Pantano de Mediano, Huesca.
“Querido chopo, tus hojas nos han siseado mientras
descansábamos bajo tu sombra buscando el resguardo de un duro día y tu tronco
fue el apoyo de mi marido en sus cavilaciones. Mis nietos han jugado a tu
alrededor y entre tus raíces enterramos al viejo Luqui. Has sido testigo del
paso de las estaciones, del crecer de las hortalizas, de los frutales… Eras la
esfinge que señalaba en la lejanía dónde quedaba nuestro huerto y que vigilaba
su débil entrada. Invariablemente, al llegar a la huerta, tocábamos tu corteza, era como un gesto
supersticioso, como una contraseña, un saludo entre amigos. Todo lo que quiero
va a ser anegado y en los recuerdos que me lleve constantemente estarás tú
protegiéndonos de las inclemencias. Lástima que no puedas defendernos de ésta.
Pero sé que tú te salvarás, como la torre de la iglesia que no dará su
campanario a torcer, que quedará como la prueba impertérrita del transcurrir de
unas gentes que amaron su tierra y fueron obligadas a abandonarla. Lo sé porque
veo la torre permanecer gallarda entre añiles y a ti te veo poblado de nidos.
Querido chopo, tendrás una segunda vida de la que no podrán arrancarte.”
En ese momento no entendí lo que la abuela me estaba
diciendo. Mis rizomas llevaban años diseminándose por esa vega fértil,
disfrutando de la familia de Alegría en el devenir del tiempo. No sabía de qué
aguas malditas me hablaba, pues la lluvia siempre era bienvenida; no comprendía
sus palabras de despedida, sus lágrimas ni, mucho menos, su vaticinio. Hubiera
querido que me aclarase unas cuantas dudas, pero sabía que sólo debía esperar,
esperar desde la quietud para desentrañar semejante misterio. Al cabo de un
tiempo, el pueblo se inundó; excepto la torre de la iglesia, el valle quedó
bajo aquel mar sobrevenido como un vómito de muerte azul. Dejé de ver el cielo,
de sentir la brisa; me deslicé de mi hueco vital y sentí como el barro se
apoderaba de mi savia. Aves sin alas revoloteaban entre mi maltrecha madera
dejando un rastro de burbujas. Eché de menos el agua a gotas y las caricias de
Alegría. Entonces fue cuando debí morir.
No sé exactamente si estoy en un sueño o en la vida
después de la muerte, no soy capaz de dilucidarlo, simplemente me siento vivo,
aunque no produzca clorofila alguna, ni me rieguen, ni me nazcan hojas. Es un
estado extraño, en el que ni soy ni siento como antes, pero en el que me
encuentro bien. Un verano, que evaporó casi por completo el caudal del pantano,
quedé al descubierto y fue entonces cuando me cercenaron a trozos y me llevaron
hasta la ciudad. Me metieron en unos bajos en los que estaban haciendo obras y
me sometieron a un tratamiento para dejar mi madera seca e incorruptible. Luego
me recompusieron grapándome las ramas y plantándome en un macetero lleno de
piedras. Con unos alambres me aseguraron al techo y quedé erguido de nuevo. Me
reflejo en las paredes acuosas que son lo más parecido al líquido elemento. No
soy un árbol bonito, pero tal y como me han colocado parezco un fósil esbelto y
casi señorial. Se podría decir que he sido el primer cliente de la peluquería.
Al principio de abrir el negocio todo el mundo se fijaba en mí y preguntaba por
mi procedencia. Ahora ya se han acostumbrado, aunque de vez en cuando todavía
haya quien se queda maravillado ante mi exigua figura. El único céfiro que
percibo son los aires salvajes y calientes de los secadores, por los ventanales
entra luz a raudales y las chicas con uniforme me pasan un plumero a menudo. No
son las caricias de Alegría, pero me hacen cosquillas. Me han colgado una
casita para pájaros y unos nidos abandonados se mantienen a duras penas entre
mis ramas huesudas. Soy un fantasma que cobija pajaritos invisibles y
proporciona sombra a cabezas envueltas en toallas. Vuelvo a sentirme parte de
un trozo de tierra, he vuelto a echar raíces.
Hace unos días me llevé una gran sorpresa: Alegría entró
por la puerta del local. Me puse tan contento que creí que me iba a brotar una
hoja. Me dijo que llevaba mucho tiempo siguiéndome el rastro y que, por fin,
venía a quedarse conmigo. Ahora ella se sienta en la butaca que hay justo
debajo de mí, donde suelen maquillar a las señoras, y comentamos las
conversaciones plagadas de secretos que las parroquianas le cuentan al
estilista; de vez en cuando, desperdigamos alpiste para nuestro amigos volátiles
y, por la noche, cuando el salón queda desierto, recordamos los buenos tiempos
en los que nos daba el sol y la brisa nos despeinaba.
― Alegría, ¿no oyes unos ladridos?
© Anabel
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