
“La felicidad es la conciencia de la propia mejora.”
Alexander Lowen
Su lengua le devolvió el auténtico sentido de la humedad penetrante. No estaba muerta. Le pareció un milagro de advenimiento haber sentido su latir desbocado sobre los senos. Doblemente viva. Morir por esos momentos en los que se palpita con dos corazones es resucitar. Demasiado dilatado había sido el letargo en la cueva de los sacrificios baldíos, en el pasillo que sólo tiene una dirección: la certeza de la desolación. Respirar desde otra boca y ahogarse en el placer que revive. Abandonar la sentencia de muerte a cambio de un fuego enaltecido que abrasa el vientre. Dolor purificador que anuncia un otoño cálido sobre una cama deshecha. Inmortal en la ausencia de relojes y lámparas. Tiempo detenido en unos dedos sobre unos pezones. Tactos de pieles aquejadas del mal de los imanes. Lenguaje reducido a gemidos, jadeos, suspiros, caricias y salivas verdaderas. Porque el deseo no es mentiroso. ¿Dónde estabas, vida? ¿Dónde te habías escondido? Se percató de que había tirado la toalla en un ring donde únicamente ella peleaba; se percató de que se había olvidado de vivir dedicada a levantar castillos de arena sobre cimientos a base de pañuelos de papel. Ya no quería castillos, ni cimientos. Llenaría todas las cajitas de partículas de magia envueltas en sudor de amor tan fútil, inestable y brillante como la vida misma.
Beatriz sonreía y él acariciaba su sonrisa.
© Anabel