viernes, 4 de mayo de 2012

Encadenados


Se acaba de ir. La manta aún retiene su aroma y su vello. La sacude por la ventana. Todavía. La mete en la lavadora junto con algunas toallas, como le enseñó su madre, y la pone. Cuando la saque del bombo, no quedará ni rastro de ella en la casa. Al menos, en la casa.
Sabe de sobras lo que viene ahora, se mira en el espejo y se insulta. Daría la mano que ha estado en su pubis por un cigarrillo. No, no volverá a fumar. Ojalá tuviera la misma fuerza de voluntad y pudiera asegurarse que tampoco regresará a ella. Mira el móvil, aunque sabe que la melodía deseada no sonará hasta dentro de una semana; lo comprueba, abre la agenda, busca su nombre y roza la opción “eliminar este contacto”. Le hierve la yema de su dedo índice a pesar de que sabe que sería una acción falaz: la tecla “eliminar este contacto” no aparece en su cerebro.
Había llegado con muchas ganas de sexo. La ropa se quedó en la entrada y sus cuerpos se pelearon en el sofá. La de cosas que él era capaz de hacer por ella y lo baldías que resultaron las sábanas recién cambiadas. Hoy le había exigido más que nunca. No pares, más fuerte, más fuerte. Él obedecía como el esclavo del sexo que era. Su orgasmo fue tan rotundo que Antón se asustó, por un instante pensó que le había hecho daño, pero su grito fue el estallido de un placer conseguido con rabia. Entonces, sólo entonces, él pudo deshacerse dentro del lugar más acogedor que conocía. El que más deseaba. El único que amaba. Se quedó sobre ella unos minutos, recuperando el aliento, sintiendo la humedad y el calor en todo su cuerpo, inhalándola por los poros de su excitada piel. En esos minutos, sólo rotos por respiraciones entrecortadas, se sentía un niño recién amamantado. La leche se agría pronto. El paraíso se torna en limbo cuando ella empieza a contarle cómo le ha ido la semana: lo mal que está en el curro; la mala uva del jefe; la jugarreta que su compañera le había gastado comprándose el mismo vestido; Javier no va a dejar a su mujer… Su llanto. El infierno. Escuchar lo mucho que lo quiere, las ganas locas que tiene de estar con él y lo mal que lo tienen… Cuando Antón siente la acidez de su estómago extendida por el resto de sus órganos, ella se incorpora y comienza a vestirse sonándose los mocos con un pañuelo del mismo color que la camisa que acababa de arrancarle a él. No tiene tiempo ni para un café, ha quedado.
No sé qué haría sin ti, Antón — Dalila, generosa, le regala un beso lento.
Antón acepta con gusto la limosna. Se queda parado detrás de la puerta que acaba de dar el enésimo portazo.
Abre la segunda lata de cerveza. Ha empezado la rueda, el protocolo a seguir después de cada sesión masoquista. Con la tercera, cogerá el móvil, buscará un número, que no se sabe de memoria, y lo marcará sin que le hierva la yema del dedo índice. Tiene sesenta minutos.
Dora le abre la puerta con el pelo aún mojado y una sonrisa recién pintada que ilumina el recibidor. No la desea, pero necesita olvidar y eso es mucha necesidad. Acepta una cerveza y le escucha  la letanía monótona de siempre. Se ha puesto colonia, huele bien, y el pantalón más ajustado que tiene. Su culo es bonito, como toda ella; alegre, risueña. Un cielo. Un cielo de mujer donde se podría vivir una eternidad. Puto corazón. De repente, la coge por los brazos y la besa. Ella se entrega completamente, como si fuera la última oportunidad de estar con un hombre. Se abre en cuerpo y alma.
Te quiero, Antónse le escapa a Dora.
Calla, no digas eso, no lo digas… le ordena Antón mientras la penetra con furia.
El orgasmo de Dora es intenso, pero tan dulce como un atardecer. Antón aún podría aguantar mucho más, está excitado y quiere cansarse en un cuerpo que lo desea a él, que lo ama a él. Ella lo absorbe con los ojos, deseando que él también llegue donde ella acaba de estar. Antón decide acabar la farsa. Recuperado el resuello, se levanta y va en busca de la ropa esparcida por el pasillo a modo de migas de pan que indican el camino por donde escapar. Vestido, le besa todo lo delicadamente que puede.
Dora, mi salvadora. Hasta pronto.
Dora se muerde los labios. Antón le concede un guiño y un beso enviado por el aire antes de coger el ascensor. Dentro, se mira en el espejo y se da asco. Puede sentir en sus tripas la humedad de los ojos de Dora. En la calle, comienza a caminar rápido, como si tuviera prisa o un encargo urgente que hacer. Cuando sus piernas no le responden, se sienta en un banco, bajo una farola que lo ilumina. Llora, llora como un chiquillo que no tuviera quién lo amamantara. Llora. Se tapa la cara con las manos. No precisa un espejo para saber que es un miserable.

© Anabel

2 comentarios:

  1. Magnifico relato erótico.. Felicidades , escritora
    Saludos cordiales

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  2. Me encanta el cambio de roles, tan poco habitual. Muy buen relato, Anabel. Un beso fuerte.

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