
Al día siguiente, leía lo que había escrito. Dudaba que hubiera una sola línea decente en todo aquel galimatías. Había imágenes que le parecían válidas, juegos de palabras coherentes, sentimientos bien captados, pero la mayoría era paja, grumo que obstaculiza el regurgitar de la verdadera esencia. Y así, noche tras noche.
Después de varios meses de febril actividad poética, dejó de escribir, ya no sentía la náusea existencial, ya no tenía más que abocar a este mundo.
En el entierro, su marido leyó, con gran acopio de valor y serenidad, uno de sus poemas. Luego, arrugó la hoja y la lanzó sobre el féretro. Había más de ella en ese trozo de papel que en todos los años que habían compartido juntos.
© Anabel