
Lo iba a tener en frente la jornada entera. Paseándose de arriba a bajo, de derecha a izquierda. Con el andar cansino de los veinteañeros, propio de una mente que cree haber llegado a su máximo esplendor. Era indudable que así había sucedido con su cuerpo: proporcionado a la vez que despistado; firme a la vez que despreocupado; contundente a la vez que terso; bello, inmensamente bello. Lo miraba con el descaro propio de un cuerpo medio ajado por la experiencia, un cuerpo sediento de una carne que no se deshaga entre los dedos. Imaginó ese sudor que aún no mancha; el tacto febril de la masculinidad; el beso irreverente; el sabor del elixir de la juventud; el olor de la entrepierna velluda… Se estaba perdiendo y sólo eran las nueve. Aún quedaba mucha mañana para deleitarse con la coreografía innata de una juventud morena.
Elvira debía concentrarse en las cuentas y en los números, en teclear dígitos en la ruidosa calculadora y en introducir datos en las partidas informatizadas. Pero no podía dejar de morder el lápiz mientras la mirada se le extraviaba entre las arrugas de aquel sucio mono que, con tanta desfachatez, tapaba todo lo que le hubiera gustado ver. El teléfono interrumpe su imaginación. Regresa de golpe al olor a grasa y aceite de motor; al estruendo de los taladros y las radiales; al humo negro de los motores quemados… Sordidez. Cierra los ojos y obliga a su pituitaria a absorber el aroma de una piel desnuda que se regala a su cuerpo. Obliga a su mente a sentir la humedad en los labios, otra lengua en la boca buscando donde nadie había buscado. Obliga a la braga a restregarse contra el áspero tejido de la silla, tan gastado como ella. ¿Cuántas horas quedaban para darse una ducha reconfortante hasta arrancarse las ganas a fuerza de chorros de agua imitadores de salivas? A pesar de sus años, le podría enseñar un par de cosas y él podría revivirle todo aquello que, alguna vez, tuvo, aunque no recordara cuándo ni con quién.
— Elvira, ¿te apetece un café?
Me apetece, me apetece…
© Anabel