viernes, 22 de enero de 2010

La mirada




No recordaba desde hacía cuánto tiempo nadie la miraba así, con esa atención, ese descaro, ese, casi le daba vergüenza pensarlo, deseo contenido que se escapaba en cada parpadeo. Repetía la imagen una y otra vez en su mente porque le producía una sensación placentera: la piel se estiraba, se tornaba tersa y el latido del corazón oxigenaba más deprisa las células. La excitaba, sí, la excitaba tanto como la aturdía. Sólo había sido un viaje en el ascensor, un roce inesperado por culpa de las bolsas de la compra, un lo siento, no ha sido nada y el silencio ensordecedor de aquella mirada impúdica, como si fuera la primera vez que viese a una mujer. Deseaba de una manera atroz coincidir de nuevo con él. Si la volvía a mirar de esa forma, olvidaría sin esfuerzo que podría ser su madre.


© Anabel

lunes, 11 de enero de 2010

El artilugio



Para Erick Strand, a quien le debo la mitad de este cuento y mucho más de la mitad de lo que siento por la poesía.


Juró que no lloraría más. Lo juró por lo único que le pertenecía: su vida. Llegar a la conclusión de que nada vale la pena la ayudó a mantener la promesa. Para no derramar lágrimas sólo podía quedarse con lo esencial, con los días y las noches que pasan sin dar y sin recibir, sin esperar nada. Ese fue el plan con el que Verónica esperaba seguir existiendo. Su corazón se transformó en un artilugio necesario para vivir, con la única misión de bombear sangre a cada célula de su cuerpo, exclusivamente. El resto de funciones le sobraban.


El tiempo iba dejando su huella en algunas canas y en algunas arrugas. Surcos que dos manecillas, a un ritmo incesante, aran sobre la epidermis. Los días y las noches pasaban igual que siempre, pero había empezado a sentirse sola. La compañía de los hijos, aunque sólo fuera por el trabajo que daban, le proporcionaba una ocupación que la hacía conservarse activa, ágil, distraída en la rutina inmutable. Su emancipación le dejó muchas horas muertas para llenar únicamente con el sonido de su artilugio latente. Había dejado de preocuparse por la persona que dormía con ella desde el día de su juramento, y los paseos y los libros no eran suficientes para abarcar todo el tiempo que le sobraba. Lo hubiera regalado a cambio de… De nada. Eso era lo que tenía: toda la nada del mundo. Y el artilugio. Tun-tun, tun-tun, tun-tun.


Como quien llama a una puerta equivocada y un perfume de rosas le recibe, Verónica se encontró con lo que ya no esperaba. Del tiempo esperaba achaques y vejez, pero no un sentido de la vida tan diametralmente opuesto a su plan. El destino es una caja de sorpresas sin papel de celofán que pueda delatarle, un fullero que espera el letargo o el exceso de vanidad para demostrar que él es quien mejor conoce el juego porque es el que pone las reglas. Y ese fullero traidor llamó a la puerta de Verónica disfrazado de vecina de enfrente, de la viuda, que necesitaba una cebolla para la tortilla de patatas:

-… que se me han acabado y a mí la tortilla de patatas me gusta con cebolla y ¿a ti, Verónica?-Verónica le dio una cebolla de las del cesto.
-¿Tendrás suficiente, María José?
-Sí, sí, de sobra. No me contestas, ¿cómo te gusta a ti?
-Pues a mí la tortilla me gusta de todas maneras, me da igual…
-No, no; ésta es una de esas cosas que no te pueden dar igual en la vida. Has de decidirte.
-¡Qué cosas tienes! ¡Qué más dará!-le contestó con una sonrisa.

Medio en broma, medio en serio la simple cebolla estuvo dando vueltas por la cabeza de Verónica toda la noche, repitiéndose hora tras hora. Al día siguiente hizo dos tortillas para comer, una con cebolla y otra sin.

-¿Por qué has hecho dos? –le preguntó su marido con cara de no entender el último desatino de su mujer.
-A ti ¿cómo te gusta más?-le preguntó Verónica sin mucho interés, era más una cuestión de estadística.
-¡Qué tontería! A mí me gustan las dos.

El artilugio dio un latido desacompasado, se le erizó el bello del cuerpo y supo que tenía que decidir cuál era la que más le gustaba. Por la tarde, fue a decirle a María José que había tomado una decisión.

-Pues claro, con cebolla es mucho más suave. ¿Quieres probar la mía? Aún me queda un poco en la nevera.


La siguiente decisión fue si la quería caliente o fría y allí sí que supo qué contestar: caliente.

Fueron pasando tardes de café en donde Verónica por primera vez en muchísimos años hablaba de sus preferencias culinarias, literarias, cinéfilas, de los colores o de los días de la semana. Había olvidado cuántas cosas le gustaban y cuántas no, había olvidado el aroma de la compañía junto a un café, de la risa sin motivo, de compartir el sonido de dos voces, de hablar por hablar, porque sí, porque es la manera de que el arado del tiempo no haga los surcos tan profundos. El artilugio empezó a latir con un ritmo diferente, llevando el compás de la nueva risa, de las conversaciones pausadas, de la felicidad de perder el tiempo en la casa de la vecina, sin pensar en hacer la cena o recoger la colada. María José tenía la herramienta que vaciaba los cajones cerrados de Verónica, aceleraba su ritmo vital, estiraba la cuerda en donde colgaban sus palabras y deseos, abría su corazón.

-¿Cuántos años hace que somos vecinas, Verónica?
-Más de veinte, María José, más de veinte.

Entrelazaron sus manos algo marcidas, pero el tacto resultante de las dos caricias estaba preñado de chispa, de vitalidad y, sobre todo, de alegría, una alegría que inundaba la casa de la vecina de multitud de colores. Y Verónica decidió que no quería perderse ese arcoíris que había desempolvado todas las demás funciones que su corazón podía realizar: no sólo de oxígeno vive el cuerpo, porque aún respirando se puede estar muerto.

-No sé cómo decírselo a mi marido, ni cómo..
-Es tan fácil como cruzar el pasillo.

Ante la evidente y sencilla solución, Verónica incumplió su promesa: lloró y continuó llorando felizmente mientras hizo las maletas para el crucero más importante de su vida.

©Anabel

viernes, 1 de enero de 2010

Te sueño a poemas

"Flaming June", Lord Frederick Leighton




Me relajo escribiéndote poesía,
inventándote en cada estrofa.
Es mi momento de viajar,
de alejarme de la prosa diaria,
tan pesada y cargante,
tan ordenada y lógica.
Demasiadas reglas que seguir,
horarios que cumplir.
Ganas de desbocarme por el precipicio
del caos infinito
donde todo rima,
y todo puede ser.
Cascadas de sueños frescos
con caricias de olor a lavanda,
aromas de una historial ideal
esculpida a versos y suspiros.
Te sueño a poemas
de dedicación absoluta,
rendido homenaje a la fe ciega
de que toda mi lírica
podrá ser prosa
algún día.

© Anabel