Gregorio era un hombre bueno, así podían atestiguarlo todos
aquellos que tenían la suerte de conocerlo. Incluso su físico traslucía cierta
gracilidad, casi elegancia, y una dulce decisión en sus zancadas, a pesar de ir
sobrado de peso y de tener el centro de gravedad bastante bajo. El poco pelo
que le quedaba era blanco, que junto a su tez clara, resaltaban el azul intenso
de unos ojos diminutos como cabeza de alfiler. Parco en palabras, pero siempre
amable y educado; generoso con sus familiares y amigos.
Gregorio se había enamorado dos veces y nunca se había
casado. La primera vez que su corazón latió apresurado al ver a una mujer fue
en su juventud, recién licenciado del servicio militar. Regresó a Tardienta
dispuesto a terminar lo que quedaba de cosecha, no contaba con que ese verano
el trigo no sería la mayor de sus preocupaciones. María Luisa tenía la mayoría
de edad y dos meses, y en esos sesenta días había descubierto la parte oscura
de la luna, esa que su madre tanto se había empeñado en esconderle. Había
pasado el verano yendo de fiesta en fiesta, de plaza mayor en plaza mayor de
todos los pueblos de la comarca. El transporte lo tenía gratis y la bebida,
también, sólo tenía que bailar tan desinhibida como la dosis de alcohol le permitiera.
Su madre la recibía, zapatilla en ristre, cada madrugada y María Luisa siempre
le respondía lo mismo:
−Que te quedaras viuda no significa que yo también lo sea.
Esto no es la casa de Bernarda Alba.
La madre rompía a llorar y la hija se iba a su cuarto a
recuperarse para la próxima festividad que el calendario le brindara.
Gregorio recordaba a María Luisa como una moza guapa, pero
al encontrársela aquella mañana calurosa y polvorienta, como son las mañanas
estivales en Los Monegros, pensó que algo había cambiado. Sin duda, seguía tan
guapa o más que antes, pero su forma de contonearse, su forma de sonreír, de
mirar, la convertían en un animal del desierto.
− ¡Bienvenido, Goyito! ¿Qué tal la mili?
Aquel guiño le hizo ver el mundo a través de un chupito de
licor de avellana, el color de esos pícaros ojos: quedó embriagado. Por mucho
que la mili hubiera curtido a Gregorio, esa mirada le daba más miedo que la del
cabo Santisteban, así que, además de humedecer los sueños con su recuerdo y
saludarla diligentemente cada vez que se cruzaban, los intentos por conquistar
a María Luisa fueron cobardemente nulos.
Justo antes de la Navidad de aquel 1970, María Luisa perdió
el brillo de la mirada. Gregorio fue testigo de los comentarios que la gente
profería en el bar y a la salida de misa: Luisita estaba preñada de uno de
Senés que vendía reproducciones a escala de carros en las ferias. Parece ser
que aquel mozo era demasiado independiente como para hacerse cargo de “un bombo
que, además, pudiera no ser de él”. A Gregorio estas palabras le dolían más que
una puñalada en el corazón. Sin embargo, lejos de pensar que la situación fuera
una desgracia, pensó que podría ser una oportunidad.
─ ¿Estás seguro de lo que haces, Gregorio? ─le insistió el
cura, don Damián, tras la reja del confesionario.
─No he estado más seguro en mi vida, padre.
─Anda, vamos a tomarnos un sol y sombra y me lo cuentas
todo. Ego te absolvo a peccatis tuis in
nomine patris et filii et spiritus sancti. Amén.
Al día siguiente amaneció una mañana fría y luminosa, como
son los inviernos en Los Monegros, y Gregorio esperaba a su amada en el portal
de su casa.
─Buenos días, María Luisa. No quiero ser impertinente, pero
me gustaría hablar contigo.
─ ¿Qué quieres, Gregorio? ¿Regodearte de mi mala suerte?− le
espetó la chica harta de los dimes y diretes, del pueblo, del polvo y de la
helada.
─Nada más lejos de mi intención, quiero casarme contigo.
Prepararon la ceremonia para el día de Reyes. Esperaban que
el frío estuviera a la altura de la celebración y Gregorio le compró a su
prometida una torerita de visón para que se la pusiera sobre el sencillo
vestido blanco que la madre de la novia, entre lágrimas y mocos, había cosido
con esmero. Él le dijo que no quería tener relaciones carnales hasta el día de
la boda, a lo que María Luisa, tras una sonora carcajada que no pudo reprimir,
le pidió perdón.
−No me mal interpretes, te deseo con locura, pero no quiero
que pienses que todos los hombre somos iguales.
−Eres un hombre demasiado bueno, Gregorio.
Así que entre arrumacos y largos besos, pasaron Noche Buena,
Navidad, Noche Vieja y Año Nuevo. El dos de enero un viento helado arrasó con
nieve todo el pueblo y Gregorio se alegró de haberle regalado a María Luisa la
chaquetilla de visón. No había acabado de regocijarse en ese pensamiento cuando
oyó gritos que provenían de la calle: María Luisa, se había caído y no paraba
de sangrar. La llevaron a Huesca todo lo deprisa que pudieron, pero no lograron
cortarle la hemorragia. María Luisa murió en la mesa de operaciones con el niño
que llevaba dentro.
La segunda vez que Gregorio se enamoró fue dos años después de
jubilarse. Vivía tranquilo de su pensión y del arriendo de las tierras en la
casa donde nacieron él, su padre y su abuelo. Pero cuando se enteró de que su
amigo, el cura don Damián, se vendía el piso de Huesca, Gregorio pensó que se
lo compraría. Le haría un favor y, al mismo tiempo, se trasladaría a Huesca a
vivir. Su mente hacía días que rondaba más por la capital que por el pueblo:
una mulata dominicana de sonrisa blanca le tenía sorbido el seso. A sus sesenta
y siete años y sus travesías por el desierto, no se iba a dejar engañar por una
mujer, pero con Martina su corazón le decía que hiciera una excepción. Así que
la sacó del bar de mala muerte con olor a gasolina donde servía copas a los
camioneros, como primera actividad, y la instaló en su pisito. Le dijo que no
hacía falta que trabajase más, que él la necesitaba para que llevara la casa, que
él la cuidaría y la querría y que ni siquiera esperaba que su cariño fuera
recíproco. Martina pensó que era un buen trato, que si se portaba bien con
Gregorio, hasta podría llegar a convertirse en su mujer y olvidarse para
siempre de las pieles con regusto a carburante.
Pasaron los meses como si no hubiera un futuro por el que
preocuparse. Gregorio se había ganado el respeto de sus nuevos vecinos y
Martina, con su contento habitual, expandía sin reparo su risa por la escalera.
En un edificio de más de cincuenta años, donde la mayoría de los vecinos son
ancianos, el optimismo se convierte en un contagio deseable. Tal vez por los
aromas caribeños que exhalaba la cocina de Martina o por sus carcajadas o por
sus contoneos confiados, fuera por lo que fuera, los vecinos adoraban a la
singular pareja y ni siquiera se quejaban cuando los escandalosos amigos de la
dominicana montaban alguna cena hasta bien entrada la madrugada. Daba gusto
verla salir del ascensor, como una vedette en su hora de descanso, libre, pisando
las baldosas de terrazo como si fueran de mármol travertino. Resultaba
maravilloso y extrañamente inexplicable cómo una mujer joven y exuberante podía
aportar vida a una casa donde el tiempo parecía haberse cebado en sus
habitantes.
Cuando llegaba la primavera, Martina se iba unas semanas a
su país. Ella nunca había pedido ningún regalo, se administraba de maravilla
con lo que Gregorio le daba para la casa, incluso le alcanzaba para algún
capricho, lo único que quería era viajar a su tierra una vez al año. Gregorio había
accedido a su deseo pues pensaba que esas semanas serían como unas vacaciones
para los dos, de los dos. Del último viaje, Martina volvió embarazada. Podía
habérselo ocultado, hacerle creer que el hijo era de él, pero decidió decirle
la verdad, era un hombre muy bueno y no se merecía que lo engañara. Gregorio no
era tonto, sabía perfectamente cómo disfrutaba la dominicana en sus vacaciones,
pero lo del embarazo le cogió con la guardia baja. Estuvo unos días mohíno,
hasta que resolvió cómo iba a proceder.
─ Puedes quedarte en mi casa y seguir como hasta ahora, pero
con la condición de que no vuelvas nunca más a tu país.
Gregorio quedó con su amigo el cura don Damián y le contó lo
ocurrido. El párroco le recordó que había corrido el riesgo conscientemente y que
ese hecho era sólo una de las posibles opciones que podían haber sucedido.
Cuando expresó que tenía intención de adoptar al niño, al propio Gregorio le
sonó extraño oír su decisión de viva voz.
─ ¿Estás seguro de lo que haces, Gregorio?
Pero en esta ocasión, Gregorio no pudo contestar ni con la
misma certeza ni la misma rapidez que la primera vez que su amigo le planteó la
cuestión. Una duda pesada, como si fuera metálica, le aprisionaba el corazón.
Un recuerdo, casi como una nube dispersa, le emborronaba los ojos. El giro de
la rueda se repetía de nuevo marcando las agujas de su reloj. Pensó que, cuando naciera el niño, la duda y
la nube se disiparían y podría dar por sentado que no volvería a toparse con la
misma rueda.
─ Sí, Damián, creo que ya va siendo hora de tener un hijo.
Así que mientras el tiempo gestaba un bebé en el vientre de
Martina, en Gregorio crecía la ilusión de que, por fin, iba a ser padre, de que
un ciclo de su vida se cerraba de la mejor manera.
El niño era hermoso, redondo, cálido como el clima donde fue
concebido. Su perfecta cabecita estaba alborotada por unos rizos negros y sus
ojos, desmedidamente grandes, eran oscuros, tan oscuros como su piel. Al coger
al bebé en brazos por primera vez, Gregorio no pudo evitar comparar el blanco
apagado de su antebrazo con la tez morena y arrogante de ese bebé tan diferente,
tan diametralmente opuesto a él.
─ Padre, he pecado.
─ Dime, hijo, dime, dime… ─dijo don Damián esperando algún
pecadillo de andar por casa.
─He echado a Martina y a su hijo de mi casa.
─Pero, Gregorio, ¿por qué has hecho eso? ─exclamó el cura
conmocionado.
─Porque me he dado cuenta, padre, de que no soy un hombre
bueno.
© Anabel