
Regresó a la cama, sintió el cuerpo caliente de Candela. La abrazó con delicadeza para que no se despertara.
-¿Qué te pasa Juanjo?
-Nada, que te quiero mucho –y la besó de forma instintiva, como quien dice buenos días por la mañana.
Candela encontró placentera la mezcla de somnolencia y besos con la que su marido la estaba regalando y se dejó llevar. Bajo los tenues rayos de sombra que la persiana lanzaba sobre las sábanas, Juan José mitigó su sed en un cuerpo que no deseaba.
La reunión había colmado todas las expectativas, los jefes estaban muy satisfechos con el trabajo realizado y el plan para el próximo trimestre les agradó mucho. Así que hoy, Juan José sólo tenía que terminar de dar un par de ajustes al tema y habría acabado, podría estar en casa antes de las once. Pero no iba a estar. A las once y cinco apareció por la puerta.
-Buenas noches, don Juanjo. ¿También hoy tiene que trabajar? Sí que hace horas.
-Buenas noches, Leticia. Sí, sí hoy también, ya ves –la oficina se había esfumado de la vista de don Juanjo; todo había adquirido el tono verde de su bata, de las letras bordadas a máquina con el nombre de la empresa de limpieza sobre su pequeño pecho.
-Al menos se las pagaran mejor que a mí, eso seguro ¿no, don Juanjo? –se inclinó sobre su carrito para sacar la aspiradora.
-Bueno, según se mire… -ya sólo veía esa bata moverse por los escasos metros cuadrados del despacho, los contoneos, los suspiros que elevaban sus delicados pechos, la mínima largura que dejaba entrever lo justo para desear ver más allá de donde acababan las piernas desnudas.
-Siga, siga, por mí no deje de trabajar. Si quiere me voy y vuelvo más tarde –mascaba chicle con la boca abierta dejando ver cómo la lengua lo mareaba por la cavidad.
-No, no, así descanso un poco, sigue, sigue… –un globo estalló sobre los labios de Leticia y ella, con una risita apagada, se fue despegando el chicle que había quedado en la naricilla, en las comisuras.
Cogió el mango del aspirador con gran dedicación, volcándose sobre él como si la potencia del motor aumentara cuanto más arriba quedara su trasero respingón. Juan José empezó a tener mucho calor, mucho calor. Leticia pasó el ruidoso aparato únicamente por delante de la mesa, el resto no se pisa, ¿no cree, don Juanjo? Juan José asentía.
-¿Le repaso el polvo a la mesa, don Juanjo? –y una bayeta amarilla era el preludio a unas vistas insinuantes de un escote joven y turgente.
Juan José deseó tirar todos los papeles al suelo de un manotazo, cogerla por los brazos y tumbarla sobre la mesa, forzarla, si hiciera falta, y arrancarle la maldita bata verde para ver los pechos de su insomnio, para tocar las nalgas de su pecado, porque sabía que, al final, caería rendida como la rubia platino de la peli del gánster. El bolígrafo se le resbaló de entre los dedos y Leticia no pudo reprimir una risotada presuntuosa, holgada y redonda. La miró a sus ojos punzantes como cabeza de alfiler y ella se dio la vuelta para seguir quitando el polvo a la librería de en frente.
-Bueno, ya he acabado. Hasta mañana, don Juanjo –y la bata abandonó el despacho.
Juan José cogió el teléfono.
-¿Alberto? Sí, sí, la reunión ha ido estupendamente… No, no te llamaba por eso. Escucha, sabes quién es Leticia, ¿no?… Sí, la hija de Luisa, la limpiadora que se jubiló hace un par de meses, sí, esa… Verás, hay que despedirla, sí, sí, como lo oyes… No limpia nada, desde que ella se encarga de la oficina está todo mucho más sucio… Sí, sí, por eso, si aún está en prácticas, menos problema… Vale, mañana hablamos, adiós.
Colgó el teléfono con una sonrisa resentida. Se ajustó la corbata, ya no hacía tanto calor.
© Anabel