martes, 25 de octubre de 2011

El regalo


Para Erick Strand, sin su ayuda nada hubiera sido igual.

Cuando Ernest oyó cómo Emma cargaba la escopeta tras el mostrador entendió claramente que no le iba a dar lo que deseaba. Al menos, no por las buenas. Ladeó su sombrero a la vez que su podrida sonrisa y salió del almacén silbando.

Le había costado mucho escaparse del saloon de Sally City como para volver a probar bocas llenas de hojas de tabaco y flemas. Emma estaba harta de manos sucias, de tufo a mierda después de semanas atravesando desiertos sin una maldita gota de agua con la que lavar un sobaco. Luego se pasaba horas restregándose con la esponja enjabonada, intentando eliminar el hedor a vaca, a caballo y a hombre. Nunca lo conseguía del todo: a la mañana siguiente, aún podía percibir resquicios de mugre entre los dedos y los dientes. Los clientes eran los que mandaban; sus míseros dólares les daban derecho a hacer cualquier cosa durante unos minutos. Lo mejor era que la mayoría o estaban tan borrachos o tan cansados que se quedaban rendidos nada más tocar el colchón después de un pequeño sobeteo. Aunque siempre había excepciones, como los asiduos del pueblo que solían ser muy exigentes donde el dinero les otorgaba la autoridad que no tenían fuera de esa cutre habitación. Al principio se sentía humillada y sucia. Tras varios años, no sabía si eran cuatro o cinco, la humillación se convirtió en resignación y rutina, la suciedad nunca pudo quitársela de encima. Su orgullo se mantuvo gracias a la ralea con la que se codeaba, estaba segura de su superioridad, de su valía. El corsé se había transformado en su coraza impenetrable; las medias, en la gabardina donde se quedaban los fluidos; los tacones, en el apoyo con que mantenerse erguida ante tanta necedad. Ya no la herían, no podían hacerlo. Los miraba con desprecio y asco y ellos se reían convencidos de que eran poderosos. Ilusos. El poder no se halla en los bolsillos, sino en la cabeza y, a veces, en el corazón. Pero ¿qué sabían ellos de eso? Ni siquiera podían estampar su firma en un pagaré. Emma era capaz de huir con tan solo abrir un libro y leer; podía imaginarse mundos limpios, tan límpidos como los arroyos de la montaña donde nació. Los libros fueron los que le proporcionaron las fuerzas para abandonar esa perra vida. Los libros y Ben Wade.

Sólo se llevó los dólares, lo único que le pertenecía absolutamente: eran la muestra tangible del calvario que había tenido que soportar. Cogió prestado uno de los caballos de Richard Masterson, el dueño del saloon, y se marchó de madrugada al pueblo más próximo que tuviera estación. Allí se subió al primer tren que paró sin saber a donde se dirigía. Los hombres de Masterson la perseguirían durante unas semanas, pero si se escondía con astucia lograría esquivarlos y la darían por perdida. Una puta no vale muchos días de búsqueda y ese caballo sabía encontrar el camino de regreso al pueblo. Al llegar a Sundance City estaba agotada y hambrienta. Buscó dónde comprar comida y alojarse en un hotel, pero descartó esta última opción pues ir sin equipaje la podría delatar. Caminaba por la ajetreada calle principal, cubriéndose de polvo y de ruido, cuando vio un letrero de Se busca mozo de almacén. Pensó que podía ser una buena oportunidad. Los señores Daves eran un matrimonio mayor. Llevaban muchos años regentando la tienda que hubiera heredado su hijo Ethan si no se hubiera muerto hacía unos meses de tuberculosis. Querían a alguien que atendiera el negocio y las tareas domésticas de la vivienda situada encima. No podían ofrecer un gran sueldo, pero tampoco querían a ningún desconocido sin experiencia. Emma tuvo que utilizar sus dotes de seducción para convencerlos de dejarla una semana a prueba a cambio de alojamiento y comida. No les contó más que mentiras vagas sobre su pasado, lo único cierto que les dijo fue su nombre: Emma Nelson. Aceptaron y le enseñaron un pequeño cuarto en la parte de atrás sencillo y limpio, limpio. Se le llenaron los ojos de lágrimas. La última vez que había llorado fue en los brazos de Ben Wade.

Nunca hubiera imaginado que le costara tan poco habituarse a su nueva vida. Mucho trajín, pero Emma lo agradecía, sobre todo, porque el ambiente era relajado y los patrones se mostraban muy amables con ella. En dos meses supo demostrarles su capacidad y no sólo se encargaba de toda la limpieza, sino que también atendía a los parroquianos que compraban al por menor. De esta manera, el señor Daves se podía ocupar únicamente de los grandes pedidos y de la contabilidad, y su mujer, Nora, que carecía de buena salud, podía dedicarse a preparar la comida para los tres sin preocuparse de nada más. Le ofrecieron un sueldo de 5 dólares a la semana; Emma les propuso cobrar 3 si la dejaban quedarse a vivir en el cuarto y a comer con ellos. Su vida se había reducido a la tienda y al cuidado de la pareja. Se sentía útil, ocupada todo el día y serena. Cuando acababa la dura jornada, se preparaba un baño en un enorme barril que había adoptado. Entre tarea y tarea, leía: había encontrado un montón de libros llenos de polvo en la trastienda. Julio Verne era su vía de escape, pero también se fugaba con Huckleberry Finn y Moby Dick. Perderse entre sus aventuras le producía tanto placer como cuando se extraviaba entre los labios de Ben Wade.

Después de diez meses creyó estar a salvo. Richard Masterson ya la habría dado por desaparecida. Se sentía libre como nunca lo había sido, libre entre las maderas de esa tienda que olía a aceite y perfumes, a tabaco y especias; rodeada de telas y algodón; legumbres y encurtidos; balas y edredones. Hablaba con las gentes del pueblo a diario y les había cogido mucho cariño a los Daves. Su bañera y sus libros, lejos del pasado. Hasta que un día llegó Ernest Mulligan, un granjero que vivía a las afueras de la ciudad en su rancho destartalado. Era conocido en el pueblo por sus trifulcas cuando estaba bebido y por ser un putero empedernido. Su mujer le había entregado tres hijos y las ganas de vivir; nunca salía del rancho. Las primeras veces que entró en el comercio no se percató de la presencia de Emma, pero poco a poco, sus visitas se fueron sucediendo más asiduamente con cualquier pretexto insignificante. Emma lo atendía fríamente, aguantando sus piropos escupidos por el hueco de los dientes. Alguna vez incluso había tenido que cargar la escopeta que estaba escondida en el mostrador. El simple ruido hacía retroceder al estulto granjero y abandonaba el establecimiento. Hasta que un día, en el que iba muy borracho, entró gritando que quería ver a esa puta de Sally City. Cogió a Emma desprevenida al otro lado del mostrador, lejos del arma. Ella se asustó más ante la posibilidad de que el patrón lo hubiera escuchado que por el daño que él pudiera infligirle. Intentó recuperar las oxidadas tácticas de ramera para sacarlo del local sin que organizara más alboroto, pero Ernest venía con muchas ansias de probar lo que se escondía debajo de aquel gastado delantal. La agarró por los hombros y comenzó a babearle el cuello. Emma intentaba convencerle para que fueran a la parte de atrás, que estarían más tranquilos, pero Ernest le contestaba que nadie vendría, que ya estaba cerrando, que una zorra está acostumbrada a follar en cualquier sitio, que no se hiciera la remilgada, que sabía que lo deseaba, que él era un hombre no como ese viejo de Delmer Daves... Emma volvió a oler a vaca, a sudor, a mierda sobre piel sucia; sintió náuseas y le quemó el estómago. No le quedaba más remedio que aguantar hasta que lograra sacarlo afuera. Entonces el liberador chasquido de la escopeta cargada sonó cerca de la cabeza del agresor y se hizo el silencio durante unos segundos.

—No vuelvas a poner tus malditos pies aquí, Ernest Mulligan, si no quieres que te mate. —La voz del anciano resonó firme y templada, casi con eco.

El beodo soltó a Emma y salió tambaleante no sin antes amenazar:

—Esto no quedará así, viejo. No sólo tú te vas a beneficiar a esa furcia. Todo el mundo lo va a saber.

Emma sintió sudores fríos y le temblaron las manos. La vergüenza la enrojeció más que el pavor de haber sido descubierta. Sabía lo que tenía que hacer, no podía poner en peligro ni en evidencia a los Daves: abandonaría el pueblo, volvería a desaparecer.

—Calla, no digas eso, no te vas a ir a ningún sitio. Mulligan es un borracho y un cobarde, sobre todo, cuando va sereno. Nada nos va a hacer, nada. Vamos, vamos. Ni una palabra a Nora, no quiero que se preocupe. ¿De acuerdo?

Emma asintió un poco más reconfortada, pero intuía que era el principio del fin. Sin embargo, prefería huir de nuevo antes que regresar a la sucia oscuridad de la boca de un energúmeno. Sólo había una boca a la que regresar: a la de Ben Wade.

Llegó en el tren de las 3:10 que iba a Yuma. Y así, como si descendiera desde las mismísimas puertas del cielo, un cielo polvoriento y ardiente, apareció en el almacén de Sundance City una mañana: dejaba un rastro de fragancia a oasis. Emma lo presintió antes de verlo. Quiso escabullirse, alejarse de su anhelo prohibido hecho carne, pero ya la había visto. No tardó en reconocerla porque la última vez que estuvieron juntos le pidió que se quitara el disfraz de prostituta, que quería yacer con la niña asustada que encubría el maquillaje.

—Velvet.

—No, quiero tu nombre verdadero.

— ¡Basta! Es Velvet, ya no soy la inocente que quieres rescatar, soy Velvet, la pelirroja, la fulana más famosa de Sally City.

Ben le propinó un bofetón y acto seguido la besó apasionadamente en esa boca sin carmines rojos.

—No, esa inocente está ahí, la veo en el fondo de tus ojos verdes, en la respiración entrecortada cuando te meto la lengua, en tus manos que me aprietan como si fueran vírgenes. Quiero a esa chiquilla, es a esa a la que busco.

—Emma —susurró entre lágrimas.

—Emma, Emma... —Ben paladeó el nombre—. Me gusta mucho. Te voy a llevar conmigo, Emma, lejos de aquí. Tengo un sitio donde ir y, después de este último golpe, te vendré a buscar y nos iremos lejos a fundar nuestro propio rancho.

Le dolían sus palabras, le dolían como si un puñal le abriera las entrañas. Porque nunca había amado como lo amaba a él. Ben Wade era un asaltador de bancos, diligencias, trenes… de cualquier cosa que llevara dinero. Además, era sanguinario, conocido por su puntería y su gatillo fácil. Sin embargo, era el hombre más limpio que había conocido: nunca estuvo con ella antes de darse un baño y de perfumarse; antes de cambiarse de ropa y de ponerse su característico sombrero; antes de enjuagar sus dientes tan blancos; antes de mirarla a los ojos y decirle lo mucho que la había echado de menos. Emma agotaba sus fuerzas en no quererle; representaba su papel a la perfección, se convertía en la más puta de todas las putas, pero él no la quería así, él la quería tal y como era. Se le retorcían las tripas al pensar que amaba a un monstruo como aquel. Los pocos recuerdos que Emma tenía de sus padres eran las cartillas con las que aprendió a leer y el sentido de conciencia que le inculcaron. Y quería honrarlos.

—Emma, Emma. ¿Sabes cuánto tiempo llevo buscándote?

Emma creyó desvanecerse. Había sido un espejismo: no había logrado huir de su temor más querido.

— ¿Cómo me has encontrado? —acertó a titubear.

Sus peores temores se estaban haciendo realidad: Ernest Mulligan no supo mantener la boca cerrada y escampó que los Daves habían contratado a una puta de Sally City, donde él había parado alguna vez a comprar ganado. De prostíbulo en prostíbulo la noticia llegó a los oídos de Richard Masterson quien preparaba una cuadrilla en su busca justo en el momento en que Ben llegó al saloon para llevarse a Emma. Ben, una vez puesto al corriente de la situación por el cabreado proxeneta, no tuvo demasiados problemas para convencerle de que se olvidara de la pelirroja y de que mantuviera la boca cerrada con respecto al caballo, al fin y al cabo, lo había recuperado. Unos cuantos dólares y la mirada metálica de Ben hicieron el resto.

—Pero, entonces, todos los del pueblo saben que soy, que he sido… Ni el silencio de los Daves servirá de nada… —se quedó paralizada sin poder reprimir las lágrimas, todo se desvanecía, todo.

—Deja de llorar, pequeña Emma. ¿Qué más da ahora? Tú y yo nos vamos, podrás abandonar este pueblo de mala muerte y tener una vida mejor sin tanto trabajar. Que hasta las manos se te están agrietando —dijo estrechándolas entre las suyas.

Sentir su tacto, sus manos rudas y grandes, pero a la vez delicadas y cuidadas la trastornó. Quiso por un instante rendirse a su aroma, a la droga de sus besos y volver a temblar como una novicia envuelta en susurros de primer amor. Llegó el momento de alcanzar su paraíso particular, ordenado y limpio, solo caótico en las noches apasionadas que Ben le fuera a regalar. Un decidido sí iba a pronunciar cuando vio una pequeña gota de sangre en su chaqueta. El universo dio un vuelco.

—No, no puedo irme contigo, Ben, no puedo. Me siento culpable de amar a un alma sucia. No puedo.

Esperaba que la abofeteara, que la agarrara del brazo y la arrastrara lejos de allí. En su fuero interno deseaba que la raptara para no tener que seguir peleando contra sus sentimientos. Pero Ben sólo la miró fijamente, cogió su cara entre las manos y la besó con una delicadeza inexistente en los monstruos. Y se fue.

Emma, con un hatillo preparado, se dispuso a hablar con los dueños. Quería despedirse de ellos, darles las gracias por todo y pedirles perdón por no haberles contado la verdad. Nora le quitó el hatillo y le dijo:

—Haz el favor de no decir tonterías. Tú eres Emma Nelson y trabajas para nosotros. Todo el pueblo lo sabe. ¿Seguro que no tienes que pasar la escoba por algún sitio?

A la mañana siguiente el sol se empeñó en demostrar que podía colarse por cualquier rendija y alumbrar incluso los lugares más oscuros. Ernest Mulligan apareció muerto en el abrevadero de su rancho de un tiro limpio entre las cejas.

© Anabel

2 comentarios:

  1. "Me gusta", je je je!
    Sí, me ha gustado esta pequeña historia del lejano oeste.

    Saludos, muy cordiales

    Sharli
    (y no sé porqué esto no me deja comentar desde mi cuenta de google...)

    ResponderEliminar
  2. Me ha gustado. Me has gustado mucho en esta historia...
    Te he leído hace un rato, y hace unos días, también.
    Admiro tanto tu inventiva como tu forma de decir-escribir las cosas. Esta historia, convencido estoy, le encantaría a mi padre.
    Además, mientras te leía, recordaba "sin perdón" y la última de los hermanos Cohen, ahí es na...

    Un abrazo, sin balas perdías.

    Mario

    ResponderEliminar