca...
    Amiga, excelente relato!
    Un abrazo

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  3. Me ha encantado esta desgarradora historia. Las relaciones madre-hijo llegan mucho más allá del alma. Besos, niña.
    http://senderosintrincados.blogspot.com

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  4. Muy bueno, Anabel, no he podido dejarlo hasta llegar al final con un nudo en la garganta. ¡Bravo!

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  5. Esta es la historia tuya que más me ha conmovido. Me pasó igual que a Siluz, no pude dejar de leer hasta que llegó el punto final.
    ¡Felicidades!
    Un abrazo

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