Se
acaba de ir. La manta aún retiene su aroma y su vello. La sacude por la
ventana. Todavía. La mete en la lavadora junto con algunas toallas, como le
enseñó su madre, y la pone. Cuando la saque del bombo, no quedará ni rastro de
ella en la casa. Al menos, en la casa.
Sabe de
sobras lo que viene ahora, se mira en el espejo y se insulta. Daría la mano que
ha estado en su pubis por un cigarrillo. No, no volverá a fumar. Ojalá tuviera
la misma fuerza de voluntad y pudiera asegurarse que tampoco regresará a ella.
Mira el móvil, aunque sabe que la melodía deseada no sonará hasta dentro de una
semana; lo comprueba, abre la agenda, busca su nombre y roza la opción “eliminar
este contacto”. Le hierve la yema de su dedo índice a pesar de que sabe que sería
una acción falaz: la tecla “eliminar este contacto” no aparece en su cerebro.
Había
llegado con muchas ganas de sexo. La ropa se quedó en la entrada y sus cuerpos
se pelearon en el sofá. La de cosas que él era capaz de hacer por ella y lo
baldías que resultaron las sábanas recién cambiadas. Hoy le había exigido más
que nunca. No pares, más fuerte, más fuerte. Él obedecía como el esclavo del
sexo que era. Su orgasmo fue tan rotundo que Antón se asustó, por un instante
pensó que le había hecho daño, pero su grito fue el estallido de un placer
conseguido con rabia. Entonces, sólo entonces, él pudo deshacerse dentro del
lugar más acogedor que conocía. El que más deseaba. El único que amaba. Se
quedó sobre ella unos minutos, recuperando el aliento, sintiendo la humedad y
el calor en todo su cuerpo, inhalándola por los poros de su excitada piel. En
esos minutos, sólo rotos por respiraciones entrecortadas, se sentía un niño
recién amamantado. La leche se agría pronto. El paraíso se torna en limbo
cuando ella empieza a contarle cómo le ha ido la semana: lo mal que está en el
curro; la mala uva del jefe; la jugarreta que su compañera le había gastado
comprándose el mismo vestido; Javier no va a dejar a su mujer… Su llanto. El
infierno. Escuchar lo mucho que lo quiere, las ganas locas que tiene de estar
con él y lo mal que lo tienen… Cuando Antón siente la acidez de su estómago
extendida por el resto de sus órganos, ella se incorpora y comienza a vestirse
sonándose los mocos con un pañuelo del mismo color que la camisa que acababa de
arrancarle a él. No tiene tiempo ni para un café, ha quedado.
—No sé qué haría sin ti, Antón — Dalila, generosa, le regala un beso
lento—.
Antón
acepta con gusto la limosna. Se queda parado detrás de la puerta que acaba de
dar el enésimo portazo.
Abre la
segunda lata de cerveza. Ha empezado la rueda, el protocolo a seguir después de
cada sesión masoquista. Con la tercera, cogerá el móvil, buscará un número, que
no se sabe de memoria, y lo marcará sin que le hierva la yema del dedo índice.
Tiene sesenta minutos.
Dora le
abre la puerta con el pelo aún mojado y una sonrisa recién pintada que ilumina
el recibidor. No la desea, pero necesita olvidar y eso es mucha necesidad.
Acepta una cerveza y le escucha la
letanía monótona de siempre. Se ha puesto colonia, huele bien, y el pantalón
más ajustado que tiene. Su culo es bonito, como toda ella; alegre, risueña. Un
cielo. Un cielo de mujer donde se podría vivir una eternidad. Puto corazón. De
repente, la coge por los brazos y la besa. Ella se entrega completamente, como
si fuera la última oportunidad de estar con un hombre. Se abre en cuerpo y alma.
—Te quiero, Antón—se le escapa a Dora—.
—Calla, no digas eso, no lo digas… —le ordena Antón mientras la penetra con
furia—.
El
orgasmo de Dora es intenso, pero tan dulce como un atardecer. Antón aún podría
aguantar mucho más, está excitado y quiere cansarse en un cuerpo que lo desea a
él, que lo ama a él. Ella lo absorbe con los ojos, deseando que él también
llegue donde ella acaba de estar. Antón decide acabar la farsa. Recuperado el
resuello, se levanta y va en busca de la ropa esparcida por el pasillo a modo
de migas de pan que indican el camino por donde escapar. Vestido, le besa todo
lo delicadamente que puede.
—Dora, mi salvadora. Hasta pronto.
Dora se
muerde los labios. Antón le concede un guiño y un beso enviado por el aire
antes de coger el ascensor. Dentro, se mira en el espejo y se da asco. Puede
sentir en sus tripas la humedad de los ojos de Dora. En la calle, comienza a
caminar rápido, como si tuviera prisa o un encargo urgente que hacer. Cuando sus
piernas no le responden, se sienta en un banco, bajo una farola que lo ilumina.
Llora, llora como un chiquillo que no tuviera quién lo amamantara. Llora. Se
tapa la cara con las manos. No precisa un espejo para saber que es un miserable.
©
Anabel
Magnifico relato erótico.. Felicidades , escritora
ResponderEliminarSaludos cordiales
Me encanta el cambio de roles, tan poco habitual. Muy buen relato, Anabel. Un beso fuerte.
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