Después de hacer el amor, le gustaba acariciarle el pecho, enredar las uñas pintadas entre los pelillos desordenados que cubrían su pectorales. “El mar de mi calma, el sosiego de mi vida, mi balneario especial…“ le susurraba al oído mientras sus ojos se perdían en la dura textura de los pezones de su amante. Eran los mejores momentos, los que, tras la pasión desatada, tranquilizaban a la bestia libidinosa y la arrullaban entre palabras hasta la siguiente embestida. Y así todo lo que la tarde diera de sí.
Su existencia se regía por un horario, un horario no escrito en la agenda: la vida se dividía en semanas y las semanas sólo tenían un día cumbre, unas horas gloriosas que pintaban de un azul poderoso el resto de jornadas, que llenaban la batería con los latidos necesarios hasta el siguiente encuentro. De esta manera pasaba Isabel sus últimos meses: sintiéndose mujer, la mujer que siempre había deseado ser. Las prisas para coger el metro, por no llegar tarde a recoger a los niños, por no olvidar la cita de la vacunación, la compra o las camisas de la tintorería; llevar el coche al mecánico, discutir con Juan, castigar a Javier, tender, dormir junto a su marido para soñar sueños en otros brazos… Todo un trámite, todo mentira, rutina y gris, paraguas y pañales, hasta llegar a la tarde semanal en que se reunía con Víctor. Durante esas tardes el tiempo se convertía en un caballero considerado y se quedaba quieto, paraba su recorrido por unas horas e, incluso, algunas veces por mucho más: el sabor de Víctor en su boca permanecía varios días detrás del primer sorbito de café de la mañana. Eso le hacía sonreír de una manera inexplicable para su marido que la observaba a escondidas tras el humo de su cigarrillo sin entender por qué el café le hacía brillar los ojos como nunca ninguno de sus besos lo había conseguido hacer.
No había holas que inauguraran la sesión vespertina. Los besos arrancados, los botones desabrochados, las ganas arañadas eran el saludo habitual. La cama deshecha se transformaba en el decorado donde llegaban las palabras, las caricias pausadas.
— ¿Solucionaste lo del coche?
—Sí, sí, nada una tontería, una tontería que se ha arreglado con trescientos euros, ya ves. Y ¿tú hijo?, ¿cómo está del sarampión?
—Pobre, no paraba de rascarse, y eso que le hemos embadurnado con una loción para que no le picara, pero ni así. A ver si no el quedan marcas.
Silencio de caricias, roces de mejillas, manos entrelazadas. Isabel quería volver a soltar la fiera y se puso sobre él a horcajadas.
—Voy a pedirle el divorcio a Dori.
—No empecemos, va, que tengo ganas de comerte enterito otra vez —los labios de Isabel le besaban el cuello y se dirigían con rumbo fijo hasta la entrepierna de Víctor.
—Para, lo digo en serio, Isabel.
—Joder —de mala gana Isabel se tumbó al lado de Víctor—. Pensé que estábamos de acuerdo, ya lo habíamos hablado, nadie se va a divorciar.
—No aguanto más, estoy harto de disimular que ya no deseo ni verla desnuda, que su voz me taladra, que no es capaz de decir una frase con fundamento sin nombrar a su madre. Es tan ilusa, tan sencilla que creo que ni se ha dado cuenta de que estás tú.
—Víctor, ya lo hemos hablado, no empecemos otra vez…
—Los niños crecerán, no serán siempre pequeños, ellos van a estar igual de atendidos —la agarró fuertemente por los brazos—. Es nuestra vida, no podemos dejar que se pudra sin más, por unas convenciones sociales, por unos niños que luego se olvidarán completamente de sus padres. ¿No lo entiendes? — Silencio tembloroso—: Te quiero, Isabel.
—No, no, dijimos que nada de sentimientos —se deshizo del agarre de Víctor, saltó de la cama, se puso el jersey y se sentó en la silla echando la cabeza hacia atrás—. Nada de sentimientos, joder.
—Maldita sea, no te entiendo. Me dices que no podrías vivir sin estas tardes, sin estas horas, me dices que me echas de menos, que te acuerdas de mí durante toda la semana… pero me prohíbes hablar de sentimientos, de los únicos que siento como verdaderos. Quiero decírselo al mundo, que todos lo sepan, no quiero seguir escondiéndome en habitaciones de hotel. ¿Qué es lo que quieres tú, Isabel? ¿Acaso lo sabes?
—Quiero seguir como hasta ahora, exactamente igual. Disfrutando nuestros encuentros y siguiendo con nuestra puta vida convencional. Eso quiero, nada más.
— ¿Quieres volverme loco? ¿Eso quieres? —Víctor se acercaba hacia ella con los brazos abiertos y los ojos interrogantes—. A mí esto ya no me es suficiente, quiero más, quiero más de ti.
Isabel se incorporó, le cogió las manos y le dijo, lo más convencida que una verdad aplastante puede permitir:
—Tienes lo mejor de mí.
—No me sirve, no me sirve, Isabel.
— ¿Qué es lo que quieres? —en un grito ahogado.
—Lo quiero todo, lo bueno, lo malo, lo que le das a él, todo.
Isabel apoyó la cabeza sobre el pecho tantas veces explorado de Víctor.
—Te quiero, Isabel, te quiero —y la abrazó tan sinceramente como un niño pequeño abraza a su muñeco favorito.
No había holas que inauguraran la sesión vespertina. Los besos arrancados, los botones desabrochados, las ganas arañadas eran el saludo habitual. La cama deshecha se transformaba en el decorado donde llegaban las palabras, las caricias pausadas.
— ¿Solucionaste lo del coche?
—Sí, sí, nada una tontería, una tontería que se ha arreglado con trescientos euros, ya ves. Y ¿tú hijo?, ¿cómo está del sarampión?
—Pobre, no paraba de rascarse, y eso que le hemos embadurnado con una loción para que no le picara, pero ni así. A ver si no el quedan marcas.
Silencio de caricias, roces de mejillas, manos entrelazadas. Isabel quería volver a soltar la fiera y se puso sobre él a horcajadas.
—Voy a pedirle el divorcio a Dori.
—No empecemos, va, que tengo ganas de comerte enterito otra vez —los labios de Isabel le besaban el cuello y se dirigían con rumbo fijo hasta la entrepierna de Víctor.
—Para, lo digo en serio, Isabel.
—Joder —de mala gana Isabel se tumbó al lado de Víctor—. Pensé que estábamos de acuerdo, ya lo habíamos hablado, nadie se va a divorciar.
—No aguanto más, estoy harto de disimular que ya no deseo ni verla desnuda, que su voz me taladra, que no es capaz de decir una frase con fundamento sin nombrar a su madre. Es tan ilusa, tan sencilla que creo que ni se ha dado cuenta de que estás tú.
—Víctor, ya lo hemos hablado, no empecemos otra vez…
—Los niños crecerán, no serán siempre pequeños, ellos van a estar igual de atendidos —la agarró fuertemente por los brazos—. Es nuestra vida, no podemos dejar que se pudra sin más, por unas convenciones sociales, por unos niños que luego se olvidarán completamente de sus padres. ¿No lo entiendes? — Silencio tembloroso—: Te quiero, Isabel.
—No, no, dijimos que nada de sentimientos —se deshizo del agarre de Víctor, saltó de la cama, se puso el jersey y se sentó en la silla echando la cabeza hacia atrás—. Nada de sentimientos, joder.
—Maldita sea, no te entiendo. Me dices que no podrías vivir sin estas tardes, sin estas horas, me dices que me echas de menos, que te acuerdas de mí durante toda la semana… pero me prohíbes hablar de sentimientos, de los únicos que siento como verdaderos. Quiero decírselo al mundo, que todos lo sepan, no quiero seguir escondiéndome en habitaciones de hotel. ¿Qué es lo que quieres tú, Isabel? ¿Acaso lo sabes?
—Quiero seguir como hasta ahora, exactamente igual. Disfrutando nuestros encuentros y siguiendo con nuestra puta vida convencional. Eso quiero, nada más.
— ¿Quieres volverme loco? ¿Eso quieres? —Víctor se acercaba hacia ella con los brazos abiertos y los ojos interrogantes—. A mí esto ya no me es suficiente, quiero más, quiero más de ti.
Isabel se incorporó, le cogió las manos y le dijo, lo más convencida que una verdad aplastante puede permitir:
—Tienes lo mejor de mí.
—No me sirve, no me sirve, Isabel.
— ¿Qué es lo que quieres? —en un grito ahogado.
—Lo quiero todo, lo bueno, lo malo, lo que le das a él, todo.
Isabel apoyó la cabeza sobre el pecho tantas veces explorado de Víctor.
—Te quiero, Isabel, te quiero —y la abrazó tan sinceramente como un niño pequeño abraza a su muñeco favorito.
Isabel se puso a llorar porque sintió que una burbuja de finas paredes empezaba a resquebrajarse inexorablemente, como si los dioses envidiosos no fueran capaces de soportar un templo erigido a un ídolo de cristal.
© Anabel
Se me saltaron las lágrimas. Por lo sensible que estoy y por lo que me gustaría... besos.
ResponderEliminarhttp://senderosintrincados.blogspot.com
Muy bueno mi querida escritora. Es que las relaciones son desiguales, siempre hay uno que amas más que el otro, y lo quiere todo, no se conforma con la la libertad e inventa cárceles...
ResponderEliminarbesos libres de toda barrera
Druida.
Un texto genial, Anabel, como era de esperar. El ambiente que creas y los diálogos son perfectos. Luego nos dejas tirados haciendo que pensemos por los presonajes.
ResponderEliminarUn abrazo
Me he sentido así...
ResponderEliminarY lo doloroso es pensar que dura porque los encuentros suceden una vez por semana.
Si hubiera convivencia...se convertiría en lo otro...
La rutina mata la pasión!
Fantástico cuento, Anabel.
ResponderEliminarMe seguís soprendiendo gratamente, aunque es difícil apartar de la mente los sentimientos de él y su súplica por más a Isabel.
Perfectamente real!
Un beso
...muy bueno !!!, esto ya es una costumbre.
ResponderEliminarAnabel, te informo que ya tengo libro (pasaté por el blog)
Excelente y reflexivo texto
ResponderEliminarun placer leerte.
que tengas una feliz semana
un abrazo.
Ay, el encanto de la pasión prohibida! Qué bien descrito! Un relato genial...en pocas líneas delimitas unos personajes y unas situaciones perfectas.
ResponderEliminarInteresante. Extraño que alguien no desee ir más allá de esa situación; quizá porque, al dar lo mejor de uno, también se va lo peor.
ResponderEliminarMe gustó.
Saludos.
No veo la desigualdad por ninguna parte en el amor, sí en la forma de querer vivirlo. La diferencia entre una hechicera y una bruja, 10 años de matrimonio.
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