Veinte años, dice el tango que nada son. No piensa lo mismo el espejo matutino que tiene a gala ser franco aun a riesgo de costarme siete años de mala suerte. Tal vez por eso le quiero: porque no esconde la realidad. Del mismo modo que me atraen las personas sinceras, aunque duelan muy a menudo. Este amigo mío, el que me refleja, también posee otras funciones como la de recordarme, cada vez que me depilo las cejas, tu rostro, tus manos, tu voz, tus ojos y la lluvia. Cada vez. Durante veinte años.
Embriagada por la enorme satisfacción de haber hecho lo que tanto miedo me daba, de haber pronunciado las palabras que tantas veces había ensayado y que no me atrevía a decir, conducía por la carretera sin rumbo fijo, sin destino acordado, a la caprichosa deriva. Le había demostrado, me había demostrado, tener coraje, agallas para afrontar la vida sin un lastre tan enorme como su compañía. Pensar en la soledad me había producido la pegajosa necesidad de adherirme a sus piernas, a su sexo, a su respiración como única tabla de salvación en un océano en el que no sabía nadar. Soledad que adormece los instintos, los deseos, que los recluye a los dominios de la desidia y la impotencia. Había salido victoriosa de una batalla a la que había tardado mucho en enfrentarme, era una sensación deliciosa y nueva: la de sentirme ganadora y libre. La soledad pasaría a ser mi aliada. Tarareaba la canción que sonaba en la radio y que me parecía una estupenda banda sonora, muy adecuada para el momento, hasta los limpiaparabrisas retiraban la lluvia al ritmo del estribillo. Rememoraba una y otra vez mi momento: la sentencia precisa, el gesto rápido y audaz, mis manos ágiles al coger las llaves y el bolso, y el sonoro portazo que puso fin a sus gritos y a muchos años reprimidos.
-Ni tú ni nadie, nadie…(1)
Luces de freno inundando mi campo de visión, rojo reflejado en las gotas de lluvia del parabrisas; instintivamente toco el freno pero la distancia es demasiado corta, no hay tiempo de girar el volante y una fuerza imparable me lanza sobre él en un brusco movimiento hacia delante. Último sonido que oigo, el crujir de mis cervicales. Sirenas me despiertan. Noto mi cara húmeda, un líquido espeso y caliente me impide abrir los ojos, los limpio con las manos y observo que es sangre que brota de algún lugar de mi rostro. Miro a mi alrededor iluminado por luces de colores intermitentes, sonidos lejanos, como de otro planeta, despiertan mis oídos. Siento pánico y mi primer acto reflejo es gritar el nombre que acababa de repudiar para que me sacara de ahí, para que viniera en mi ayuda, malas costumbres adquiridas. Paralizada, ni siquiera intentaba moverme por temor a no poder hacerlo.
Tras varios intentos, un hombre vestido de azul logra abrir la puerta, me ofrece su mano y su voz tranquiliza mis músculos ateridos:
-Dame la mano, voy a ayudarte a salir de ahí.
Se la di sin poder moverme más, pues el cinturón me lo impedía. Me libró de la atadura y, nunca una frase hecha fue más cierta, me puse en sus manos. Me arropó entre sus brazos y me llevó hacia la ambulancia donde me atendieron. Necesitaba unos puntos en la ceja y me aconsejaron una noche en observación en un hospital. Él se ofreció para llevarme al hospital más cercano y me subió en su furgoneta.
-¿Quieres llamar a alguien? ¿A tu marido?
Aún no había pronunciado ni una sola palabra y lo único que me producía cierta desazón era no conocer su nombre, el cuerpo lo tenía adormecido por el golpe.
-¿Cómo te llamas? –me salió una voz temblorosa, como si hubiera tenido que recorrer un largo camino hasta llegar a mis labios.
- Andrés –lo dijo sonriendo- y ¿tú?
- Olga –sus ojos eran más azules que su mono y su sonrisa era un contagio de paz. Me hubiera acurrucado entre tanto azul y manchas de grasa, me habría dormido tranquila y segura.
En la puerta de urgencias del hospital se despidió de mí, pero no le dejé ir.
-¿Tienes algo que hacer esta noche? –le pregunté un tanto aturdida agarrándole del brazo-.
Tardó en contestarme unos segundos durante los cuales me observó con atención.
-No –contestó al fin.
-Quédate –y mis deseos fueron cumplidos.
Sujetó mis trémulas manos mientras me cosían y se ofreció a cuidarme durante la noche cuando me negué a quedarme en el hospital.
El camino hacia su casa transcurrió en silencio, yo cubierta con la manta que me habían dado en el hospital y que me resultaba completamente insuficiente para guarecerme del frío que había invadido mis huesos.
-Ahora te prepararé un té caliente, Olga, ya llegamos.
El té logró restablecerme y empecé a articular palabra. Me contó que hubo una colisión dos coches delante del mío, que no me dio tiempo a frenar y me di contra el de delante. Él, que iba detrás, sí que logró esquivar mi coche y evitó darme. Me dio toallas para que me duchara y me ofreció un chándal para que me quitara mi ropa ensangrentada. Debí pasar bastante tiempo debajo de la ducha reparadora pues llamó a mi puerta preocupado por mi estado.
-Bien, estoy bien, ya salgo.
Mientras me secaba observé los objetos de higiene que tenía en el aparador al lado del espejo: la crema de afeitar, la brocha, la maquinilla… Cogí su after-save y lo olí, era una fragancia fresca con aromas a madera, a pino, a bosque, reconfortante. Al salir del baño hice el ademán de que me mirara para reírse de las pintas que hacía metida dentro de un chándal rojo mucho más grande que yo.
-Estás muy guapa –sonó tan sincero que me lo creí-. He preparado un poco de cena, por si te apetece, yo tengo hambre.
Había olvidado sus necesidades, había olvidado que él también las tenía. Le pedí perdón y me senté a la mesa. Todo lo que ocupaba ese piso era sencillo, estaba limpio y era práctico, nada que no tuviera una función clara y precisa merecía estar allí. Probé un poco de queso y bebí dos vasos de agua seguidos, no me había dado cuenta de la sed que tenía. Le pedí más té. Atento me sirvió. Me dijo que me pusiera la televisión mientras él se duchaba, que luego me prepararía la cama. Obedecí, me sentía absolutamente dócil y delicada, merecedora de sus cuidados, poseedora del derecho de poder quedarme allí junto con el resto de sus cosas. El olor de su after-save me avisó que había salido del baño. Le dije que le quedaba muy bien el azul, tanto el del mono, como el del chándal que acababa de ponerse. Sonrió con esos dientes que sólo debía mostrar en celebraciones especiales.
-Voy a cambiar las sábanas de mi cama y te quedas allí esta noche; yo dormiré en el sofá –mientras hablaba le seguí hasta el dormitorio-; no he de decirte que puedes usar el teléfono si quieres llamar a alguien.
Le quité la colcha azul de las manos y le abracé. El olor a limpio y a seguridad era el mejor bálsamo que podía haber encontrado en semejante situación.
-Quiero dormir contigo –él me besó la melena aún húmeda y afirmó.
Nunca había sentido una calma tal, un manto de abrigo azul que me cubría el alma cansada, había encontrado un remanso de paz en los brazos de un desconocido con olor a bosque. Me abandoné en su pecho, respiré profundo y dormí el sueño de los inocentes, me dejé ir como nunca lo había hecho en mi vida, como nunca más lo he hecho, como nunca más lo haré.
Me desperté que aún no había amanecido, acunada por su respiración en mi cabeza. Le miré ayudada por las luces de la calle y vi un hombre por el que hubiera dado todo en aquel momento. Le besé los labios, me gustó su sabor. Me levanté, cogí mi ropa sucia y mi bolso, sorprendida de que se encontrara allí. Antes de irme vi su mono sucio, manchado de grasa y sangre, tirado en el suelo.
-Dame la mano, voy a ayudarte a salir de ahí.
Se la di sin poder moverme más, pues el cinturón me lo impedía. Me libró de la atadura y, nunca una frase hecha fue más cierta, me puse en sus manos. Me arropó entre sus brazos y me llevó hacia la ambulancia donde me atendieron. Necesitaba unos puntos en la ceja y me aconsejaron una noche en observación en un hospital. Él se ofreció para llevarme al hospital más cercano y me subió en su furgoneta.
-¿Quieres llamar a alguien? ¿A tu marido?
Aún no había pronunciado ni una sola palabra y lo único que me producía cierta desazón era no conocer su nombre, el cuerpo lo tenía adormecido por el golpe.
-¿Cómo te llamas? –me salió una voz temblorosa, como si hubiera tenido que recorrer un largo camino hasta llegar a mis labios.
- Andrés –lo dijo sonriendo- y ¿tú?
- Olga –sus ojos eran más azules que su mono y su sonrisa era un contagio de paz. Me hubiera acurrucado entre tanto azul y manchas de grasa, me habría dormido tranquila y segura.
En la puerta de urgencias del hospital se despidió de mí, pero no le dejé ir.
-¿Tienes algo que hacer esta noche? –le pregunté un tanto aturdida agarrándole del brazo-.
Tardó en contestarme unos segundos durante los cuales me observó con atención.
-No –contestó al fin.
-Quédate –y mis deseos fueron cumplidos.
Sujetó mis trémulas manos mientras me cosían y se ofreció a cuidarme durante la noche cuando me negué a quedarme en el hospital.
El camino hacia su casa transcurrió en silencio, yo cubierta con la manta que me habían dado en el hospital y que me resultaba completamente insuficiente para guarecerme del frío que había invadido mis huesos.
-Ahora te prepararé un té caliente, Olga, ya llegamos.
El té logró restablecerme y empecé a articular palabra. Me contó que hubo una colisión dos coches delante del mío, que no me dio tiempo a frenar y me di contra el de delante. Él, que iba detrás, sí que logró esquivar mi coche y evitó darme. Me dio toallas para que me duchara y me ofreció un chándal para que me quitara mi ropa ensangrentada. Debí pasar bastante tiempo debajo de la ducha reparadora pues llamó a mi puerta preocupado por mi estado.
-Bien, estoy bien, ya salgo.
Mientras me secaba observé los objetos de higiene que tenía en el aparador al lado del espejo: la crema de afeitar, la brocha, la maquinilla… Cogí su after-save y lo olí, era una fragancia fresca con aromas a madera, a pino, a bosque, reconfortante. Al salir del baño hice el ademán de que me mirara para reírse de las pintas que hacía metida dentro de un chándal rojo mucho más grande que yo.
-Estás muy guapa –sonó tan sincero que me lo creí-. He preparado un poco de cena, por si te apetece, yo tengo hambre.
Había olvidado sus necesidades, había olvidado que él también las tenía. Le pedí perdón y me senté a la mesa. Todo lo que ocupaba ese piso era sencillo, estaba limpio y era práctico, nada que no tuviera una función clara y precisa merecía estar allí. Probé un poco de queso y bebí dos vasos de agua seguidos, no me había dado cuenta de la sed que tenía. Le pedí más té. Atento me sirvió. Me dijo que me pusiera la televisión mientras él se duchaba, que luego me prepararía la cama. Obedecí, me sentía absolutamente dócil y delicada, merecedora de sus cuidados, poseedora del derecho de poder quedarme allí junto con el resto de sus cosas. El olor de su after-save me avisó que había salido del baño. Le dije que le quedaba muy bien el azul, tanto el del mono, como el del chándal que acababa de ponerse. Sonrió con esos dientes que sólo debía mostrar en celebraciones especiales.
-Voy a cambiar las sábanas de mi cama y te quedas allí esta noche; yo dormiré en el sofá –mientras hablaba le seguí hasta el dormitorio-; no he de decirte que puedes usar el teléfono si quieres llamar a alguien.
Le quité la colcha azul de las manos y le abracé. El olor a limpio y a seguridad era el mejor bálsamo que podía haber encontrado en semejante situación.
-Quiero dormir contigo –él me besó la melena aún húmeda y afirmó.
Nunca había sentido una calma tal, un manto de abrigo azul que me cubría el alma cansada, había encontrado un remanso de paz en los brazos de un desconocido con olor a bosque. Me abandoné en su pecho, respiré profundo y dormí el sueño de los inocentes, me dejé ir como nunca lo había hecho en mi vida, como nunca más lo he hecho, como nunca más lo haré.
Me desperté que aún no había amanecido, acunada por su respiración en mi cabeza. Le miré ayudada por las luces de la calle y vi un hombre por el que hubiera dado todo en aquel momento. Le besé los labios, me gustó su sabor. Me levanté, cogí mi ropa sucia y mi bolso, sorprendida de que se encontrara allí. Antes de irme vi su mono sucio, manchado de grasa y sangre, tirado en el suelo.
Al día siguiente le mandé el mono azul limpio y planchado con una pajarita en el cuello junto con una nota:
A mi príncipe azul,
Gracias mil, sin ti no hubiera tenido fuerzas para seguir adelante.
Olga
(1) http://www.cuandocalientaelsol.net/index.php?p=%20521
A mi príncipe azul,
Gracias mil, sin ti no hubiera tenido fuerzas para seguir adelante.
Olga
(1) http://www.cuandocalientaelsol.net/index.php?p=%20521
© Anabel
Qué linda historia, Cuentista. Tiene un sabor doloroso pero con la apacible serenidad que unos brazos seguros y contenedores puede dar en momentos así.
ResponderEliminarMe dejaste pegada a la pantalla!
Excelente, Anabel.
Querida amiga
ResponderEliminarExcelente relato. Con lágrimas en los ojos me dejas.
Un beso.
Amiga, me atrapás desde el mismo instante en que empiezo a leer.
ResponderEliminarMe encantó!!!
Un abrazo enorme
Cuando una empieza a leer tu relato, se ve obligada a terminarlo.
ResponderEliminarNo se puede evitar.
;)
Ciertamente, un príncipe azul no puede ser de otra manera. Me ha encantado.
ResponderEliminarMe dejas a la espera de tu próximo relato (como siempre).
Besines
Dulce y amargo al mismo tiempo, como alguna bebidas, sencillo, preciso, directo, con ese touche tan especial tuyo...ahora que te he leído muchas veces, casi sabría distinguir en tre otros, algo que estuviera escrito por tí.
ResponderEliminarSabes que me encanta como escribes y como acometes los temas que imaginas...mi efusiva felicitación y un beso, mi escritora de sueños... desde azpeitia
Preciosa historia, no se por qué me detuve en este, quizá el nombre, quizá porque las primeras palabras me han enganchado hasta el final. Se siente cada palabra que escribes. Anabel, hermosa sensacion me has dejado.
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