lunes, 11 de enero de 2010

El artilugio



Para Erick Strand, a quien le debo la mitad de este cuento y mucho más de la mitad de lo que siento por la poesía.


Juró que no lloraría más. Lo juró por lo único que le pertenecía: su vida. Llegar a la conclusión de que nada vale la pena la ayudó a mantener la promesa. Para no derramar lágrimas sólo podía quedarse con lo esencial, con los días y las noches que pasan sin dar y sin recibir, sin esperar nada. Ese fue el plan con el que Verónica esperaba seguir existiendo. Su corazón se transformó en un artilugio necesario para vivir, con la única misión de bombear sangre a cada célula de su cuerpo, exclusivamente. El resto de funciones le sobraban.


El tiempo iba dejando su huella en algunas canas y en algunas arrugas. Surcos que dos manecillas, a un ritmo incesante, aran sobre la epidermis. Los días y las noches pasaban igual que siempre, pero había empezado a sentirse sola. La compañía de los hijos, aunque sólo fuera por el trabajo que daban, le proporcionaba una ocupación que la hacía conservarse activa, ágil, distraída en la rutina inmutable. Su emancipación le dejó muchas horas muertas para llenar únicamente con el sonido de su artilugio latente. Había dejado de preocuparse por la persona que dormía con ella desde el día de su juramento, y los paseos y los libros no eran suficientes para abarcar todo el tiempo que le sobraba. Lo hubiera regalado a cambio de… De nada. Eso era lo que tenía: toda la nada del mundo. Y el artilugio. Tun-tun, tun-tun, tun-tun.


Como quien llama a una puerta equivocada y un perfume de rosas le recibe, Verónica se encontró con lo que ya no esperaba. Del tiempo esperaba achaques y vejez, pero no un sentido de la vida tan diametralmente opuesto a su plan. El destino es una caja de sorpresas sin papel de celofán que pueda delatarle, un fullero que espera el letargo o el exceso de vanidad para demostrar que él es quien mejor conoce el juego porque es el que pone las reglas. Y ese fullero traidor llamó a la puerta de Verónica disfrazado de vecina de enfrente, de la viuda, que necesitaba una cebolla para la tortilla de patatas:

-… que se me han acabado y a mí la tortilla de patatas me gusta con cebolla y ¿a ti, Verónica?-Verónica le dio una cebolla de las del cesto.
-¿Tendrás suficiente, María José?
-Sí, sí, de sobra. No me contestas, ¿cómo te gusta a ti?
-Pues a mí la tortilla me gusta de todas maneras, me da igual…
-No, no; ésta es una de esas cosas que no te pueden dar igual en la vida. Has de decidirte.
-¡Qué cosas tienes! ¡Qué más dará!-le contestó con una sonrisa.

Medio en broma, medio en serio la simple cebolla estuvo dando vueltas por la cabeza de Verónica toda la noche, repitiéndose hora tras hora. Al día siguiente hizo dos tortillas para comer, una con cebolla y otra sin.

-¿Por qué has hecho dos? –le preguntó su marido con cara de no entender el último desatino de su mujer.
-A ti ¿cómo te gusta más?-le preguntó Verónica sin mucho interés, era más una cuestión de estadística.
-¡Qué tontería! A mí me gustan las dos.

El artilugio dio un latido desacompasado, se le erizó el bello del cuerpo y supo que tenía que decidir cuál era la que más le gustaba. Por la tarde, fue a decirle a María José que había tomado una decisión.

-Pues claro, con cebolla es mucho más suave. ¿Quieres probar la mía? Aún me queda un poco en la nevera.


La siguiente decisión fue si la quería caliente o fría y allí sí que supo qué contestar: caliente.

Fueron pasando tardes de café en donde Verónica por primera vez en muchísimos años hablaba de sus preferencias culinarias, literarias, cinéfilas, de los colores o de los días de la semana. Había olvidado cuántas cosas le gustaban y cuántas no, había olvidado el aroma de la compañía junto a un café, de la risa sin motivo, de compartir el sonido de dos voces, de hablar por hablar, porque sí, porque es la manera de que el arado del tiempo no haga los surcos tan profundos. El artilugio empezó a latir con un ritmo diferente, llevando el compás de la nueva risa, de las conversaciones pausadas, de la felicidad de perder el tiempo en la casa de la vecina, sin pensar en hacer la cena o recoger la colada. María José tenía la herramienta que vaciaba los cajones cerrados de Verónica, aceleraba su ritmo vital, estiraba la cuerda en donde colgaban sus palabras y deseos, abría su corazón.

-¿Cuántos años hace que somos vecinas, Verónica?
-Más de veinte, María José, más de veinte.

Entrelazaron sus manos algo marcidas, pero el tacto resultante de las dos caricias estaba preñado de chispa, de vitalidad y, sobre todo, de alegría, una alegría que inundaba la casa de la vecina de multitud de colores. Y Verónica decidió que no quería perderse ese arcoíris que había desempolvado todas las demás funciones que su corazón podía realizar: no sólo de oxígeno vive el cuerpo, porque aún respirando se puede estar muerto.

-No sé cómo decírselo a mi marido, ni cómo..
-Es tan fácil como cruzar el pasillo.

Ante la evidente y sencilla solución, Verónica incumplió su promesa: lloró y continuó llorando felizmente mientras hizo las maletas para el crucero más importante de su vida.

©Anabel

14 comentarios:

  1. Anabel, una historia fascinante!
    Un elemento detonante que cambia una vida; como devolverle la vista a un ciego!
    Te felicito amiga, por la capacidad creativa que tenés...
    Un abrazo inmenso

    ResponderEliminar
  2. Caray. Un relato lindo y sorprendente. ¡Mis felicitaciones! No esperaba un final así. Es una historia preciosa y con mucho sentimiento ^^

    ResponderEliminar
  3. Bella, mil gracias por la dedicatoria.

    ResponderEliminar
  4. ¡De qué manera la gris rutina no nos permite, a veces, apreciar lo que tenemos frente a nuestras narices!
    Muy buena historia, que se va descubriendo como el acto de desmenuzar las capas de una cebolla...
    Me gustó mucho, sobre todo el manejo de lo sugerido !!!

    ResponderEliminar
  5. Una hermosa historia de libertad y decisiones. Para dejar de escuchar ese tic tac como hasta ahora. Besos, mi cuentista.
    http://senderosintrincados.blogspot.com

    ResponderEliminar
  6. Es difícil encontrar personas que cuenten historias, tú las cuentas y eso me gusta, porque yo, también soy un contador de historias, y me gustan encontrarme con los contadores de historias. Ya te sigo.

    ResponderEliminar
  7. Una linea recta. Luego un punto y todo se desvia, y todo cambia. Dos patatas y huevo hacen la diferencia. Dos palabras y un suspiro, hacen la vida entera.

    besos
    Druida

    ResponderEliminar
  8. Tú y tu cuento sois como María José y su tortilla: mi tun-tun se torna diferente.

    Es triste ser como Verónica y su primera decisión cuando, aunque se llegue a olvidar, siempre hay esperanza de "tuntunear" de nuevo.

    Son hermosas tus letras.

    ResponderEliminar
  9. Qué gris es una vida sin amor y sin ilusiones. Qué bien lo cuentas cuando además esa vida de nuevo recobra la luz y la esperanza. Un cuento magnífico,bien contado con la palabra precisa y la emoción y el sentimiento necesario y suficiente para emocionar y llegar al lector. Felicidades!

    ResponderEliminar
  10. Bueno Anabel,
    Me sorprendiste una vez más! no esperaba ese desenlace. Me tuviste conteniendo la respiración a cada palabra que iba leyendo.
    Impresionante relato, de decisiones de vida, y ese tun-tun que finalmente se sintió acompasado.

    Un beso

    ResponderEliminar
  11. !!me alegro tanto de haber leído el sugerente desenlace de Verónica!!
    Un cuento intenso lleno de sombras y colores...y con un delicado sentido del humor...

    Un besote grande

    ResponderEliminar
  12. "...a mí con cebolla y caliente".

    Lo que te dicen por aquí arriba:

    ...tienes mucha capacidad creativa.

    Un besico.

    ResponderEliminar
  13. Dios, si que es "fullero" el destino. Pero es verdad, no hay nada tan serio como decidir. Decirnos a nosotros mismos y a los demás lo que verdaderamente queremos.
    Maestría, algo de ironía, muy poca paja y mucho grano.
    Felicidades, cuentista.

    ResponderEliminar